Escribo estas palabras en un instante en que la nación yace inundada en miseria y desolación. No hay otra forma de cómo ponerlo. No puedo darle la vuelta a esta desgracia. En esta hora menguada, no puedo vender a mis lectores un optimismo que, además de barato, sea crédulo.
Tanto es así, que escribir este artículo en sí mismo se siente como un acto de sobrevivencia. Discúlpenme la hipérbole, pero en un contexto en que la electricidad, al igual que todo lo demás, escasea y las comunicaciones fallan, valga la redundancia, como todo lo demás, persistir en expresarse es una odisea.
Bueno, me corrijo a mí mismo, toda actividad en Venezuela es una pendiente cada vez más cuesta arriba.
Dicho lo anterior, sigo acá y tú, que me lees, sigues ahí. Sea en el país o en el exterior, el terror solo agarra formas distintas. A quienes estamos dentro nos tiraniza nuestro entorno, sea por acción u omisión. A quienes están fuera los tiraniza la melancolía que deviene de la pérdida, y ahora la desinformación de ni siquiera saber cómo están sus seres queridos. Lo irónico del asunto es que, sean los unos o los otros, todos se ven afectados por la distancia. Los primeros por la distancia entre lo que hoy tenemos y lo que podríamos ser, los segundos por la distancia entre ellos y la tierra que los vio nacer.
Sé que el tono sombrío con que estoy escribiendo este artículo, por lo menos para quienes siguen lo que he escrito, es atípico. Sin embargo, en esta circunstancia considero que es necesario, pues necesitamos reaccionar. No hay risa que resucite a los muertos, por hambre, enfermedad, violencia o bajo sus propias manos; no hay consuelo para los dolientes de un país que, en supuesta transición democrática, sigue descendiendo por el despeñadero gracias a un régimen criminal y homicida.
No, no vamos bien. La esperanza nació, definitivamente que lo hizo, pero ya murió en aquellos que por una razón u otra no pueden seguir esperando por un mañana.
En la algarabía y la emoción se aplaudieron muchas cosas. Algunas merecedoras de la ovación, otras que no. La intención con este artículo no es despotricar indiscriminadamente, pero sí atreverse a observar la crudeza que ha sido escondida por el entusiasmo. Acá ha habido acciones, tanto por el gobierno de transición como por la comunidad internacional, que son injustificables.
El ejemplo más emblemático de lo anterior fue lo que aconteció el 23 de febrero de 2019, con el intento de incursión de la ayuda humanitaria en el país. ¿Cómo es posible que el presidente Guaidó haya tratado de ingresar la ayuda sin protección de nadie? ¿Cómo es posible que las naciones vean tal horror a metros de sus fronteras y no reaccionen?
No lanzo las referidas preguntas hipotéticas en vano. Lo hago, por cuanto, en lo personal, se me rompió la ilusión de que el caso venezolano marcaría pauta y sería una excepción en cuanto a la desidia internacional. No somos especiales, ni sui generis; somos otro experimento tiránico que a su vez funge de estado fallido. Por ello, los espectros de Camboya, Ruanda y Bosnia rondan sobre nosotros, advirtiéndonos de que el final sí vendrá y será terrible y sangriento. Ellos nos dicen que todavía nos falta aportar más cadáveres para que la ayuda venga.
Esta es la realidad. Esto es en lo que estamos metidos. La lucha es dura y cruel, y terminará, pero nos dejará profundamente marcados. No hay frase ni campaña política que vuelva a esto más fácil.
Seguirán los discursos.
Seguirá la expectativa.
Mientras tanto, el desamparo persiste.
@jrvizca
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