Ilustración: Juan Diego Avendaño

Avanza en Venezuela la campaña electoral. Se multiplican las multitudes en los lugares que visitan María Corina Machado, heroína y leyenda, guía del pueblo que reclama el restablecimiento de la democracia, o su candidato Edmundo González, académico comprometido con el destino nacional.  Se encierran los vecinos cuando se anuncia la presencia en algún sitio de N. Maduro, a quien apenas acompañan, obligados, pocos funcionarios públicos y los integrantes de sus varios anillos de seguridad. Parecen olvidados los centenares de presos políticos y los varios millones de emigrados privados del derecho de elegir a los gobernantes de su patria.

Se cumplen hoy 131 días del secuestro de Rocío San Miguel, ejecutado (9 de febrero pasado) por agentes de “seguridad” en el aeropuerto de Maiquetía cuando se disponía a viajar al exterior. Poco después fueron liberadas su hija y otras personas que la acompañaban. El gran acusador oficial informó que participaba en conspiración contra el régimen y en ataques a unidades militares, así como en otras acciones. En verdad, presidenta de la ONG Control Ciudadano, les molestaba por informar sobre la situación real de la fuerza armada, muy debilitada, pero a cuyos integrantes se teme y se somete a estricta vigilancia. En su caso, se han violado todas las garantías constitucionales de protección a la integridad y la libertad. Todavía no se ha iniciado el proceso judicial en su contra y se encuentra privada de contacto con sus familiares, sin acceso al expediente y sin poder nombrar abogado de confianza.

Su caso no es único. Según defensores de derechos humanos, cerca de 16.000 venezolanos (incluidos centenares de niños) han pasado desde 2014 por cárceles del régimen (de terrible fama por sus carencias y trato inhumano). De los liberados, más de 9.000 con proceso judicial pendiente están sometidos a medidas restrictivas, como prohibición de salida del país o presentación periódica ante un tribunal. Según el último informe (3.6.2024) de Foro Penal, el número de presos políticos, sin contar los caídos en desgracia apresados recientemente (señalados de corrupción), aumentó a 279, incluidas 25 mujeres (luchadoras arriesgadas!). Del total, 149 son militares y 120 civiles. Y 133 de ellos, a pesar del tiempo en retención, no han sido objeto de sentencia alguna. No pocos de los “condenados” en procesos amañados por jueces parcializados, no han recibido, tras cumplir el tiempo de reclusión exigido, los beneficios que prevé la ley. Sufren sus familias, acosadas, algunas destrozadas.

Distintas instituciones nacionales e internacionales (como Foro Penal, Amnistía Internacional, Human Rights Watch, World Justice Project) han denunciado la situación de los presos políticos en Venezuela. Lo han hecho también organismos de Naciones Unidas, como la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos o la Misión internacional de determinación de los hechos en la República. Por su parte, el fiscal de la Corte Penal Internacional decidió abrir investigación contra Nicolás Maduro y otros funcionarios por crímenes de lesa humanidad, y el Tribunal lo autorizó para proseguirla. Los informes del Instituto Casla, dirigido por Tamara Suju, contienen extensa relación de esos hechos. En el último (12.6.2024) se señala que la CPI recibió observaciones de “aproximadamente 8.900 víctimas” de violación de derechos humanos por agentes del estado y solicitudes de 1.875 de las mismas. Entre los crímenes figuran la muerte (desde 2015) de 15 personas encarceladas por motivos políticos.

Impresionan los relatos de los presos (como el de Lorent Saleh), que denuncian la crueldad de las torturas. Parecen sacados de las novelas de Yevgueni Zamiatin, Arthur Koestler y George Orwell o de las revelaciones de A. Solzhenitsyn sobre el Gulag soviético. Se encuentran privados de todo (servicios mínimos, alimentación suficiente, cuidado de la salud), como en las cárceles del gomecismo, que mostró José Rafael Pocaterra. Nicolás Maduro, formado ideológicamente en Cuba, no siente respeto por la persona humana, suma de cuerpo y espíritu, dotado de dignidad especial por su Creador. Igual actitud han adoptado sus agentes (entre otros, el gran acusador y los jefes militares y policiales). Para ellos, el hombre y la mujer son piezas de la máquina del Estado, de cuya vida y actividad se puede disponer. Olvidan que les corresponde velar por los derechos de todos. Por cierto, se garantizó su ejercicio a los alzados de 1992.

El régimen es autocrático y dictatorial. Dentro de estrictas regulaciones, permite ciertas libertades (individuales, sociales, culturales, económicas) y tolera la existencia de algunas instituciones y formas republicanas. Lo exige la población, acostumbrada durante cuarenta años a participar en la vida pública. Pero, también, la necesidad de evitar el aislamiento total de la comunidad internacional (especialmente, en materia comercial). Durante el periodo democrático funcionaban los partidos políticos (y sólo se inhabilitó temporalmente a los comprometidos en la lucha armada); y los titulares de los órganos del poder eran elegidos. Las campañas, en parte financiadas por el estado, eran fiestas colectivas. Un porcentaje alto de ciudadanos votaba. Cierto: se “admitían” ciertos vicios, como el uso de recursos fiscales por organizaciones o dirigentes (lo que a la larga erosionó la confianza popular).  Pero, se respetaba la voluntad mayoritaria: en seis de las ocho elecciones presidenciales (desde 1963) ganó un candidato de la oposición.

Poco queda del sistema democrático instalado en 1958. Libertades y derechos se encuentran seriamente limitados; y la participación en el ejercicio del poder negada a la mayoría de los ciudadanos. Desde 2007 (referendo constitucional) los resultados de las elecciones han sido alterados o dejados sin efecto. Tras las de gobernadores y alcaldes se designó “protectores” en las entidades ganadas por opositores y luego de las legislativas de 2015 se ignoró a la Asamblea Nacional. El régimen ha secuestrado las organizaciones políticas, mediante el nombramiento judicial de sus comandos y el apoderamiento de sus símbolos en las boletas de votación. En fin, para garantizar “resultados” favorables ha tomado control del organismo que dirige los procesos: maneja el registro electoral, la integración de las mesas de votación y la proclamación de los electos. De manera que no se trata de uno de esos sistemas conocidos como “autoritarismos competitivos” (como el de Turquía).

Carente de apoyo popular (los sondeos indican que no llega a 20%) y, en consecuencia, sin poder exhibir su antigua fuerza, el régimen decidió negar el derecho al voto a sectores de gran importancia numérica, que le son claramente contrarios: los jóvenes (que son casi todos los nuevos votantes) y los emigrados. Los primeros en porcentaje altísimo se oponen a la continuidad de N. Maduro. Les privaría de futuro (que podrían asegurar con educación, trabajo o emprendimiento). Pero, las universidades han sido desprovistas de los recursos indispensables para funcionar y no existen los institutos de formación técnica. Como la actividad económica sufrió gran caída (76,1% de 2013 a 2021) no se ofrecen oportunidades de empleos dignos. Se impidió, pues, por inconformes, su acceso al registro electoral (que se activó en pocos lugares y por un período corto): de más de dos millones que debían incorporarse, se inscribieron 604.964.

Los emigrados que son, según organismos internacionales, cerca de 8 millones (incluidos niños), constituyen el mayor grupo de excluidos. Debido a la ruptura de relaciones y la falta de oficinas consulares suficientes en los países que acogen más alto número de venezolanos, sólo 69.211 pudieron inscribirse en el registro electoral (CNE, mayo 2024). No figura ninguno en Estados Unidos. Y 24.756 en España, 7.012 en Colombia, 3.215 en México, 2.659 en Chile, 2.639 en Argentina. Pocos en Perú y Ecuador. Representan un porcentaje muy pequeño (0.32%) del total de electores, que es de 21.392.464, que apenas aumentó en 865.486 desde 2018. Este último dato muestra la catástrofe demográfica producida por el régimen. El crecimiento del cuerpo electoral fue notable en las dos décadas anteriores: más de 3.2 millones entre 2006 y 2012 y de 2,4 millones entre 2014 y 2018. De manera que quedaron por fuera más de 3 millones de venezolanos.

La celebración de elecciones no significa el retorno de la democracia. Conviene al régimen realizarlas: constituyen espectáculo divertido, permiten expresar sentimientos y le dan oportunidad para repartir migajas. Pero, para evitar que se escape el resultado (como en 2007 y 2015), controla todas las actividades, en tanto prepara el fraude. No debe la oposición caer en triunfalismo: entre el cierre de campaña y la proclamación del ganador se interpone el organismo que “secuestra” los votos, cuyas maniobras se deben impedir. Se puede: el régimen no tiene dominada la situación, porque el pueblo cree necesario (como en 1957), jugar a la democracia.

* Profesor Titular de la Universidad de los Andes (Venezuela).

X: @JesusRondonN   


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