La diplomacia personal entre quienes en definitiva toman las decisiones es una sana práctica que supera a cualquier otra en cuanto al objetivo de poder aquilatar con mayor precisión la personalidad, sinceridad, reacciones, etc., de la contraparte con la que se negocia. Las reuniones por Zoom que se han hecho tan populares como convenientes en esta época de pandemia sirven también bastante, pero nunca como un encuentro cara a cara. Todo esto se ha visto facilitado en las últimas décadas como consecuencia de los avances en materia de transporte que permiten a un alto dignatario viajar medio mundo para encontrarse con otro y retornar a su país casi que el mismo día.
Por eso es que las “cumbres” se han multiplicado exponencialmente en los últimos años, pero hay que reconocer que ningún encuentro de alto nivel iguala en expectativas y posibles consecuencias a una reunión presencial entre los mandatarios de Estados Unidos, Rusia o China cuyos países hoy dominan la escena política y económica del mundo. De allí, pues, que el encuentro escenificado el pasado miércoles 16 en Ginebra entre Biden y Putin haya atraído la atención que en efecto se reflejó en la amplia cobertura noticiosa del evento.
Poco se sabe de lo conversado que no sea a través de las respectivas conferencias de prensa ofrecidas por los protagonistas después de la reunión, cuya duración fue cercana a las cuatro horas. Sin embargo, sí podemos permitirnos hacer algunos comentarios iniciales dentro del contexto.
En primer lugar, en nuestra opinión, no luce un despropósito afirmar que el encuentro fue una verdadera “confrontación de civilizaciones”, toda vez que los protagonistas representan valores muy arraigados consustanciales con los colectivos casi fundacionales de sus realidades históricas y políticas. Estados Unidos –con sus más y sus menos– representa –junto con Europa– la civilización occidental arropada por el ideal democrático, de libertades, respetuosa de ciertas reglas de convivencia que pueden incluir la predominancia del factor económico pero siempre sujeto al respeto a la ley. Rusia y China, por el contrario, son naciones que a lo largo de su historia han ambicionado –y en ocasiones ejercido– expansión y dominación territorial con vocación imperial, con reducido apego interno a la democracia, las libertades, la rendición de cuentas, la transparencia, etc. En consecuencia, poca utilidad se le encuentra a aquello de andar queriendo vender a Putin o a Xi Jinping las ideas de Thomas Jefferson, ni los “checks and balances” propios de la democracia occidental que poco tiene que ver con valores distintos y hasta antagónicos por más que a nosotros –menos de un cuarto de la humanidad– nos parezcan fundacionales.
Es por lo anterior que en las respectivas conferencias de prensa los mandatarios señalaron sin rubor alguno que el evento tenía carácter pragmático, que se revisaron áreas de interés común y también de divergencia sin pretender cambiar convicciones, aun cuando Biden insistió en el compromiso de su país con la promoción y protección universal de los derechos humanos como elemento innegociable.
Putin lució seguro, irónico, con su buena dosis de “cara de póker” propia de quien se desempeñó como oficial de la agencia de espionaje soviética y posteriormente rusa en las épocas de mayor rigor ideológico. Recitó el libreto que había traído: a) en Ucrania ustedes no tienen que meterse, b) Navalny es un provocador y desestabilizador que regresó a Rusia a propósito para que lo metan preso, c) los ciberataques ocurren pero “yo no tengo nada que ver, no obstante voy a averiguar” c) Biden se ve “buen tipo… me contó cuentos de su mamá” d) en Rusia no nos metemos con elecciones extranjeras, pero “voy a averiguar” etc. No cedió ni una pulgada en ninguno de los argumentos o críticas que se le plantearon, como tampoco ofreció retroceso alguno, aunque sin cerrar puertas.
Biden –en opinión de este columnista– ofreció una imagen grata, conciliadora pero bien firme en sus planteamientos. No alardeó de haber “conquistado” a su contertulio (como lo hizo Trump después de sus reuniones con el ruso y también con el norcoreano Kim Jong-un, a quien calificó de “Wonder Boy” o sea muchacho maravilla) tampoco utilizó los epítetos grandilocuentes tan propios de su rocambolesco antecesor, pero sí resumió el evento afirmando “yo hice lo que vine a hacer aquí”. Destacamos como realista el hecho de que Biden (y tampoco Putin) declararan no haber llegado a acuerdos puntuales, sino tan solo que se habían echado bases para el inicio de una agenda crucial para sus países y el mundo la cual será abordada en reuniones de expertos en los respectivos temas con el tiempo y preparación suficiente. Hizo concreta referencia en el sentido de que evaluará el resultado de este encuentro según los frutos que del mismo se obtengan.
En definitiva, parece razonable afirmar que esta primera gira internacional del presidente de Estados Unidos, incluyendo su comparecencia previa ante el grupo G7 en Gran Bretaña, representó un éxito para él y un decidido cambio en positivo para la percepción que los aliados y el mundo tenían de Washington durante la administración anterior plagada de desencuentros, reclamos y epítetos que no sirvieron mucho al propósito de engrandecer a Estados Unidos en la escena global (Make America Great Again).
Falta evaluar si la gira recién concluida le ha aportado a Mr. Biden dividendos en su propio patio interno. Parece dudoso teniendo en cuenta que, salvo una muy buena cobertura mediática, el tema no parece haber sido el centro de la preocupación del norteamericano de la calle cuyas prioridades –igual que las del venezolano– son más pedestres que la paz universal o el sexo de los ángeles.
@apsalgueiro1
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