Es verano en La Habana y la brisa de la madrugada se corta con ráfagas de un calor tenso, casi insoportable. 3:00 de la mañana del 13 de julio de 1994. Aunque en el malecón hay quienes festejan, sin saber, la ciudad duerme, como de costumbre embriagada de sudor y resignación, mientras 72 cubanos se persignan antes de lanzarse al mar. Saben qué buscan. Pero no qué encontrarán esa madrugada.
Luego de varias maniobras para intentar no ser atrapados por la policía, ni delatados por informantes voluntarios, echan a andar el remolcador 13 de Marzo, de la Empresa de Servicios Marítimos del Ministerio de Transporte, con el que sueñan llegar a la Florida. Apenas salen del puerto notan algo raro, hay dos barcos con las luces apagadas, pero continúan la fuga.
La esperanza, ese fantasma que como eterna niebla envuelve a los cubanos, de pronto se tambalea, se difumina, se vuelve escalofrío, afrenta. Descubren que los barcos les persiguen. No saben si los que bailan y beben en el muro del malecón se dan cuenta de lo que sucede. Navegan lo más rápido que pueden. Se aferran a la fe, lo único que les queda, pero a los 45 minutos de haber zarpado, a unas siete millas de las costas, en un sitio conocido como La Poceta, donde ya no hay testigos, otros dos barcos los embisten y el fantasma adquiere rostro de tragedia.
El barco Polargo 2, de la misma empresa, bloquea por delante al viejo remolcador, y Polargo 5 lo embiste por detrás, partiéndole la popa, buscando hundirlo. Otras dos embarcaciones les lanzan fuertes chorros de agua a presión a los que están en cubierta.
Las mujeres y los niños gritan, suplican que paren, que los van a hundir. Pero los atacantes, todos vestidos de civil, no quieren escuchar, no quieren ver a los pequeños alzados en los brazos de sus padres. Están programados para cumplir la orden de hundirlos apenas se alejaran de la costa y antes de llegar a aguas internacionales. Asesinan fríamente a 41 personas, entre ellos 10 menores de edad.
Lanchas de las tropas guardafronteras rescataron a 31 sobrevivientes. Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), primero los condujeron al puesto de guardacostas del pueblo de Jaimanitas, luego a Villa Marista, el temido cuartel general de la policía política. Las mujeres y los niños fueron liberados primero. Los hombres permanecieron meses detenidos.
Desde entonces sus vidas no han sido las mismas. Todos quedaron marcados para siempre. Lo de menos es engrosar la lista negra de contrarrevolucionarios, traidores a la patria y culpables de tratar de escapar del paraíso comunista: las marcas que no desaparecerán son las de la muerte.
El régimen cubano, intentando adulterar los hechos y convertir a las víctimas en victimarios, declaró que fue un accidente por culpa de gente sin escrúpulos alentados por el imperialismo yanqui. Pero el informe de la CIDH, confeccionado a partir de testimonios de sobrevivientes, demuestra todo lo contrario.
«Les dijimos que nos salvaran, que había niños, y lo que hacían era reírse», aseguró María Victoria García Suárez. «Tenía el presentimiento de que nos iban a matar, porque, si no, hubieran parado (…) El niño que falleció me tenía el pie abrazado y cuando me sacan que lo voy a coger se desprendió el tennis y todo se fue, no lo pude coger; eso fue terrible. Entonces cuando yo vi a mi cuñado que sale con Sergito, el niño más chiquito, ya sentí un alivio porque por lo menos uno me quedó. Entonces lo cogí y nos quedamos con él», relató Jeanette Hernández Gutiérrez.
La CIDH considera que «el Estado de Cuba es responsable de la violación del derecho a la vida (artículo 1° de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre)».
Los familiares pidieron al gobierno recuperar los cuerpos del fondo del mar, pero les respondieron que «no contaban con buzos especializados para rescatar los cadáveres». La revolución no podía exhibir 41 asesinados por los gendarmes de la revolución. Las revoluciones no aceptan sus asesinatos. Por horribles que sean, los consideran pequeños errores, accidentes.