“Dices que quieres una revolución, vaya, tú sabes que todos queremos cambiar el mundo”. Así es como empieza el primer verso de la canción “Revolution 1” del famoso grupo británico los Beatles. Además de lo icónica que es, contiene dentro de sí esa confrontación entre la pasión y la razón, la radicalización y la moderación y, por último, el destruir lo anterior o el enmendar lo que no funcionó.
Localizándonos en Venezuela tras veinte años de “revolución bolivariana”, la dicotomía citada es más relevante que nunca. En este punto, se ha vuelto obvio que el camino “revolucionario” planteado por Hugo Rafael Chávez Frías nos llevó a la más acérrima ruina y a que todo logro de la democracia precedente fuese demolido. Ya por ahí aprendimos, por las malas, de los peligros inherentes del revanchismo y la ceguera emocional.
En retrospectiva sabemos que el cambio político radical fue un remedio peor que la enfermedad y que, probablemente, el mejor curso de acción era emprender un sendero moderado y reformista que fortaleciera las instituciones mermadas, y combatiera las causas del malestar social. Ahora bien, que ello haya podido ser lo mejor en ese entonces, no significa que fuese lo mejor en la Venezuela de hoy. Las circunstancias de 1998 no son las mismas de 2018, ni las del futuro próximo.
Con esto quiero introducir una discusión que, francamente, no se está teniendo o, peor todavía, no quiere ser abarcada por determinados grupos de interés. Siendo el hecho de que Venezuela está literalmente muriéndose por un cambio absoluto que la saque de la desgracia actual, pues nadie, salvo el sinvergüenza o el crédulo, duda sobre la necesidad de un cambio de rumbo, es que vale la pena preguntarse: ¿será que esta vez sí necesitamos una “revolución”?
En este debate puede haber una multiplicidad de ópticas. Para empezar podemos explicar la más obvia; aquella que se desliga de nuestra propia experiencia. En este sentido, la “revolución” está directamente asociada a tendencias políticas de izquierda y, en específico, al marxismo. En nuestro caso específico nos es natural asociar el referido término con el llamado socialismo del siglo XXI y, consecuentemente, con la debacle de la nación.
Por otro lado, a los efectos de los “moderados” de la clase política opositora, la “revolución” se traduce, conforme a la segunda acepción de la palabra de acuerdo con el diccionario, en un “cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional”. Es por esto, que los referidos sectores, indistintamente de que sus intenciones sean nobles o maquiavélicas, pontifican hasta el cansancio sobre la necesidad de una “salida pacífica y constitucional”.
Los referidos ejemplares demuestran una óptica de la “revolución” teñida por las grandes cicatrices dejadas por la versión marxista del término y las grandes barbaries de otros casos. Nadie quiere una “revolución” como la bolchevique o como la francesa con su saldo de masacres y locuras. Nadie quiere que su patria sea reducida a cenizas por la promesa de un nuevo mundo que jamás llegará o que, en su defecto, requerirá usar nuestros cadáveres como escalinatas hacia ese objetivo superior.
Habiendo dicho eso, me atrevo, a pesar de todo el condicionamiento de mi realidad, a proponer que Venezuela, en estas horas menguadas, sí requiere de una “revolución”. Lo propongo porque me baso, por una parte, en el significado astronómico de la referida palabra y, por otra, en lo que considero es un derecho y un deber ante el horror del despotismo.
En lo cosmológico, la “revolución” no es más que la conclusión inexorable de un ciclo, el final de un movimiento sobre una órbita completa. En este orden de ideas, pienso que, en estos instantes, la era chavista es una época moribunda desligada de un proyecto de poder estéril. Las contradicciones y el caos ciertamente nos están inundando a todos por igual, pero hay que ser ciego para pensar que no estamos atestiguando simultáneamente el colapso del Estado.
Siendo así las cosas, el sendero reformista o enmendador no es viable para el caso venezolano. La putrefacción está muy avanzada, la disfunción es regla, la decadencia es irreversible y lo que queda, tras todo ese desastre, es una pantomima de gobierno detrás de la cual mandan mafias y grupos irregulares. Ante esa situación, la única medicina efectiva es el desmantelamiento completo del régimen de facto.
En lo civil y lo moral, la “revolución” es lo que se intentó hacer en 2017 y que, a pesar de las terribles pérdidas humanas de ese entonces, debe volver a ocurrir eventualmente. En esta acepción, la “revolución” es sinónima con “rebelión cívica” o, lo que es decir, “levantamiento o sublevación popular”.
Sé que los venezolanos hemos sufrido mucho y que lo hemos intentado todo. Nos han abusado, nos han engañado y, tal como Judas le hizo a Jesús, nos han vendido por monedas de plata. Sin embargo, tengamos algo bien claro en nuestras cabezas, si nosotros no hacemos nada, si nosotros no vencemos las fuerzas disuasivas de la costumbre y el hábito, podemos tener por seguro que nadie en el exterior nos ayudará, por cuanto nadie apoyaría a un pueblo indolente e intoxicado por su complacencia.
“Dices que tienes una solución verdadera, vaya, tú sabes que a todos nos encantaría ver el plan”, podría decir el lector siguiendo la canción de los Beatles que se mencionó al inicio. Bueno, para este autor, el plan es que debemos salir de esta apatía que nos carcome, invertir en la integridad del liderazgo político disidente, y dejar de pensar en pajaritos preñados y en que el despotismo nos regalará nuestra libertad. Eso ya fuese excelente inicio. No, mentira. Eso es todo lo que se necesita. Si despejamos nuestras mentes de tanto ruido y desesperación, lo demás surge por vía de consecuencia. A nosotros no nos urgen transacciones. Lo que nos urge es la emancipación de la miseria que, al fin y al cabo, sabemos de dónde proviene y quiénes la causaron.
@jrvizca
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