OPINIÓN

Calambur amoroso

por Eugenio Fouz Eugenio Fouz

‘Mientras sentirse puedan en un beso / Dos almas confundidas;

Mientras exista una mujer hermosa, ¡Habrá poesía!’ (GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER)

Yo lo coloco y ella lo quita. Esto es algo que sucede todo el rato. Entro a la sala de estar un instante, dejo sobre la mesa el semanario que estoy leyendo y me doy la vuelta. Recuerdo que no tengo un bolígrafo conmigo y aprovecho además para coger un pequeño bloc del dormitorio. Ella debe de estar en algún otro espacio de la vivienda. No la encuentro. Cada uno está organizando sus cosas. Estamos de vacaciones en un lugar de la Mancha ―«de cuyo nombre no puedo acordarme»― solos los dos. Durante cuatro días queremos relajarnos de la rutina semanal, pasear, hablar, disfrutar de lo mucho que nos queremos. Cuando regreso a la misma sala no veo la revista. Me enfado, claro. Un poco. Ella aparece justo entonces detrás de mí. Le pregunto si ha visto mi revista. Mientras hace cosas con una rapidez inusitada, ella me dice que no entiende por qué tiene que recoger lo que yo dejo tirado. Dice (repito la frase por si no se ha leído despacio) «que no entiende por qué tiene que recoger lo que yo dejo tirado«. En fin, que no le gusta ver el apartamento inmerso en el caos. Y eso que este apartamento no es nuestro. Me hace un gesto con la cabeza señalándome el lugar donde según ella debe dejarse una revista, aunque uno esté a medias de leerla. Me dirijo a ese punto de recogida, una librería baja, para continuar con la lectura. Leo una columna maravillosa de Juan José Millás («Plegarias modernas«, J. J. Millás. El País Semanal, 1.5.2022) en la que el periodista establece un paralelismo curioso entre la atención desmedida que prestan los usuarios de un popular aparatito electrónico de esta era y la devoción de los creyentes católicos por algo tan sencillo como las cuentas de madera de un rosario. En ambos casos, el tiempo dedicado es excesivo.

En el texto, Millás cuenta su despedida de la religión a través del sacramento de la confesión en una iglesia católica y la sorprendente respuesta del confesor. Al final de las 35 líneas, uno intuye la ironía del mensaje aparentemente a favor del uso exagerado del smartphone. Después de leer la columna empiezo a cuestionarme si tal vez no me vendría mal dejar un poco de lado el celular. Ella se acerca y quiere que salgamos a ver el pueblo juntos. Compruebo yo la carga de batería de mi celular (de modo inconsciente, claro) y al bajar las escaleras le pregunto muy serio dónde podría encontrar un rosario. Yo loco, loco y ella loquita.