A comienzos del año 1948, de la mano paterna, fui al destartalado muelle de La Guaira para recibir a mi tía materna Gutka Warszawska, única sobreviviente de su extensa familia, y a su esposo, Abraham Hirshbein. El «estamos vivos» llegó en abril del 45 al apartado 163 del correo que estaba ubicado en la caraqueña esquina de Carmelitas.
Ambos polacos, ella costurera y él sastre, formaron la macabra fila frente a las puertas del campo de exterminio más emblemático de los centenares habilitados por el régimen nazi. Interrogados por su oficio, tatuados con una cifra numérica en sus antebrazos, fueron separados. Un alto letrero forjado en hierro les dio la bienvenida con la frase “El trabajo libera” y se les ordenó fabricar los uniformes para verdugos y víctimas. Un largo alambre de púas impidió que supieran el uno del otro durante 4 años, cuando aquel infierno fue liberado el 27 de enero de 1945. Mañana se conmemoran mundialmente los 80 años del suceso.
Los cónyuges -cadáveres ambulantes- se reencontraron en una calle de su ciudad natal cuando averiguaban sobre sus familias. Mientras aguardaban en Europa el resultado de las gestiones que hacía la pareja Freilich, junto con otros judíos comunitarios albergados en Venezuela desde tiempos previos a la invasión hitlerista, para ingresar a sus parientes que de milagro se salvaron del genocidio. Por fin, la muy corta presidencia de Rómulo Gallegos les otorgó los permisos.
Por las noches de incontables meses caseros, mis tíos relataron su experiencia. Lágrimas y gritos acompañaban sus detalles. Los comentarios se hacían en yidish y por curiosidad infantil aprendí lo suficiente de ese mágico idioma para captar que era depositaria de una tragedia verdadera, nada que ver con Las mil y una noches ni maravillosos cuentos de hadas. A propósito, la reciente original película estadounidense, ya con varios premios en diversos renglones, titulada Un dolor real, de trama que fusiona comedia y tragedia con la música de Chopin en continuo trasfondo, profundiza en estas reacciones emocionales cuando visitan ruinas y museos del Holocausto los descendientes de asesinados, turistas, sus intérpretes fílmicos y el público espectador.
No puedo borrar esa vivencia inicial de los episodios narrados por Gutka y Abraham, completada luego con literatura, cine, documentales, artes plásticas y musicales. Siempre se negaron a grabarlos para su publicación, pues el terror paranoide les quedó cosido en sangre y piel, aunque recuperaron su oficio disfrutando de su nueva patria, la Venezuela hospitalaria. Muchos de mi generación, “hijos y nietos del Holocausto”, heredamos ese memorial y el compromiso ineludible de agradecer a gobiernos, creadores y personas comunes que ante aquellos hechos y los presentes de la misma naturaleza militarista genocida, muy armada de odio teocrático radical contra la existencia de Israel, nos transmiten, hoy como ayer, su solidaria indignación ética. Golda Meir, en su momento crítico, lo dijo: “No puedo perdonar a quienes quieren destruir mi país y nos enseñaron a matar”.
Es porque la vocación libertaria en su lucha por el cumplimiento de los básicos derechos humanos se proyecta sin pausa hacia religiones, ideologías y los intereses político-comerciales que las irrespetan para organizar y legalizar su poder sustentado en tortura y crimen.
Sobre esta fecha recordatoria que rinde tributo a 6 millones de judíos asesinados en el Holocausto por mandato del Führer y su partido fascista, el solo nombre Auschwitz atañe a todo el planeta, pues en su maltratado globo crecen regímenes que desde templos, salas electorales, palacios, cuarteles y túneles generan delitos de lesa humanidad sembrando cada día más forzadas migraciones y diásporas.
El mensaje de Auschwitz sigue vigente. Apliquemos sin demora ni tregua el libre albedrío donde, como y cuando podamos contra presuntos dioses celestiales y concretos diablos terrenales que buscan arrebatarnos el natural derecho a la libertad. Averigüemos muy a fondo antes de culpar, agradecer o perdonar. Pero jamás olvidemos.