COLUMNISTA

Educación para qué

por Gustavo Roosen Gustavo Roosen

El reciente anuncio de Nicolás Maduro de aprobar el inicio de la discusión del contrato colectivo unificado para el magisterio venezolano fue también la ocasión para pedir a los educadores incorporarse a la generación de propuestas en materia educativa para el Plan de la Patria 2019-2025. Aludiendo quizá a una de las metas del milenio –la de lograr la enseñanza primaria universal– asumida por las Naciones Unidas en el año 2000 con plazo para 2015, Maduro subrayó ahora la de lograr el 100% de niños integrados al sistema escolar. Los datos actuales muestran, sin embargo, una brecha muy grande. En los últimos años no solo no ha crecido la población escolar, sino que se ha reducido. Según estadísticas analizadas por Cerpe, 40% de la población matriculable no está en el sistema educativo. ¿Razones? Desde la insuficiencia de locales y la falta de maestros hasta las deprimentes condiciones sociales de crecientes sectores de la sociedad, expresadas en hambre en muchos casos o en la necesidad de incorporarse temprana y precariamente al mundo del trabajo.

Más allá de esta discusión sobre el cumplimiento de las metas cuantitativas es bueno detenerse en el anuncio presidencial de “nuevos paradigmas” para la educación. Su propuesta de “convertir las comunidades educativas en un gran centro de construcción de la nueva sociedad” se resume en un nuevo eslogan: “Una nueva escuela para tener una nueva sociedad”. En un gobierno como el actual un anuncio de este tipo no es, desde luego, prometedor. La educación, en todos los esquemas marcados por el populismo y el estatismo, lejos de ser un camino para el desarrollo de las personas se convierte en instrumento de sometimiento y dominación. Es una de las consecuencias de una visión paternalista de un Estado que estimula más la cultura del recibir que la del producir, la de la dependencia que la de la autosuperación, la del conformismo que la del cambio y el crecimiento.

La gran pregunta para la sociedad, no cabe duda, es educar para qué. ¿Para someter a la sociedad a la cultura de la dependencia, estimular la mendicidad, mantener y activar la presión con mecanismos como el carnet de la patria o las CLAP, recurrir sistemáticamente al engaño de aumentos salariales generadores de inflación, comprar fidelidad con sometimiento? O, al contrario, para el ejercicio de la libertad y de la ciudadanía, para el desarrollo personal, la organización, la iniciativa, el esfuerzo, la posibilidad de valerse por sí mismos y de prosperar.

Cuando la comunidad internacional ve con preocupación el caso Venezuela, se inquieta vivamente por lo que representa como caos económico, pero le preocupa aún más lo que significa como deterioro social, degradación de una cultura y de la democracia. Les preocupa un modelo que pretende enmascararse en una supuesta voluntad popular expresada en los votos para mantener indefinidamente un sistema de control político, económico y social. Para la comunidad internacional está claro que “normalmente quienes aseguran que solo se puede conseguir más seguridad a costa de la libertad están intentando negarnos ambas cosas” como escribe Timothy Snyder, titular de la cátedra Housum de Historia en la Universidad de Yale (Sobre la tiranía).

El dilema de una educación para la libertad o para la dependencia debe ocupar lugar prioritario en la atención del liderazgo nacional. Nunca será suficiente insistir sobre el valor determinante de la educación para el sostenimiento de una cultura que valore el bienestar, la armonía social, el progreso, la dignidad, el desarrollo personal y colectivo. No hacerlo dejaría espacio para una franca degradación de esa cultura y la penetración de un modo de ser alimentador de la dependencia, la inacción y la corrupción.

La preocupación mundial no es gratuita ni es inútil, pero es al mejor liderazgo nacional al que corresponde dar respuesta al dilema. No hay tiempo para el silencio ni para el conformismo. A todos está bien recordar lo que dice el profesor Snyder: “Sin los conformistas las grandes atrocidades habrían sido imposibles”.

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