OPINIÓN

¿Adónde vamos? ¿En dónde estamos?

por Pedro Luis Echeverría Pedro Luis Echeverría

Transcurren los días, la represión aumenta y se perfeccionan y profundizan la crueldad oficial y los métodos y mecanismos para ejercerla. Aumentan los números de las víctimas fatales, los lesionados, los torturados, los detenidos; impunemente los grupos armados del régimen y los irregulares auspiciados, protegidos y financiados por el gobierno, incrementan la virulencia de los ataques a las personas, a la propiedad privada y a las pertenencias ajenas y; a pesar de ello, la fuerza de la protesta crece, persevera, se mantiene, se reinventa y se extiende paulatinamente a diversas ciudades y sectores sociales. Es una suerte de loca espiral en donde se confrontan la violencia oficial y la resistencia heroica, una y otra vez, sin que la balanza de resultados de la pugna favorezca claramente a ninguna de las partes involucradas.

El gobierno irresponsablemente asume el rol de feroz contendiente, en lugar de abrir, mediante acciones políticas contundentes y veraces, los caminos para el entendimiento y la paz; los cierra a través de un discurso altanero y desconsiderado en el cual campean intentos de dominación gubernamental a la sociedad, perversas órdenes de incremento y profundización de la represión, llamados a las hordas que controla a la confrontación abierta contra los que protestan, mentiras, amenazas, descalificaciones y violaciones flagrantes del orden constitucional del país. A meses de diarios enfrentamientos con una parte importante de la población, el régimen no ha cedido un ápice a las justas demandas de la disidencia, condiciones mínimas estas que facilitarían la posibilidad de mantener conversaciones, con eficacia política, sobre la forma de abordar conjuntamente las soluciones a la terrible situación que vive el país en todos los órdenes.

No es posible iniciar un proceso de desarrollo sustentable cuando las causas y cicatrices de la contienda no han sido resueltas y sanadas. Después de una fase de horror y abusos de los derechos humanos como la que estamos viviendo y para la que no se vislumbra su tiempo de terminación, nuestra sociedad requiere la reconstitución de su tejido social asegurando la convivencia mediante procesos de entendimiento sostenibles en el largo plazo. Pero ese camino está repleto de escollos.

Promover un diálogo supone: la edificación institucional de la democracia y el Estado de Derecho; contar con instituciones políticas y judiciales respetadas y creíbles para la administración y solución de conflictos por vías no violentas; llegar a un consenso sobre lo que no es aceptable promover y los medios que resulta inaceptable emplear para proteger intereses por legítimos que sean. Todo eso supone la aplicación de un enfoque multilateral del ejercicio de la justicia en el proceso de cambio en el que estamos envueltos. Se debe privilegiar la actitud reflexiva sobre lo emocional. Sin ello, la paz es apenas el interregno de una inacabada espiral cíclica de conflicto y violencia. Si bien la resolución del conflicto se encamina en el corto y mediano plazo a llegar a arreglos que satisfagan mínimamente las demandas de los contendientes, la transformación del conflicto supone atender y dar solución a los problemas estructurales y culturales profundos que le dieron vida y restablecer el tejido de convivencia social que ha sido roto durante los últimos cinco lustros.

Vivimos una nueva era, “el chavismo-madurismo” emite los últimos estertores de su agonía, pero, el régimen continúa anclado en viejas doctrinas que le impiden ver cómo es que es la realidad que lo circunda. La revolución que necesitamos es la de nuestro pensamiento. Solo una transición hacia un nuevo paradigma de desarrollo democrático, capaz de administrar y resolver los conflictos de manera institucional y no violenta, podrá dar respuesta a los anhelos de paz de la sociedad venezolana.