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Cae la noche del sábado y no hace falta descubrir la excitada mueca del crepúsculo –que a veces me recuerda a Monet– para confirmarlo. El sonido de la ciudad, por suerte no siempre atiborrado de reguetón y otras rimas triviales, más que indignadas, indignantes, me avisa que el olvido de esa alarma que para muchos se ha vuelto la jornada laboral y la breve desconexión de la droga de Netflix, es un perfecto banquete para el alivio y las ilusiones. Hay señales inequívocas: la cadencia de la risa, el ritmo de los diálogos, la lentitud –hasta Kundera lo siente desde Praga– de los pasos de la gente.
Entrar en un sitio como este se hace cada vez más raro. Pero debo insistir. Y me gusta hacerlo. El ambiente es diferente a la mayoría de las galerías de la ciudad. No es una tienda de arte, tampoco una barra para esnobistas ni una pasarela de wannabíes. Menos mal, pienso. Sergio Cernuda y Luisa Lignarolo, directores de LnS Gallery, conversan con Arturo Rodríguez sobre Arcimboldo’s Ghosts, que no son, como pareciera, los fantasmas de Arcimboldo sino los fantasmas del propio Arturo. Uno de los acontecimientos, desde la inquieta ecuanimidad de las bellas artes, más avant garde que en los últimos tiempos ha emergido de Miami. Una gran suerte, les digo. Pero creo que en realidad lo digo para mí.
Sin duda es noche de fantasmas. Paradisíaco aquelarre. Me detengo frente a San Jorge y el dragón de Uccello, y escucho a una joven pareja conversar sobre las piezas de Arturo y su espíritu vanguardista. Hablan de apropiación, parodia, homenaje. Tienen razón. Pero la razón no es todo. Incluso a veces no tiene la razón. Si así fuera, no existirían, para bien y para mal, sus sueños y sus monstruos. Yo veo apariciones que bailan como si fuera la última noche de sus vidas. O sus reencarnaciones. La muchacha no cree que con 60 años pueda pintarse así. A él le sorprende su sorpresa. Yo me entusiasmo ante este espectáculo de fantasmas vivos y cercanos, que hace desvanecerse la tonta creencia de que la vanguardia es cosa de jóvenes. Repetirla no solo es embarazar un cliché. Un mito (nocivo para jóvenes y viejos, para la sociedad, que es y será un todo dialógico plagado de preguntas sin respuestas) que reduce la capacidad creativa y el interés por la renovación a una estación de la vida. De lo contrario, no hubiéramos conocido grandes obras, atrevidas y trascendentes, de pintores como Goya, Miguel Ángel, Monet, Miró, Picasso. O escritores como Defoe, Perrault, McCourt, Chandler o el Marqués de Sade.
Pruebo una copa de tinto. El bañista de Cézanne gira hacia mí. Le sonrío gustoso de tenerle de visita (ojalá se asentara) en Miami. Me corta el paso uno de los increíbles lunáticos de Gericault. Bacon me contagia con su perplejidad. Mondrian, Sharaku, Arbus y Uccello brindan conmigo. O yo brindo con ellos. Y me sumerjo en el instante decisivo de Cartier-Bresson, que tantas veces, como esta, es solo una sombra. ¿Me han empujado a una pasarela de la historia del arte, un delirio, un micromundo? Miro a mi alrededor. ¿Levito en un universo paralelo, una película real, en tiempo real, o solo es otra aventura que me invento?
Arturo Rodríguez (Las Villas, Cuba, 1956) lo ha logrado. Una vez más. Su homenaje ha de ser homenajeado. No se trata de homenajear por homenajear, ni de jugar por jugar con el serio juego del arte. Es una forma irremediable de transmitir lo que siente, lo que ve, a través de lo que ha aprendido de la vida a través del arte. Y aunque pletóricas de referencias al cosmos de la cultura, no se necesita ser un experto en arte para disfrutar y entender sus piezas, pues tienen esa mezcla, divina, como las buenas comedias, que solo irradian las grandes obras: legitimidad, ambigüedad y pasión. Lo busca, sin buscarlo. Y se emociona sabiendo que una obra sin emoción es una obra vacía.
Saludo a Arturo. Ya no debería dudar que es una noche real, o que al menos intenta serlo. De eso se trata el arte, recuerdo. Creo que esta atmósfera es su intención. Es un enamoradizo del arte y lo festeja como la más vehemente de las celebraciones. No es la primera vez que Arturo, dueño de una obra más que madura, se acerca a grandes maestros para construir su propio mundo. Sus invenciones (Exiles, Ghost Archipelago, Mitos en blanco y negro, Human Comedy, Arrivals and Departures, Arcimboldo’s Ghosts, y otras en las que hoy trabaja) lo consagran como uno de los pintores más rigurosos y audaces de su generación. Da gusto palpar su autenticidad. Conversamos sobre sus cuadros. Arturo es un espejo de ellos. Y viceversa. Un espejo francamente simbólico.
Rememoro lo que en 1982 escribiera en Nueva York nuestro coterráneo Reinaldo Arenas: “La pintura de Arturo Rodriguez explora, busca, insiste en esa parte oscura, negada consciente y sistemáticamente por el hombre. En ella logra instalarse y crear un espejo torturado y doloroso en el que nos miramos y trascendemos gracias al arte”. El autor de piezas literarias, similares a esta descripción, como Celestino antes del alba o Antes que anochezca, entendía perfectamente que las fantasías de Arturo nos introducen “en un mundo auténtico y desconsolado que no es otro que el de la poesía, que no es otro que el del hombre”. Reinaldo tenía que escribirlo. Las obras de ambos cubanos forman parte del mismo mundo alucinante. Con estos 21 óleos sobre lienzo, 6 dibujos y 6 acuarelas, lo mismo podemos hacer un viaje a La Habana, que sentir el color del verano, vagar por el nuevo Jardín de las delicias o entrar en el palacio de las blanquísimas mofetas.
¿Será que una obra como esta solamente se puede crear en Miami, no en París, no en Nueva York? ¿Siquiera en La Habana de hoy? Camino como quien descubre lo que no podía ser de otro modo. Siento que también hay mucho de recompensa y comedia en todo esto. Una divina comedia, le digo a Arturo, que contempla la vida como solo lo hacen unos pocos. No hay melancolía en este repaso de la historia del arte, que es la historia del mundo. Sí un poco de nostalgia. Pero sobre todo una sana y fina ironía. Esa especie de coraza intelectual para afrontar las embestidas de la vida y los miedos de los tiempos. Cualidad de creadores inteligentes, espíritus cargados de compromiso y visiones profundas, a las que da forma y color con parábolas de isleño universal. Giuseppe Arcimboldo (1527-1593) no imaginó jamás estos divertimentos de Arturo, ardiente combinación de trópico y posmodernidad, capaz de trascenderle.
Aunque es una interminable fiesta de fantasmas, sin dudas Arcimboldo, con sus retratos acotados por frutas y vegetales, que en su momento asombraron a muchos y que aún siguen haciéndolo, es la inspiración vital de esta serie. Su explosión imaginativa, colorida, alegórica, es más que un duende caprichoso, que se adueña de todo lo posible y lo imposible para siempre decir más que lo que se puede ver. El gran manierista milanés reiría, conmovido y gustoso, ante el magistral patakín de aguacates, papayas, berenjenas y piñas de este cubanoamericano que, por demás, vive en Miami. Ciudad del sol. Puente de las Américas. Plaza del reguetón. Shopping center de unos, sueño casi americano de otros. Salvavidas de fugados, como Arturo y como yo. Urbe sobresaltada y vial. Metrópoli inconfesable, donde, en la otra acera del bullicio y la inmediatez, también es posible conversar con los fantasmas de Arcimboldo. O lo que es lo mismo, con la divina comedia de Arturo Rodríguez. Nos despedimos en la barra, aunque aún, como solemos hacer los cubanos, nos quedaremos unos minutos más, seguramente hablando.
Recorro otra vez la galería acariciando la última copa de la noche. Al sábado no le queda mucho más para abrazar su ocaso. Pero la fiesta no concluye aún. La ciudad seguirá en su medio trance, al menos unas horas más. Sueña. O al menos disimula que sueña con soñar. Lo percibo. Incluso lo aplaudo desde la esquina donde subo a mi automóvil. Y mientras retorno a casa, siento que me acompañan ilustres fantasmas. Ojalá no me equivoque.
(La exposición Arcimboldos’ Ghosts, de Arturo Rodríguez, puede visitarse en LnS Gallery, 2610 SW 28th Ln, Miami).