¿Cuántas veces no hemos escuchado que los problemas de la izquierda –sobre todo en sus formaciones más radicales– son consecuencia de la derecha, y que no pueden ser resueltos hasta que sea exterminada la derecha, o al menos convertida en un centro amorfo, inútil, olvidado?
Y pese a ser un timo, no es una banalidad. Es un objetivo expreso, lo mismo en los manuales intelectuales y propagandísticos que en los discursos, acentuados con cara de circunstancia, de las rendiciones de cuenta de la izquierda, y en casos aún más patéticos de la izquierdosidad, que no es otra cosa que la actual metástasis desenfrenada del marxismo, ya no cultural, sino pedestre, aunque se cocine en universidades.
Marxismo vulgar, prefiero llamarle, que es lo que ha llevado a ganar terreno a las dictaduras del socialismo del siglo XXI en Latinoamérica y que lamentablemente se ha colado en España con Podemos, violentos discípulos, no mal pagados pero sí malnacidos, del chavismo.
Aunque se traten de mentiras, los postulados del socialismo calan con fuerza en el resentimiento, la envidia y la inconformidad más pueril, haciendo que la gente, descontenta por algo que a veces siquiera sabe qué es, arremeta contra sí mismos. Mi país, Cuba, sigue siendo un imbatible ejemplo.
No podemos obviar que la izquierda nace y se hace fuerte como una subversión –ese es su leitmotiv– contra un conjunto de valores conservadores de los logros de la civilización occidental, a los que con el tiempo se le bautizó como «la derecha», y que hoy, gracias al copioso y constante discurso publicitario de la izquierda, han terminado contemplándose como valores negativos, caducos, no muy positivos en el mejor de los casos, si se compara con lo que promete y jamás cumple la agenda «humana y progresista» de la izquierda.
Otro embuste convertido en macabra repetición (o perversión) y por ende asumida por no pocas personas como “la verdad”. Es sintomático que se trate siempre de una verdad aún no alcanzada. Un proyecto loable, pero no conseguido –no faltaba más– de la derecha.
La izquierda, por naturaleza propia, siempre argumentará que todos los grandes problemas del mundo son producto de la derecha. Claro, nunca podrán dejar de prometer, mientras se roban millones de aplausos, que el futuro pertenece por entero al socialismo, sea nórdico, socialdemócrata aquí en el norte, que latinoamericano o incluso islámico. Da igual, vivimos la era de la globalización, y no hay nada más globalizador que el socialismo.
Lo mismo sucede con las acciones violentas de la izquierda (purgas, fusilamientos, campos de concentración, exterminio masivo): siempre serán meras reacciones para defender sus “altos ideales”, ya no solo ante las «malas acciones de la derecha» sino contra una coexistencia que el socialismo real no está dispuesto a aceptar, aunque siempre necesite de un conveniente contrario.
La izquierda global, desde los regímenes comunistas hasta la socialdemocracia, todos y cada uno de sus artífices y diversos transmisores, jamás reconocerán que en su esencia misma aflora la clave de su tesis fallida: su existencia (supuestos logros, errores, canalladas, accidentes) se debe a la existencia de la derecha, a cuyos valores se contraponen radicalmente.
La derecha, según la izquierda, debe ser exterminada. No olvidemos que la izquierda es producto de la subversión a los valores de la derecha. Así nació, y se mantiene gracias a la mercadotecnia de este tipo de discursos esencialmente quiméricos, pero de gran pegada demagógica.
¿Y qué traerá el socialismo (o el comunismo, que según sus propios postulados es el estatus mayor al que puede aspirar el ser humano)? Lo primero que te dirán es que garantizará educación y salud para todos, economía planificada y un estado de bienestar. En fin, el paraíso en la tierra. Lindas palabras, encantadoras promesas. Pero la realidad es que quienes han vivido el socialismo saben muy bien que es lo más cercano a la descripción del infierno.
En estos tiempos es imprescindible rescatar el breve y agudo ensayo ¿Por qué fracasó el socialismo?, escrito en 1995, tras la caída del bloque comunista del Este, por el norteamericano Mark J. Perry, quien advierte que el socialismo engaña a la gente con una oferta seductora: “Renuncia a un poco de tu libertad y te daré un poco más de seguridad”. El profesor de Economía recuerda que “la experiencia de este siglo ha demostrado que el trato es tentador, pero no vale la pena. Terminamos perdiendo tanto nuestra libertad como nuestra seguridad”.
No es raro encontrar a quienes, para defender el socialismo, lo separan del comunismo como si se tratase de polos opuestos, o cuando menos lejanos. “No es lo mismo”, es su frágil escudo, su justificación de inevitable esencia marxista. Pero con sacar las narices de su dañina propaganda y palpar la realidad, vemos que las diferencias (de contexto, de puesta en escena, no de guion, ni mucho menos de savia y pretensiones) entre el comunismo o el socialismo real, pese a utopías seudofilosóficas, no son más que un juego semántico, histórico para colmo de males, cuyo sentido es mantener entretenido al circo. Pues como el pan es poco, y casi nunca alcanza, la dócil palabra ha de jugar su rol socialista: confundir y adoctrinar. La mano –peluda, suelen decir– de la izquierda es larga.
El mundo, desde hace mucho tiempo, sí se trata de izquierdas y derechas. Aunque la prensa quiera paliarlo, es un hecho. Y ya vemos lo que pasa cuando no se lee a Perry y tantos otros que tratan de alertar a quienes no han sufrido el socialismo en carne propia. La izquierda se ha adueñado prácticamente de la educación, la cultura, el negocio de las comunicaciones. Y lo hace, cada vez más, con un radicalismo paliado a través de barnices populistas. La derecha (o sus vecinos) debería entender con urgencia que no atender a estas alertas es justamente lo que mantiene a la izquierda, al simpático y funesto socialismo, como un volcán en erupción, amenazante, tan lejos y tan cerca como la casa de enfrente. Y no es nada bueno.
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