La primera vez que me llamaron señor, no me di por enterado, tenía tan solo 22 años y mi primer hijo en brazos.
También cargaba una pañalera cuyo significado no conocía a cabalidad.
Un señor, que sí lo era de verdad, se dirigió a mí para cederme el derecho a subir primero, al transporte público que utilizábamos.
Mi señorial privilegio, merecido o no, estaba motivado por mi condición de padre, o tal vez por mi evidente torpeza para lidiar con el niño y la pañalera a la vez.
Desde entonces ha transcurrido tiempo suficiente para pasar, de señor a Don, y ahora a una condición en que he perdido mi identidad, para ser llamado abuelo, por todos los que se dirigen a mí, menos por los nietos.
O sea…
Soy abuelo.
Pero sin embargo, gracias a que tuve un abuelo, de esos que perduran en el rincón de los afectos eternos y que se extienden, como una “mata” en la sabana, brindando cobijo, sombra, alimentos, orientación y referencia en la inmensidad del llano, me sigo considerando nieto.
Este solapamiento de roles me acosa con una imagen que me asombra y desquicia, por un lado, el derecho, siento que voy, niño, travieso y preguntón, tomado de la mano de mi abuelo, que permanece como hombre de a caballo que era, paseándose conmigo, en ancas, por nuestros llanos orientales, contándome cuentos de muertos y aparecidos, y de la, para él reciente, gesta libertadora y la guerra de la federación.
Se me confunden en la memoria Boves, Zaraza, el Mocho Hernández y hasta Pérez Jiménez, sus referencias permanentes a la amistad, al valor y la honestidad.
Y del otro lado, el izquierdo, voy agarrado por las manos diminutas de mis nietos que son dos, una hembra, el otro varón y los dos catalanes.
En este desvarío de emigrantes en que nos colocó el devastador socialismo del siglo XXI, no estoy seguro si mis pies permanecen en tierra venezolana o española o si por el contrario soy la cuerda, o comba, como se dice en España, que gira al ritmo del amor de mis nietos y de mi abuelo, en que soy también quien salta la cuerda, sin conseguir apoyarme en ninguno de los dos países, desde donde tironean mis afectos.
Así voy tirando, aprovechándome del amor desinteresado de mis nietos, el recuerdo del abuelo, la extensión de mí mismo que son mis hijos y el poderoso anclaje a la realidad, que representa mi esposa.
No me siento emigrante, al menos todavía, pertenezco a ese pedazo de tierra, (ex)paradisíaca, (ex)rica, generosa y de sorprendente geografía.
Pertenezco a esa tierra de sobresaltos, temores, sed, hambre y sombras, en que la han convertido.
Pertenezco, irreductiblemente, a un espacio del que me han desarraigado mediante la violencia sostenida.
Violencia física ejercida por el hampa, uniformada pero no oficial, por el hampa organizada e informal, la violencia que nos niega, a los mayores en igual medida, el acceso a la salud y a la seguridad.
Pertenezco, sin importar el destino final de mis huesos, a esa tierra que hoy le arrebata a nuestros niños el presente y los sumergen en un abismo de incertidumbre y desesperanza, donde nacer conlleva, intrínsecamente, los riesgos de la desnutrición, la educación deficiente, la alienación ideológica, la ausencia de alguno de los padres, donde la palabra futuro aparece preñada de carencias.
Es larga la lista de efectos negativos, de la violencia a la que estamos sometidos.
Nos prometieron una sociedad de iguales, el resultado no pudo ser peor, un gran porcentaje de la población rueda indetenible, por el precipicio socialista, hacia una igualdad de ropas raídas, apariencia famélica, desnutrición, enfermedades, desesperanza, ausencia de los miembros jóvenes de las familias y soledad, falta de servicios y miedo.
Aunque parezca lugar común, nuestro socialismo está destruyendo la clase trabajadora, los despojó de todos sus derechos, incluido el salario, les arrebató el valor más preciado, su combatividad y el arrojo para pelear por sus reivindicaciones.
Los sumió en una dependencia aterradora del Estado.
Con el hambre les inocularon el miedo.
Por otro lado, ha surgido una burguesía depredadora que abandonó sus viviendas del Inavi para habitar mansiones y construirse palacetes de descanso en algunos parques nacionales.
Mientras la movilidad urbana aumenta sus dificultades, disfrutan su movilidad privilegiada, en impresionantes vehículos rodeados de escoltas que apabullan al ciudadano.
La nueva aristocracia demuestra un total desprecio por el ambiente.
La brecha entre esa casta y el resto de la sociedad es infranqueable.
Pertenezco a todo eso.
Seguiré siendo abuelo y solo me consideraré emigrante cuando pierda la esperanza de poder contribuir a mejorar a mi país.