OPINIÓN

Avatares de la democracia (siglos XX y XXI)

por Ricardo Combellas Ricardo Combellas

Ante todo debe aceptarse que la democracia no es un absoluto ni un proyecto sobre el futuro: es un método de convivencia civilizada”. Octavio Paz

El siglo XX ha sido llamado el siglo de la democracia. De un pequeño club hemos pasado a un amplio número de Estados que se consideran como democráticos. Las monarquías despóticas del pasado fueron abandonadas para construir regímenes que orgullosamente se definían como democráticos. Sus grandes rivales de nuestra época de alguna manera fueron derrotados; el fascismo, consecuencia de la derrota en la Segunda Guerra Mundial, y el comunismo, gracias a una implosión debida a su inviabilidad para adaptarse a los cambios que exigían sus sociedades. Surge entonces inevitablemente la pregunta: ¿qué democracia?, ¿hablamos la misma lengua cuando intentamos precisar el sentido del concepto?, ¿o estamos hablando de un concepto ideológico para encubrir la realidad? No es sencillo dar respuestas universalmente aceptadas, ni siquiera en la comunidad académica, sobre estas interrogantes y las preguntas que inmediatamente nos surgen cuando parecía que nos habíamos puesto de acuerdo.

Los últimos lustros del siglo XIX y los primeros del siglo XX plantearon un tema de evidente preocupación: con el paulatino reconocimiento del sufragio universal, primero para los hombres adultos, y luego extendido a las mujeres, que tuvo su apogeo en un concepto de democracia calificado como democracia de masas, consecuencia de una sociedad que pasó aceleradamente de ser predominantemente rural a mayoritariamente ciudadana. Ese nuevo mundo de la muchedumbre solitaria, la multitud desarraigada, empobrecida y resentida, que se incorporó en poco tiempo a los cinturones de miseria de las grandes ciudades, se guiaría por puras pasiones, irracionalidad y pasto fértil para la demagogia, significó un cuestionamiento a la posibilidad de vivir civilizadamente en convivencia pacífica, y por tanto en democracia. ¿Qué recetas podrían ofrecerse a esa peligrosa rebelión, que amenazaba por llevarse como un tsunami las tradiciones libertarias y los logros de la civilidad occidental? Con diversos envoltorios ideológicos tomó fuerza una nueva teoría explicativa, pero también normativa, sobre cómo conducir democráticamente la nueva situación: la teoría elitista de la democracia. Ello trajo un cambio relevante en la idea de democracia, pues ya no se consideraría, en la mejor tradición clásica, como la primacía de los gobernados (el poder del pueblo) sobre los gobernantes, a quienes impondrían sus decisiones, sino como la primacía de los gobernantes (la competencia de élites) en su afán por obtener el apoyo de los gobernados. La democracia en este cambio de óptica no conllevaba necesariamente el abandono de la racionalidad, pues sería por una parte una lucha agonal, junto con el reconocimiento del pluralismo político y social, a lo cual se agregaría el desarrollo de organizaciones políticas (los partidos) que participan en la socialización política de militantes y simpatizantes, y en el desarrollo de plataformas que combinaran los diversos intereses legítimos de la sociedad.

Se construyó así un consenso democrático, fortalecido por el Estado de bienestar en tanto amortiguador de los conflictos sociales, y una “convivencia civilizada” garantizada por sólidos partidos y el reconocimiento de un Estado de derecho, fortalecido por los valores de la dignidad humana, los derechos fundamentales y la justicia social, que impediría los excesos que podrían agrietar el consenso logrado. Estaríamos entonces en presencia del triunfo de la “democracia liberal”, que se extendería, gracias a sus bondades, por el orbe como el modelo a seguir por las naciones en su camino hacia el desarrollo.

El declinar del siglo XX y el amanecer del siglo XXI nos revelan sin embargo las fortalezas de las incertidumbres que hoy a todos nos agobian. Algunos síntomas señalemos así sea lacónicamente: por una parte los partidos, en tanto estructuras de combinación de intereses sociales, han perdido el ángel del pasado. Su excesiva burocratización organizacional y la petrificación de sus élites, al perder éstas sus virtudes creadoras, hacen frágiles unas estructuras que eran el sostén de los regímenes políticos democráticos; junto a ello han despertado unos demonios que la verdad es que nunca fueron definitivamente  exorcizados, como son los casos del racismo, la xenofobia, la intolerancia y el no reconocimiento del otro como sujeto de dignidad; y un menosprecio al imperio de la ley y sus símbolos institucionales, de manera especial el parlamento, que independientemente de sus déficits de funcionamiento, las sociedades libres respetan como cuna de la democracia. En conclusión, la democracia experimenta en todas partes una difícil coyuntura, pues los males que la asfixian surgen de adentro, de su propio ser, y no únicamente, como cabría esperar, del acecho externo de las dictaduras y toda suerte de gobiernos autoritarios.