Días atrás, en una humilde casa de La Habana Vieja, en la capital cubana, pretendía realizarse un encuentro literario titulado Palabras excluidas. Ya de por sí el nombre constituye una afrenta para el totalitarismo caribeño, y aún más si esta casa es sede del Museo de la Disidencia en Cuba (MDC).
Es de aplaudir el hecho de que la disidencia cubana, aunque sus actores sean una ínfima parte de la población, tenga un museo, y que a pesar de la represión sus creadores traten de articular foros encaminados a promover la existencia de personas y grupos disidentes en la isla, sean artistas, escritores, defensores de los derechos humanos, o leves simpatizantes con la necesidad de rebelarse en contra del régimen. De cualquier modo, lo importante es que los cubanos se enteren de que es posible disentir, aunque sus riesgos tenga.
Por supuesto que los gendarmes de la dictadura abortaron el evento. Santa palabra de la dictadura. Quienes se atrevan a decir que en Cuba no hay libertad, serán reprimidos. Y a quien le guste, bien, y al que no, pues sencillamente calabozo, terror, vigilancia. Una vida mucho más embarazosa que el resto –que de por sí ya la tiene bastante dura–, o el exilio, manso o incómodo. Da igual. O casi. Y que siga el aquelarre de la libertad y la esperanza, la miseria y el olvido.
Según declaraciones de Yania Suárez, coordinadora de este evento, la policía política “ejerció diversos grados de presión sobre los escritores que participarían e incluso detuvo a algunos de ellos”. Una práctica habitual en una sociedad donde la palabra libertad ha perdido su verdadero significado para transformarse, cuando más o cuando menos, en una pobre consigna “revolucionaria” en contra de la propia libertad. Una imagen nebulosa, áspera, repulsiva. O una triste expresión de miedo.
Quizás deba aclarar (para quienes olviden o desconozcan que en Cuba impera una dictadura comunista) que el MDC no es una institución reconocida por el gobierno antidemocrático de los Castro. Eso ni soñarlo. Todo lo contrario: es un objetivo a expiar y atacar permanentemente como ocurre con cualquier organización o persona que represente una amenaza para la cotidiana impunidad política y social.
No es casual que al siguiente día –suelen ser así los domingos en Cuba, aunque pocos medios lo reporten– fueran golpeadas y arrestadas, una vez más, medio centenar de Damas de Blanco (grupo de mujeres opositoras que desfilan llevando gladiolos en sus manos y pidiendo libertad para todos los cubanos), a cuyas marchas se suman de vez en vez algunos artistas e intelectuales. Todos terminan siendo apaleados y automáticamente segregados. Así ha funcionado siempre el castrismo. Así se mantiene.
Con sede en el domicilio del artista visual disidente Luis Manuel Otero Alcántara, quien ha sido detenido en varias ocasiones, el MDC se creó con “el objetivo de ofrecer espacios de diálogos y de creación artística, exposiciones, programas públicos o publicaciones que transgredan los límites de la sociedad cubana”, según se detalla en el blog del museo.
Este proyecto partió de una obra de arte creada en 2016 por Otero Alcántara y la curadora e historiadora del arte Yanelys Núñez Leyva. Muy válido es que sus fundadores entiendan el valor, y el poder, de la confluencia de arte y disidencia, sobre todo en un país, y en una época, en que la guerra cultural de la izquierda –no solo de esa que llaman radical– es un axioma. Un cáncer social que se continúa subestimando.
El MDC precisa que su razón de ser no responde “a ningún programa político diseñado por alguno de los grupos que subsisten silenciosamente en la isla” y que sus intenciones son “generar un diálogo nacional e internacional sobre la comprensión del concepto; explorar cómo la disidencia puede generar el desarrollo de proyectos de nación; y crear una forma artística híbrida que utilice la dinámica de las nuevas tecnologías, con una percepción tradicional del concepto de museo, y a la misma vez que ofrezca la posibilidad de transitar del mundo virtual al mundo real a través de la programación del museo”.
Evidentemente se trata de objetivos que jamás serán del agrado de la autocracia habanera, para quienes no existen opositores sino enemigos del sistema. Y eso que aquí estamos hablando básicamente de palabras. Pero claro, de palabras excluidas. Ahí está el detalle. En fin, que este evento, paralelo a la oficialista Feria Internacional del Libro de La Habana, tenía como prioridad resaltar a autores suprimidos del sistema editorial cubano que viven en la isla. Se esperaba la presencia de escritores de renombre que han sido marginados o encarcelados por pronunciarse en contra el despotismo imperante en la isla como son Ángel Santiesteban, Rafael Alcides y Rafael Vilches. Pero no pudieron llegar. Es decir, la policía política no los dejó.
Yania Suárez lo ha descrito perfectamente desde La Habana: “Una vez más la seguridad del Estado actuó para impedir que las cosas estén mejor. En esta ocasión reforzando el cerco sobre las palabras, saboteando y por tanto justificando un evento como este, dedicado precisamente a escritores marginados”. Aquí hay un hecho que es importante recordar: la seguridad del Estado y demás fuerzas represivas existen precisamente para eso, para que en Cuba las cosas nunca estén mejor. Es decir, para mantener la dictadura. Nunca lo olvidemos.
Según relató la también escritora independiente, “una patrulla policial fue ubicada frente a la puerta de Ángel Santiesteban “para que no se le ocurriera salir y cuando intentó hacerlo lo detuvieron”. El novelista y disidente permaneció varias horas en la estación policial ubicada en las intersecciones de las calles Zapata y C, en el barrio de El Vedado, en la capital del país, donde tiene una base estratégica la policía política, cuya función es perseguir, interrogar y atemorizar a cualquiera que se atreva a disentir.
Entre los paneles programados en Palabras excluidas figuraban: “Esto no es un homenaje” (una charla con el poeta Rafael Alcides), “Fuera de Feria” (donde varios escritores independientes leerían sus textos) y la presentación de Neo Club Ediciones. Esta editorial, fundada y dirigida en Miami por el escritor, editor y activista por los derechos humanos Armando Añel, es una pieza clave en el proyecto Puente a la Vista, destinado precisamente a divulgar la obra de los creadores marginados en Cuba.
Vale agregar que el Museo de la Disidencia tiene como espacio anexo el Museo del Arte Políticamente Incómodo (MAPI), que se propone un recorrido histórico “desde la época colonial hasta la actualidad por todas aquellas obras, creadores, procesos artísticos, que sin haber sido necesariamente censurados, ni ser considerados dentro de la categoría de arte político, tuvieron una postura de enfrentamiento con respecto al poder gubernamental o al propio Sistema Arte”.
Debo acotar que en una sociedad aplastada bajo la bota del totalitarismo, proyectos como estos no son sólo atrevidos, sino que también (si se logra advertir a los cubanos de su existencia e importancia, y si la comunidad internacional los apoyara al menos rompiendo el silencio) pudieran convertirse en móviles de cambio para Cuba (desde donde se regentan las llamadas dictaduras del siglo XXI que tanto afectan a las Américas y que intentan penetrar en otras partes como España, con los neocomunistas de Podemos). Moscas, como suele decirse, con este pequeño gran detalle.
Insisto finalmente en dos de los elementos a los que el castrismo –como cualquier totalitarismo– más le teme, pues pueden transformarse en acciones que desencadenen su final: que a los ciudadanos les llegue información real y que exista una verdadera solidaridad internacional (con las víctimas, no con los victimarios). Cosas que tanta falta hacen. Y con urgencia. Bueno, desde hace seis décadas. Así va la isla: ese afligido museo donde cada día se excluyen la libertad y sus sueños. Y así también va el mundo.