No es lo mismo el sentido de nación que el sentido de Estado. El primer concepto nos remite a las peculiaridades culturales de un pueblo, su pasado, su presente y su vocación de futuro, un proyecto de vida común, el “plebiscito cotidiano” del que nos hablaba Renan, un espacio físico apropiado como suyo, un lenguaje con sus propias peculiaridades en la forma de comunicarnos, con sus vocablos particulares, sus modismos y refranes, en fin el sentimiento de pertenencia a un “nosotros” distinto a los “otros”. Por el contrario, el sentido de Estado nos remite a la arquitectura institucional, la forma política, el poder y su distribución vertical y horizontal, las relaciones del poder y el derecho. La armonía entre el sentido de nación y el sentido de Estado constituye la fortaleza de un Estado-nación moderno, capaz de adaptarse sin perder su especificidad y sus fortalezas, al entorno cambiante del mundo globalizado de nuestro tiempo.
No abrigo ninguna duda de que Venezuela es una nación, construida en cinco siglos, en un recorrer a veces tortuoso y en momentos difícil que nos han integrado en lo que yo llamaría el ser venezolano, una comunidad nacional específica y con vida propia (a veces orgullosa y progresista, a veces menguante) dentro del concierto de las naciones. Como lo señala Arturo Uslar Pietri, autor que comprendió como pocos el ser venezolano, sus angustias, sus logros y sus fracasos, nuestra experiencia existencial nos ha dotado de unos particulares rasgos, donde mucho tiene que ver la historia, pero también la forma como se ocupó el territorio, la geografía, la vida individual y comunitaria en sus múltiples manifestaciones, y que constituyen el ser venezolano, nuestro propio sentido de nación. En una apretada síntesis, destacaría en el ser venezolano algunos rasgos, sin querer darles aquí ninguna intención moralista. De entrada mencionaría la exitosa integración racial del venezolano, producto de la mezcla de blancos españoles, indígenas y negros, que yo diría es única entre los pueblos latinoamericanos, y que se manifiesta en nuestro desenfadado igualitarismo. También señalaría la “viveza criolla”, es decir, la recurrencia a la astucia, sin parar en sus consecuencias, para lograr propósitos que en una sociedad sana se traducirían en la laboriosa búsqueda del beneficio a través de la constancia del trabajo digno. Y para no seguir abundando, no puedo dejar de mencionar nuestro tradicional desprecio por la ley, que se remonta a nuestros orígenes sintetizados en la frase “se acata pero no se cumple”, expresión de menosprecio a los dictados y beneficios de las leyes de Indias. Si bien es cierto que el país avanzó exitosamente en modernidad, gracias a la fuerte movilidad social, motivado a la generosidad de la renta petrolera en nuestro exitoso siglo XX, particularmente a partir de 1936, una de nuestras grandes conquistas civilizatorias, no es menos cierto que los gérmenes de un resentimiento social que no hemos podido reducir, duro producto de nuestra psicopatología, y menos canalizar hacia nobles designios, han tenido a lo largo de nuestra historia efectos deletéreos de destrucción cuyas consecuencias han reconducido más de una vez nuestra experiencia vital como pueblo hacia el atraso.
El sentido de Estado no ha florecido como todos hubiésemos querido en lo que significa armonizar con el ser nacional, servir a la comunidad nacional en los propósitos de desarrollo humano y ¡por qué no! de orgullo y grandeza nacional a la que aspira, como tenemos derecho a aspirar como venezolanos, en tanto herederos legítimos de la gloriosa generación de venezolanos, que superando toda suerte de sacrificios nos condujo a la independencia política y sirvió de ejemplo para el resto de los países latinoamericanos. Y aquí señalo el tema de la forma política, es decir, cómo engarzar exitosamente la arquitectura institucional del Estado con las aspiraciones de la comunidad nacional, e intentar el éxito nunca logrado, más bien frustrado, en la lucha por el Estado de Derecho y el imperio de la ley. Salvo pocos momentos esplendorosos en nuestra historia, con todas sus dificultades y carencias es cierto, como es el caso de los cuarenta años de la República civil (1958-1998), pues por lo menos en el vértice de la estructura del poder recogida en la constitución, predominó el “gobierno de las leyes” sobre el “gobierno de los hombres”, nuestra accidentada historia ha sido pasto fértil para las dictaduras y la rémora del personalismo político, de dañosas consecuencias sobre la comunidad nacional.
En conclusión, sin sentido de Estado, y la verdad es que mucho nos falta para obtener un estandar de sólida institucionalidad, el sentido de nación nunca alcanzará las pretensiones de sólida civilidad a la que aspira con razón y derecho toda sociedad amante de la libertad.