Venezuela ha vivido muchos disparates y horrores en el transcurso de los veinte años de humillación revolucionaria. Tanto así que se ha vuelto difícil recordarlo todo. A pesar de ello, hay ciertos tipos de eventos que quedan fijados en la memoria colectiva por cuanto atañen al meollo de nuestro ser. Estos son los mismos que nos hacen retroceder en asco, arder en indignación y lamentar en silencio. Estos son los que, los vivamos o lo presenciemos, tocan la consciencia universal de la humanidad. Estos son nada más y nada menos que las vejaciones supremas, las humillaciones a las cuales nadie debería estar sujeto en el siglo XXI.
Como se dijo en el párrafo anterior, en la tragedia venezolana ha corrido mucha agua bajo el puente. Hemos visto de todo: inmolación por huelgas de hambre, violaciones por efectivos de seguridad, torturas, muerte, la desolación de la mengua y la enfermedad, entre otras abominaciones. Así las cosas, nuestro país ha degenerado en una suerte de coliseo perverso en que lo que rige es el imperativo “sálvese quien pueda”.
Cuando se vive en un coliseo llega a ser normal la adaptación a los altos grados de violencia, pero el conocimiento abstracto del horror y el presenciarlo en vivo y en directo, sin tapujos, sin cinismo, sin recursos humorísticos que puedan ayudarnos, son situaciones completamente distintas. En la primera permanecemos, de una forma u otra, pasivos e indolentes, mientras que en la segunda surge en nosotros el ímpetu hacia la reacción, el reconcomio hacia la injusticia, los tratos crueles y la miseria inaceptable.
Es el segundo caso que genera en el imaginario colectivo los símbolos más emblemáticos; aquellos representantes por consenso del martirio y la lucha incesante entre el bien y el mal. Lo que le sucedió al diputado Juan Requesens bajo las manos del régimen, ser torturado, expuesto a químicos que condujeron a que no pudiese contener sus necesidades fisiológicas y a cuantos maltratos aún no conocemos, es uno de ellos. Su aprisionamiento y abuso son la fotografía más reciente de la malevolencia de la tiranía; ese mal en que no podemos pensar siempre porque fuese inaguantable.
Recientemente quien fue herido en su honor como ser humano y, más allá de eso, como ser viviente, fue el diputado Requesens. Incluso así, bien sabemos que él no es el primero. Antes que él han habido muchos mártires por la causa de la libertad, la democracia y la razón: Gilber Caro; Óscar Pérez; los cientos de jóvenes héroes desde Bassil da Costa y Robert Redman hasta Juan Pablo Pernalete y Armando Cañizales; y otras tantísimas víctimas del régimen como María Lourdes Afiuni y Franklin Brito. Estos son ejemplos que nos indican claramente dos cosas, primero, que nadie debería ser sujeto a tal vileza y, segundo, que lo que les hicieron a ellos la tiranía puede hacérselo a cualquiera.
El agravio que sentimos hacia tales actos oprobiosos se sustenta en parte en el hecho de que, por lo general, no queremos para los otros lo que no querríamos para nosotros mismos. En tal sentido, el concepto que está haciendo eco en nuestro razonar es el de la dignidad; aquel que, en virtud de nuestra condición humana, postula que somos merecedores de respeto.
Sin embargo, la dignidad no se reduce al respeto mínimo indispensable para poder convivir. Ser dignos también se traduce en la integridad resultante de nuestras acciones. De los sujetos que se mencionaron anteriormente no solo concientizamos el mal, al haber sido estos víctimas del mismo, sino que también podemos apreciar la luz divina del heroísmo. Donde hubo miedo, abuso y retaliación también hubo gallardía, rectitud y convicción. Donde quedaron cadáveres también hubo hombres y mujeres de bien que tuvieron el temple de asumir grandes riesgos por grandes causas.
Por tal razón, nosotros como colectivo, como pueblo, debemos reavivar las llamas de la lucha ciudadana contra la maldad que se hizo del poder en nuestro país. No solo porque estamos claros del mal a combatir, sino porque también tenemos demasiados ejemplos a los cuales emular. Esta oscuridad venezolana puede ser paleada por una luz venezolana, la hemos visto antes y la podemos ver ahora. Está en nosotros hacer de la dignidad un estandarte de lucha. Nosotros valemos, nosotros luchamos, nosotros somos la diferencia.
@jrvizca