Sin importar si somos deterministas o no, la vida es una aporía, un discurso paradójico. Si creemos en la existencia de un plan maestro, cuanto razonemos y accionemos carecerá de sentido, puesto que al cabo habrá de cumplirse lo que está preestablecido. Y si admitimos que nada está predeterminado y avanzamos a tientas, por ensayo y error, en medio de la niebla, cuanto razonemos y accionemos siempre será torcido por las consecuencias que, inocentemente o no, causemos. En todo caso, la vida es absurda. Entre lo que deseábamos y lo que termina siendo media un abismo, a veces insalvable.

Hace treinta años inicié mi carrera como profesor en la Universidad Central de Venezuela. Por entonces ganaba 1200 dólares. Hoy, cuando he acumulado experiencia y conocimientos, apenas gano 114 $. La vida está llena de esta clase de muecas del destino.

La vida, por antonomasia, es paradójica, lo cual supone un problema: el de su significado. Si el sentido de la vida —como solían plantear los existencialistas— viene dado por el significado con que pretendemos paliar su absurdidad, hemos resuelto —solo parcialmente— el asunto del vacío de significado, pero la cuestión de la soledad existencial sigue intacta.

Si yo digo que mi vida tiene significado solo para mí, y eso basta, aunque los demás no la entiendan, he construido un oxímoron, una expresión paradójica. ¿Qué sentido tiene que yo sea la única persona en el mundo que sepa lo que significa la expresión palinosia voladora si no puedo colocar dicho signo en el seno de una interacción social? El signo que es mi vida carece de sentido si no puede hacer sintaxis con otros signos. No hay διάλογος (dialogos) posible sin un λογος (logos) interactivo. Lo demás es desamparo existencial.

Ahora bien, apenas hemos resuelto el problema de dotar de significado el signo que somos, pero no la cuestión de la fragilidad semántica. A excepción de las voces onomatopéyicas, nos movemos entre significantes pactados, convencionales. Llamamos en América papa a lo que en España denominan patata y en Francia pomme de terre, de modo que la relación entre significado y significante es arbitraria y, por tanto, acordada dentro de la comunidad de habla. Así pues, ¿quién nos garantiza que el significado que hemos decidido para nuestra vida sea el acertado? De la niebla venimos y hacia la niebla vamos… Nuestro diálogo ontológico es incierto por definición.

Recuerdo haber conocido a un hombre que gastó cuarenta años de su vida trabajando como mecánico, y estaba convencido de que ayudar a que otros pudieran desplazarse en su vehículo era el propósito de su vida, hasta que una enfermedad sumamente agresiva —consecuencia del plomo en su sangre por el uso de la gasolina como desengrasante— puso en tela de juicio lo que parecía un significado existencial sólido, especialmente cuando aquellos con los que por años había dialogado ontológicamente dejaron de estar, incluso con grotesca indiferencia.

Quizás no baste «construir un significado», como decía Camus, partiendo de que la vida carece de él y tendríamos absoluta libertad para codificarlo. Si nos miramos como un signo existencial, estaremos sujetos a la endeblez semántica propia de los signos menos sólidos. Tal vez haya que apuntar más arriba en la escala semiológica y pensar en los signos más robustos, en el símbolo. Asumirnos existencialmente de manera simbólica. ¿Símbolo de qué quiero ser? Esa, a mi juicio, sería la auténtica cuestión sobre el sentido de la vida.

Si bien la relación simbólica entre lo que soy y lo que significo es convencional, su densidad semántica hace que exista una sintaxis ontológica más robusta. Lo que simbolizo para los demás suele incluso rebasar las fronteras de mi propia vitalidad, y a menudo el proceso de semiosis opera a la inversa: en lugar de ser yo quien se dote a sí mismo de significado, me dotan de significado los otros a partir de lo que soy y perciben de mí. Es decir que, si bien yo intento hacer de mi vida un sema, el logos se completa en los otros.

El suicida, por consiguiente, es alguien vacío de significado, alguien que no fue capaz de hacer de sí mismo un sema, pero también alguien a quien no dotamos de logos. En todo suicida siempre habrá dos gritos: el de su propio absurdo discursivo y el del nuestro… el de nuestra intrascendencia dialógica. Un suicida es un signo exiliado del discurso de la humanidad, la evidencia más escandalosa del fracaso del logos.


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