La tormenta perfecta tenía años formándose, pero nadie le prestaba atención o digamos que la mayor parte de la gente le restaba importancia. Todo el mundo creía que lo que se avecinaba no pasaría de ser un chaparrón y que por ser Venezuela estábamos preparados para todo. Y es que así nos sentimos durante muchos años: la excepción a la regla. Pensábamos que teníamos un paso por encima de los otros, un delirio de grandeza quizás asociado a nuestra “historia de libertadores”.
Hubo quienes incluso se burlaron de esos venezolanos que, ante la tormenta que se nos venía encima, alertaron a tiempo sobre sus consecuencias, pero nadie los escuchó y fueron tildados de «exagerados». Hoy, vista la realidad que nos toca vivir, lo mínimo que se merecen es una disculpa, porque en lugar de exagerados, se quedaron cortos.
No fue la falta de información lo que nos llevó a la tragedia, al contrario, el primer huracán dejó ver varias veces cuál sería su poder destructivo, pero tal como el surfista que sueña con la ola perfecta y se expone a la muerte, nosotros le abrimos las puertas a la tormenta subestimando de lo que era capaz.
Mientras la mayor parte del país bailaba bajo la lluvia, el odio y el resentimiento arrasaban con todo a su paso. Una destrucción progresiva que para muchos fue imposible observar en toda su plenitud hasta que el agua bajó y develó su fuerza devastadora. Pero Hugo, no contento con su obra, dejó el camino libre a otro huracán de consecuencias aún peores para el país: el huracán Nicolás.
De la Venezuela que encabezaba el ranking de naciones más ricas de la región, con mayor estabilidad y destino por excelencia de la inversión y la inmigración, no quedan sino ruinas. Los huracanes Hugo y Nicolás lograron arrasar con prácticamente todo: industria nacional, sueños y familias enteras. Pero aún después de todo, lo que no han podido ni podrán arrebatarle al pueblo será la esperanza de vivir y como quien quiere vivir está dispuesto a luchar, ahora es que nos verán de pie por Venezuela.
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