Los cubanos saben, o al menos creen que saben (muchos lo han escuchado decir y displicentemente lo corean, como en Corea del Norte) que vivimos en la era de la información. Sin embargo –son así de terribles las ironías del castrismo– la mayoría de los cubanos que viven en la isla carece de información. Y para colmo de males, la poca que reciben está tristemente manipulada. Esa es la misión fundamental, la razón de ser de los medios de información –o desinformación– y de las instituciones (antidemocráticas, policiales, contrarias a la sociedad civil) que han formado y deformado la naturaleza de los hijos y nietos de la revolución cubana. El hombre nuevo, arrugado de dolorosas apariencias, herido de múltiples miserias. Hace más de medio siglo esta realidad es una de nuestras marcas de agua. Piedras mudas de un río cada vez más seco.
Los cubanos, esos seres conocidos en el mundo por ser capaces de bailar cualquier ritmo, de sonreír –aunque sea a medias– en medio del infortunio, de convertir el desastre en calurosa brisa cotidiana, de confundir vulgaridad con cultura popular, castrismo con nacionalismo, vida con sobrevida, silencio con temor, obstinación con sometimiento, el desinterés con la práctica neosalvadora de la doble moral.
Los cubanos, o esa ambigua entelequia que cree saberlo todo, en realidad conocen muy pocas cosas. Y para colmo de males, las que conocen no le han servido de mucho. A no ser –en no pocos casos– para escapar de esa sociedad penitenciaria que no suele quitarles los grilletes a los fugados. Fuera de la isla seguimos viviendo encadenados. Y en cadenas, vivir es vivir en afrenta y oprobio sumido. Esa es la estrofa del Himno Nacional que hoy mejor nos describe. Sin embargo, con el tiempo y con el horror, olvidamos que para ser ciudadanos libres no podemos temerle a una muerte gloriosa, y que morir por la patria es vivir. Hay una larga carrera de obstáculos para no creer en: Del clarín escuchad el sonido. ¡A las armas valientes corred! Himno pasado de moda. Pasado de país. No olvidemos que una nación –además de su historia, cultura, instituciones, mitos, circunstancias– es sobre todo su gente.
Los cubanos (desde Fidel Castro, líder de la mayor desgracia vivida por el país, y con su hermano Raúl, que sí es lo mismo, que sí es igual) siguen vagando sin un proyecto de país, siquiera con un proyecto elemental de vida. Somos una nación al pairo. Una de nuestras cargas pesadas es haber transformado el naufragio nacional, nuestras ruinas arquitectónicas, sociales y psicológicas, en un parque temático que burlonamente nos mal dibuja, nos desdibuja y nos ahoga. Somos una mueca. Un rompecabezas que no logramos armar no porque nos falten piezas o porque no sepamos dónde colocarlas. Armar nuestra imagen (más que parecerlo, lo podemos sentir) nos provoca fobia. No en balde ha resultado tan largo el castrismo. Y por ser largo, esta fobia, mezcla de miedo y repulsión, persiste cotidiana, extraña, pantanosa en medio de las sudoraciones del Caribe.
Los cubanos continúan, desde 1959, contra viento y marea, arrollando la conga de la resistencia cotidiana, sobreviviendo a las penurias del régimen sin entenderlo como un régimen dictatorial y sin intentar cambiarlo. ¿No lo sabemos o no lo queremos saber? De cualquier modo, ahí late uno de los grandes problemas: las dictaduras jamás abandonan su poder, ninguna hasta hoy lo ha hecho por su propia voluntad. Todas han tenido que ser eliminadas y pareciera que los cubanos aún no pueden comprender esta verdad. O no se atreven a mirar de frente a ese espejo. Esta marcha nacional, combatiente, rumbera, hambrienta, afligida y psiquiátrica hacia la asfixia, es otra carga pesada, tanto como la bota del régimen sobre nuestras cabezas descabezadas.
Los cubanos, muchos de los nuestros –siguiendo el mal ejemplo de Fidel Castro– han terminado siendo, más que valientes –como lo fueran en el pasado los mambises– personas tristemente autoritarias. Y justamente el creador del castrismo nos demostró que una persona autoritaria no es necesariamente valiente. Los dictadores, contrario a lo que muchos creen por la fuerte imagen que suelen proyectar, son seres cobardes. Y de esa cobardía, disfrazada de belicismo y guapería demagógica que identifica al castrismo, no ha dejado de salpicar, a veces de empapar, nuestro equipaje cultural. Nuestros actos, sueños, pesadillas.
Los cubanos, después de tanto tiempo, deberían saber que no hay nada que atemorice más a un dictador que comprobar que sus súbditos se despojan del miedo. De ahí que en estos casos lo primero que hagan sea mandar sus tanques a atemorizar las calles, pero si la gente trasciende el grito y la protesta es de verdad una pelea por la libertad, entonces la cadena comienza a quebrarse, y a varios de los que apuntan a su pueblo desde los cañones les va a temblar mano y la mirada, y ante el poderoso efecto de ese temblor, al dictador y sus gendarmes no les quedará más remedio que escapar por miedo a que el pueblo o sus propios tanques terminen disparándole. Los dictadores no son mártires. Muy al contrario.
Los cubanos tienen ante sí dos imágenes congeladas dividiendo la gran pantalla de sus vidas: a la izquierda la manutención del asentimiento, las cabezas bajas ante el latigazo revolucionario que impide abrir completamente los ojos, hablar, pensar, soñar. Y a la derecha, la esperanza, inevitablemente difusa, de los millones de vecinos que solo desean salir de la miseria, agobiados de tantos discursos y puestas en escena que jamás le han servido para otra cosa que no sea para reafirmar, incluso desde la comparsa, su triste realidad. Una esperanza –y quizás esto sea lo más importante– que pide a gritos, desde el silencio, ser convertida en el móvil del cambio. No en la sublimación de esa vieja espera sino en verdadero cambio. Un cambio desde las calles. Y no únicamente los disidentes. Con ellos no basta. Bien lo sabe el régimen y todos los cubanos deberían entenderlo.
Los cubanos (los altavoces comunistas llevan décadas repitiéndoselo) han llegado a aceptar que el bloqueo –el embargo– de Estados Unidos es culpable de una buena parte de sus tantas desdichas (cuando el bloqueo que hay que eliminar es el del castrismo hacia los cubanos). Hay quienes creen que de verdad el imperialismo yanqui quiere despojarles de la libertad que no poseen. Y que el despiadado capitalista Donald Trump, a diferencia del amistoso Barack Hussein Obama, no quiere que los cubanos tengan relaciones con los norteamericanos y por eso procura abolir las relaciones diplomáticas (cuando las primeras relaciones que hay que cambiar son las del gobierno cubano con sus ciudadanos. Algo que solo se conseguirá desmantelando la dictadura).
Los cubanos, dentro y fuera de la isla, no pueden dejar de denunciar un solo día la penosa realidad de su gente. Mostrarle al mundo que el castrismo es lo contrario a la democracia. Que no permite la realización de actos públicos donde ejercer las libertades de expresión y asociación, optar por otra ideología, otro pensamiento. Que la miseria es un mecanismo de control. Que pedir elecciones libres es un delito. Que los medios de comunicación son propiedad del Estado y que el Partido Comunista –el único legal– los mantiene bajo estricto control como un ejército para salvaguardar la violencia ideológica. Que la separación de poderes que distingue a las naciones democráticas es una idea satánica para quienes tienen el poder absoluto y vertical en la isla. Que los pocos que se atreven a disentir son reprimidos, avasallados, golpeados, encarcelados y presentados ante el pueblo –tan desinformado como tan indolente– como mercenarios del capitalismo cruel de la acera del frente, donde viven tantos compatriotas. Y que no pocos de esos disidentes han muerto por el mero hecho de exigir sus derechos y soñar un país diferente. Una nación.
Los cubanos, no pocos de los que viven fuera de la isla, continúan desconociendo su país. Más allá de la ristra de carencias que los empujó a la fuga, poseen muy poca información. Y para colmo de males, una buena parte está tristemente manipulada, incluso aquí, lejos –o al menos no dentro– del castrismo. La verdad en el espejo, aunque esencial, en este caso resulta profundamente dolorosa. Hace más de medio siglo es una de nuestras marcas de agua. Y para colmo de males, seguimos sin vernos reflejados en ella. El agua parece cada vez más turbia.
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