El 1° de julio se cumplió el primer centenario de la fundación del Partido Comunista Chino (PCCh), el cual viene siendo el que gobierna desde 1949 cuando se fundó la República Popular China. Viendo a esa organización con los ojos de hoy ha de reconocerse que ha tenido éxito en lo económico y lo social, pero también ha de ponerse de relieve que ese éxito ocurre porque dicho partido es lo menos comunista que se puede ser en este mundo de hoy. Bien evidente es que mientras ese Partido Comunista fue fiel a la ideología que proclamaba, su desempeño transcurrió de fracaso en fracaso sumiendo al pueblo chino en décadas de hambre, carencias, inestabilidad, pobreza y demás atributos que siempre acompañan al comunismo ya sea ortodoxo o disfrazado.
El Partido Comunista Chino de hoy es el más claro impulsor del capitalismo si lo vemos a la luz de la promoción de la libre empresa y las prácticas comerciales, especialmente en el campo internacional. Asimismo, incorpora en su gestión, con éxito, el concepto de la participación del Estado en la promoción del desarrollo nacional.
Si Mao resucitara hoy, volvería a fallecer a los pocos días al observar cómo su país se ha transformado radicalmente desde los días del hambre, las purgas, la reeducación forzosa de quienes eran señalados como contrarrevolucionarios y todas las demás recetas que tanto sufrimiento causaron a la nación más poblada de nuestro planeta.
También es necesario reconocer que el éxito de la receta comunista china en materia económica se sustenta en el férreo control político denegatorio de casi todos los valores que estimamos fundamentales en este Occidente que aspira o pretende gestionarse a partir del concepto de la libertad y el ejercicio democrático del gobierno. Nada de eso ocurre en China. Lo que sí ocurre y es palpable es el rescate de cientos de millones de personas antaño sumidas en la pobreza extrema para incorporarlos al circuito del bienestar, la seguridad alimentaria, el consumismo, la alfabetización, la salud y demás indicadores que caracterizan una sociedad cuya transformación en tiempo récord es uno de los fenómenos político/económicos más relevantes del último siglo y medio en el mundo.
Lo anterior nos lleva a reflexionar acerca del valor y utilidad de la democracia como eje fundacional de la vida en sociedad y la visión que tenemos los occidentales (apenas un tercio de la humanidad), que afirmamos una y otra vez que no puede haber otra forma de gobierno que no sea aquella que se fundamenta en los principios democráticos.
Quien esto escribe es un demócrata convencido, que además ha transcurrido su ciclo vital comprometido con los valores de la democracia como la mejor forma de gobierno. Sin embargo, ello no excluye la humildad de entender que esos valores no son consustanciales con sociedades tan o más civilizadas que la nuestra occidental y cristiana.
Para los chinos, con milenios de historia, con siglos de cultura y dominación imperial, los valores casi sagrados de la democracia contenidos en la Constitución de Estados Unidos o en la civilización judeo-cristiana pudieran ser experimentos deseables, pero muy lejos de ser necesarios como fundacionales de la organización del Estado y la convivencia en la sociedad.
En el mundo árabe o en las “primitivas” culturas africanas tampoco parece determinante acatar valores de alta respetabilidad y conveniencia emanados de la Revolución francesa o de las ideas constitucionales de Thomas Jefferson. Justamente el choque actual de civilizaciones tiene su causa en la pretensión de Occidente de trasladar sus valores, muchas veces por la fuerza, por encima de otros. Nuestras ideas han podido imponerse a las de otros mayores grupos humanos por los últimos cinco siglos y es apenas ahora que esos colectivos reclaman para sí el derecho a desarrollarse de conformidad con las suyas y no las nuestras. Como ejemplo cercano pongamos a la Iglesia Católica, que como organización no tiene pizca de democracia representativa y sin embargo lleva dos milenios de incontrastable influencia y éxito en la protección de las creencias que la animan.
Después de lo anterior pudiéramos afirmar que el comunismo chino (suponiendo que sea comunismo) puede ser un buen vehículo para promover el éxito económico, pero a costa de la libertad. A su vez el capitalismo exacerbado ha demostrado que también produce beneficios, pero suele adolecer del ingrediente de la falta de justicia distributiva que debe provenir de la conducción política. Tal vez se pudiera llegar a la solución del “justo medio” que se practica en varios de los países europeos donde esfuerzo, eficacia y bienestar se gestionan con una adecuada interpretación del interés social promovido y vigilado desde el gobierno.
@apsalgueiro1