COLUMNISTA

Elogio de la academia del exilio

por Luis Leonel León Luis Leonel León

Mientras el sistema autocrático, responsable de las carencias, infortunios y exilios de millones de cubanos, se empeña en borrar, adulterar y negar los derroteros de la nación isleña, en cambio, lo mejor de nuestra intelectualidad en la diáspora, desde hace ya más de medio siglo, se viene esforzando por abrazar la historia como una especie de tabla de salvación. Una imagen que, sin lugar a dudas, nos persigue. O que quizás perseguimos los cubanos, aunque no nos demos cuenta.

Fuera de Cuba varias organizaciones se han atrevido a enfrentarse a la dictadura de la desmemoria, la manipulación histórica y la represión intelectual, que son armas –de otro fuego– muy útiles para los arquitectos, publicistas y gendarmes del socialismo real, y que como sabemos tienen un alcance que trasciende a la “Revolución cubana”, e incluso a Latinoamérica. Más de uno de sus fantasmas siguen recorriendo el mundo.

Una de estas instituciones de resistencia es la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio (AHCE). Para quienes integran este grupo, es evidente que la investigación, el rescate, la conservación y la difusión de la historia (no su caricatura, terrible y de mal gusto) de Cuba y sus exilios: es un reto irremediable, una deuda con el futuro, incluso una obsesión. Por suerte.

A pesar de nuestra condición de exiliados –incomprendida por no pocos– podemos sentirnos afortunados de este nervio cardinal –de mérito, no de multitudes– de la sociedad civil cubana en el exilio. Acaso donde único persiste una real sociedad civil cubana, pues en la isla, bajo la bota totalitaria, aún solo palpamos proyectos, intentos (vitales en la resistencia), anhelos, espejismos de sociedad civil. Aquí la hemos apuntalado, rearmado y edificado con vehemencia y paciencia de exiliados, que son vehemencias y paciencias muy particulares (debería entenderse).

Desde su fundación, la AHCE se ha propuesto salvar la historia de Cuba. Un trabajo que –usando una frase popular en la isla– “se las trae”. Y lo ha ido consiguiendo, echándole mano, muy inteligentemente, a diferentes manifestaciones y géneros alineados (y a veces alienados) con este fin: desde la historia pura y dura hasta la literatura, la dramaturgia, el periodismo, la fotografía o el audiovisual. Y a autores de varias generaciones, que es lo mismo que decir: de varios exilios.

Así se ha venido contando la historia nuestra, de manera especial, con una voluntad increíble, a veces subvalorada, sobre todo tratándose de una historia tan fragmentada, censurada y marcada por el temor del olvido. Y con una sed de conocimiento, salvación y esperanza, lo han hecho, una vez más, sus dos más recientes investidos: Santiago Cárdenas (médico, editor, escritor e historiador, autor de Nicea 325, Payá: el chivo, el hombre, el profeta) y Armando de Armas (escritor y periodista, autor de La tabla, Mitos del antiexilio, Escapados del paraíso), quienes realizaron sus discursos de investidura el pasado 31 de enero en la Universidad Rafael Belloso Chacín, en Miami. Dos ensayos investigativos que, aunque hablan de acontecimientos y obras de los siglos XIX y XX, no dejan de hablar del presente. Plus que siempre ha de agradecerse a los historiadores y a quienes se sirven de sus caminos, y también los hacen.

Cárdenas, con su charla, nos devolvió a Juan Clemente Zenea, otro exiliado de una isla marcada por la maldita circunstancia del exilio por todas partes. Un texto puntual que sintetiza los momentos más álgidos del poeta disidente, y que a la vez condena, desde la academia, la marginación histórica, sufrida por no pocos intelectuales cubanos, sobre todo a partir de 1959. “La involución cubana [así define Cárdenas la revolución castrista] –continuadora del genocidio de Weyler en el siglo XX, por sus herederos de Birán– expurgó el nombre y la obra del poeta de la cultura y la historia de Cuba”. Otra historia de censura y manipulación. Otra antihistoria.

Por su parte Armando de Armas, arqueólogo de la travesía de nuestra insularidad por las aguas turbulentas de la izquierda y sus revoluciones, con esa confluencia de agudeza y elocuencia que solo se alcanza con la madurez, rescató a Alberto Lamar, “un intelectual de derechas, pecado imperdonable en el presente”, no pierde tiempo en acotar De Armas. “¿Por qué un libro medular dentro de la historiografía isleña y continental es olvidado o, más exactamente, condenado al olvido por casi un siglo?”, advierte sobre Biología de la democracia. “Por varios motivos probablemente, pero el principal de ellos sería justamente ese que define la pregunta: medular, por ser un libro medular”, responde tácitamente. Y se lanza a su análisis, no solo desde el presente, sino también del presente.

Disfrutar de estos dos discursos (que acentuaron la necesidad de conocer nuestra historia, donde el éxodo es una constante) fue asistir a la representación del sugestivo crisol que somos. El exilio, aunque nos marca, nos concede una libertad que nos impide ser uniformes. Otra gran suerte. Escuchar a Cárdenas relatar los tres últimos años del valiente poeta de “Diario de un mártir” y “A una golondrina”, fusilado en una Habana muy distinta a la de hoy, y escuchar a De Armas recorrer los entresijos de Biología de la democracia: es uno de los raros y seductores privilegios que ofrece la AHCE.

Sabemos –y quienes no lo sepan bien, ojalá al menos lo intuyan– que un país sin historia no es en realidad un país, sino una masa sin porvenir, un fracaso sostenido. Aun en los períodos más sombríos, la historia siempre podrá salvarnos de la pesadumbre, del caos vulgar y delirante, de ese abismo que es el apartamiento o el silencio de la historia.

En la desidia –nunca lo olvidemos– crece fácilmente la posibilidad –tan peligrosa– del olvido. Y a esta academia, diversa y atinada, nacida de esa carga pesada que es el exilio: no le quedará otro remedio que luchar contra los demonios del olvido. Hurgar, cuestionar y hallar respuestas. Registrar, razonar, compartir. Bienvenidos y bienaventurados, sean estos celadores del apasionado compromiso con la historia. Una ciencia diversa, tan inexcusable como la respiración. Una faena de resistencia que –recordando a Dulce María Loynaz– “a semejanza de los monjes medievales, es también una labor difícil, paciente y casi anónima”.