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América Latina: un continente relegado

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Ilustración: Juan Diego Avendaño

En los últimos tiempos América Latina parece ausente del desarrollo de los acontecimientos internacionales (aún de aquellos que le interesan directamente). Los países más importantes de la región, enfrascados en sus luchas internas, poco se ocupan de lo que ocurre alrededor. Y otros apenas si miran afuera. Estos días, aunque los cinco mayores han tenido en la ONU la misma posición sobre la invasión de Ucrania no han ofrecido ninguna contribución a la solución del conflicto. Pareciera que algunos, luego de dos siglos de existencia, ensayan sus primeros pasos propios, mientras otros debaten todavía la orientación de su destino.

Se tiene a América Latina como uno de los grupos característicos en las entidades políticas que conforman la comunidad internacional. En él se incluyen los países surgidos de la colonización hispana (España y Portugal) y Haití, así como los del Caribe que fueron de otra dependencia (que se reúnen en el Caricom). Por esa circunstancia carece de verdadera unidad (pues los últimos tienen sus propios intereses), lo que le impide actuar con fuerza proporcional a su tamaño (33 miembros). Pero, también existe consenso más o menos general en identificar a América Latina como una de las “civilizaciones” (en plural) de nuestro tiempo. En efecto, la forman un conjunto de naciones o pueblos que poseen, de larga data, rasgos culturales comunes y propios, que los diferencian de otros. Como tal constituye, sin duda, una derivación (un vástago, la llaman algunos) de la civilización occidental (asentada en Europa, Norteamérica y Australia-Nueva Zelanda).

Bien lo decía Simón Bolívar: “Somos un mundo nuevo” (y deberíamos formar “una sola nación”). Y en efecto, como tal América Latina tiene una historia propia, antigua, enriquecida a lo largo de siglos. Pero, también, integrada a la comunidad internacional –a través de la metrópoli en los tres primeros siglos y luego como entidades independientes– ha hecho aportes importantes a la cultura global. Su propia aparición a los ojos europeos produjo cambios inmensos en la ciencia y las artes. En el campo jurídico, en los inicios, dio lugar a las “disputas” que concluyeron con el reconocimiento del carácter de seres humanos (con derechos) a los indígenas; y al mismo tiempo, al reforzamiento de la soberanía de los Estados nacionales (liberados de subordinación al Imperio y el Papado), que quedó definitivamente establecida con la conclusión de los tratados de Tordesillas (1594) y Zaragoza (1529) entre los dos reinos hispanos (ambos católicos).

Los países latinoamericanos, en varios momentos de la historia, tomaron iniciativas de trascendencia, que influyeron no sólo en su propia historia, sino en el desarrollo de los acontecimientos mundiales. El proceso de independencia de las colonias hispanas cambió la correlación de fuerzas entre las grandes potencias. España dejó de serlo y Portugal perdió la más importante de sus posesiones; mientras tanto Inglaterra amplió su área de influencia y Estados Unidos se erigió como “garante” de la libertad de la región frente a Europa (Doctrina Monroe). En otro sentido, la decisión de Simón Bolívar de acercar Colombia a la Santa Sede, en un proceso conducido por el vicepresidente Santander, evitó el cisma que algunos proponían y garantizó a la Iglesia de Roma la primacía dentro de la cristiandad occidental. Hoy América Latina es la región con el mayor número de católicos. De esa forma, contribuyó a dar forma al mundo actual.

Por otra parte, en distintas ocasiones, surgieron iniciativas de interés regional, que fueron acogidas por la comunidad internacional. Tal fue, por ejemplo, la adopción de los principios del “uti possidetis iuris” para la determinación del territorio que correspondía a los nuevos estados (seguido durante los procesos de descolonización de la posguerra y de la disolución de la Unión Soviética) y de la prohibición del uso de la fuerza para el cobro de deudas públicas (Doctrina Drago) aceptada por La Haya en 1907. Algunas proposiciones dieron origen a importantes organizaciones de hoy: el delegado de Venezuela a la Conferencia de San Francisco (1945) propuso la creación de la Unesco; y el ministro de Petróleo de Venezuela fue de los promotores de la fundación de la OPEP (1960). En fin, 13 (39,3%) de los 33 votos que decidieron en la ONU en 1947 la creación del Estado de Israel eran latinoamericanos.

A partir del fin de la Guerra Fría –o de enfrentamiento entre las dos superpotencias– América Latina dejó de ser área de interés en “el gran juego” de obtener ventajas frente al adversario. Estados Unidos, que adoptó una actitud tolerante ante ciertos movimientos críticos, prestó menos atención a la región, abandonó proyectos (como la “iniciativa para las Américas”) y disminuyó su asistencia. Se concentró en la lucha contra el narcotráfico. Rusia limitó su presencia a Cuba (cuyas actividades dejó de financiar). Europa, más interesada en los asuntos de África y Medio Oriente, redujo sus programas de cooperación. Desde la restauración democrática en los años ochenta y la conclusión de los acuerdos de paz en Centroamérica pareció que podía imponerse el sistema democrático y la economía de mercado en casi todos los países. La Carta de las Américas (septiembre de 2001) fue expresión (en momentos de optimismo) de esa consideración.

Pero, por entonces surgía una nueva situación. En primer término, la emergencia de China como superpotencia económica (tras superar a Japón en 2010) y la fuerza adquirida por los movimientos islámicos radicales (antioccidentales) mostraron que la pretensión de Estados Unidos a un poder hegemónico no era universalmente aceptada. Algunos se atrevieron a desafiarla abiertamente (como en los atentados de 2001). A esos factores se agregaron otros, más cercanos: el éxito en la región de fuerzas (de signos distintos y contrarios) que rechazan el modelo democrático liberal (que no ha dado respuesta a las aspiraciones de los pueblos); y las crisis económicas, provocadas por factores internos o externos, que en forma repetida (2008, 2015, 2020) ha afectado a casi todos los países. Esos sucesos han originado cambios frecuentes e inestabilidad institucional y política. De sistemas democráticos a regímenes autoritarios, del liberalismo económico al intervencionismo estatal. Ensayos que generaron desconfianza e incertidumbres.

Hace más de dos siglos escribió Simón Bolívar: “Yo considero el estado actual de América, como cuando, desplomado el imperio romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones (Kingston, 6.9.1815)”. Todavía hoy sus partes tienden a la dispersión: no existe un proyecto común y muy pocos programas conjuntos. Los unen, más bien, vínculos culturales y el antiimperialismo, estridente o disimulado, alentado por quienes intentan establecer sistemas totalitarios (socialistas o militares) liberados de la tutela de Estados Unidos. Todos los males se atribuyen a su dominación. En realidad, no existen consensos sobre el modelo de sociedad que se quiere construir y continúan vivas las polémicas tradicionales. Tampoco se adoptan y se mantienen programas acordados con objetivos a lograr a mediano y largo plazo para alcanzar el desarrollo, compromiso de la sociedad. Se prefieren las ofertas populistas.

La situación interna de la región se refleja en su actuación dentro de la comunidad internacional. Por lo general, se produce sin coordinación, difícil de lograr entre regímenes que responden a orientaciones y conveniencias diferentes. Tal situación se observa aun cuando se trata de la defensa de los intereses regionales. Quedó en evidencia durante el desarrollo de la crisis de Las Malvinas (1983). Entonces, sólo algunos países dieron apoyo efectivo a Argentina, mientras otros (notablemente Chile) se manifestaron a favor del Reino Unido. La falta de unidad limita la influencia del bloque en los organismos internacionales. Y resta eficiencia a los entes regionales, como la OEA. Muchas veces no pueden actuar debido a la imposibilidad de alcanzar acuerdos que tengan efecto obligatorio. Por otra parte, crea desconfianza en gobiernos y organismos extra regionales que pueden participar en la realización de proyectos para el desarrollo y el bienestar de la población.

Es evidente que la comunidad internacional da poca importancia a los países de América Latina, lo que resulta inconveniente a sus intereses.  Se les tiene por mercados. Además, por su disgregación y su inestabilidad política influyen poco en los asuntos mundiales. Sus voces no se escuchan con atención. Apenas si se oyen las de Brasil (que más preocupa por el manejo irresponsable de la mayor reserva natural del globo) y de algunos de los más poblados. Pero, no se espera de ellos orientación en las dificultades. No lo previeron así los precursores, los libertadores y sus grandes estadistas.

@JesusRondonN

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