COLUMNISTA

Carta de un venezolano a Colombia y México

por Brian Fincheltub Brian Fincheltub

No vivo ni en Colombia ni en México, pero no hace falta vivir en un lugar para preocuparse por su destino, por quienes allí viven y están por vivir. Quizás este no sea el primer llamado de alerta que un venezolano les hace, tampoco creo que sea el último, solo siento la necesidad de escribir lo que no es más que nuestra experiencia como país y si eso ayuda aunque sea a una persona a reflexionar me daré por satisfecho. Digo reflexionar porque en modo alguno pretendo que alguien cambie sus opiniones por lo que yo escriba, con que las piense mejor me basta. 

Antes de 1998 nuestro país nunca fue un paraíso. Como todo país latinoamericano promedio teníamos nuestros problemas, quizás en menor medida de otros que no contaban con la bonanza petrolera, pero la corrupción, la pobreza y la exclusión nos han perseguido desde el mismo momento que nos llamamos Venezuela. Estos fueron problemas que comenzaron a agravarse en los años ochenta y noventa, época en la que nuestro sistema político implosionó y la democracia “más estable de la región” pasó a gestar un descontento social generalizado que se tradujo en estallidos sociales e intentos de golpes de Estado, eventos que aunque no lograron darle vuelta al sistema lo hirieron de muerte terminalmente.

La democracia como alternativa, una concepción que tras nuestra última dictadura militar enamoró a millones de venezolanos, se tradujo en desencantos crecientes y un sentimiento de revancha por todo lo que ella representaba cuando este modelo fue secuestrado por los partidos llamados tradicionales, antes de masas y populares, pero que se volvieron cada vez más minoritarios e impopulares, reflejo del agotamiento de un modelo clientelar y de conciliación de élites que no daba más. 

Lógico era que frente a ese hervidero cualquiera que se atreviera a levantar las banderas del antipartidismo, la anticorrupción y la exclusión recibiría el favor del pueblo, fuesen cuales fuesen sus medios, el sentimiento imperante en la mayoría era el de un cambio urgente. Y así fue, alguien se montó en la ola del descontento y fue aplaudido por amplios sectores, a quienes no les importó que este haya usado las armas para atentar contra la democracia. Les digo más, fue apoyado y financiado incluso por las propias élites económicas e intelectuales. Fueron pocos los que defendieron la democracia porque, como dijo un político que también se montó en la ola, “no se le podía pedir a la gente que defendiera la democracia con la barriga vacía”. Ese político asistiría a los actos fúnebres del sistema que él mismo 40 años atrás había ayudado a fundar.

Al descontento se le inyectó un discurso de odio, lucha de clases y mucho resentimiento que caló hondo en los sectores más desfavorecidos. Un discurso que se adornó con caramelitos para la clase intelectual y mediática encargada de desmentir en primera línea las serias advertencias que desde adentro y desde afuera hicieron muchos, a lo que solía responderse con ínfulas de superioridad y minimizando el poder arrasador del comunismo. Se hicieron hasta chistes de estas advertencias, hoy quienes rieron lloran arrepentidos, lástima que sea demasiado tarde.

Ustedes quizás están a tiempo de parar de reír y frenar los aplausos para quien se convertirá en su verdugo. No pretendo dictar lecciones, es mi visión de una realidad que como a mí, atrapó a millones de jóvenes venezolanos que jamás aplaudimos ni apoyamos este modelo, pero que nos ha robado veinte largos años de nuestras vidas. Tal vez con un objetivo, que contemos lo que hemos vivido por siempre y ayudar a que nadie más en el mundo pase de nuevo por esto.

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