La historia de La Habana, como la de toda Cuba en las últimas seis décadas, se ha ido plagando de falsos adoquines, de miradas, abismos y palabras intocables, olvidos y silencios convenientes. De no pocas falacias que han tenido la osadía de creerse y publicitarse como verdades absolutas. De dobleces legitimadas a fuerza de una resignación que asumimos irremediable o como si ya no pudiésemos darnos cuenta de que un puntal no es ni será jamás una columna. Y, por supuesto, de espinosas ausencias, algunas también protagonistas del festival nacional de la apariencia en que nos hemos convertido. Lamentablemente.
Con la reciente noticia del fallecimiento de Eusebio Leal Spengler, el historiador de la Villa de San Cristóbal de La Habana (como le gustaba decir con engolada entonación en sus programas y discursos) he leído en las redes sociales no pocas loas de cubanos de dentro y fuera de Cuba a la pasión de este señor por la parte más vieja de esa ciudad, que antes de 1959 era un majestuoso orgullo de todos los cubanos y deslumbramiento, e incluso envidia, vamos a decir que sana, de no pocos que visitaban la (aún incomprendida) isla, paraíso socialista para unos, miseria y cárcel para muchos otros.
Es cierto que el personaje de Leal –que en los últimos años inevitablemente perdió credibilidad ante su público cautivo– no fue de los peores acólitos del régimen cubano y que rescató obras de gran valor arquitectónico, cultural e histórico, lo cual era parte de su trabajo. Le reparó algunas –muy contadas hay que acotar– casas a personas que vivían en puntos claves de esa Habana histórica y turística que él dirigió y por la que le apodaron «el Alcalde de La Habana». También fue amable con algunos creadores y a otros no se atrevió ni a recibirlos. Y están los que no olvidan o no pueden perdonar, con todo derecho, que ni su fe cristiana ni su prédica de valores humanos le hayan impedido apoyar, como incondicional revolucionario y amigo de Fidel Castro, el injusto fusilamiento de los tres jóvenes que en 2003 trataron de escapar hacia Estados Unidos en una de las lanchas de Regla, en La Habana. Que tampoco fue su único pecado. En diciembre de 2016, a pocos días de la muerte de quien tanto daño causó a La Habana, declaró: “Fidel está para los que creemos en un mundo en el que nos encontraremos, está para los que no creemos y para los agnósticos en espíritu, pero está entre nosotros (…). No, yo no soy Fidel, yo quisiera ser como él, pero verdaderamente él fue excepcional”, entre otras cursiles apologías a su querido dictador, al que siempre le fue leal.
Sería una pobre estafa pretender que este señor no fue, a la par de su condición de historiador y político al servicio del, un oportunista más –como todo o casi todo funcionario en el comunismo– y que al final, a pesar de las fachadas restauradas, más que cuidar La Habana lo que fundamentalmente hizo fue conservar los edificios y sitios que más le interesaron a él y al establishment para, desde su oficina y empresas, aumentar la fortuna de un Estado que bien sabemos todo lo corrupto que es y, por supuesto, también para los bolsillos de los privilegiados, como él, jerarcas de ese sistema, quienes durante décadas se han beneficiado con la demagogia y la malversación institucionalizadas, y a los que les importan un comino los habaneros de a pie, esos que de verdad hacen y son La Habana, esos que se caen a pedazos como zombies tropicales, viendo a su paso derrumbarse los antiguos edificios (cercenando vidas, como las tres niñas que hace poco aplastó un balcón) que el historiador no transformó en moteles, oficinas, museos, restaurantes o galerías para turistas. Proyectos exitosos en el acopio de dólares o en la edulcoración de esa imagen repintada, cultural, neomarxista, de la cada vez más decadente y desvergonzada dictadura.
Porque es innegable que La Habana, con sus sábanas blancas y empercudidas colgando en los balcones, la que muchos consideran el símbolo universal de Cuba y de los cubanos, es esencialmente eso: una mafiosa y vulgar dictadura, que por desgracia ha desplomado muchas de las columnas de nuestra nación y que tan campante sigue arruinando otras sociedades. Y Eusebio Leal, además del famoso historiador de La Habana, fue un embajador más de esta mentira edulcorada que es una real amenaza para el mundo libre. Y ante esta realidad, si vamos a recordarle sin luctuosos tapujos, muy cortas se quedan sus remodelaciones y su celebrado frenesí por La Habana y su historia (siempre muy anterior a 1959. De la Revolución ni hablar). Como me confirmara una amiga que trabajó bajo su mando: esa es una triste y para no pocos incómoda verdad. Reflejo de lo que ha sido nuestra sociedad por más de medio siglo. Esa guerra de verdades a medias, sin duda, es una áspera metáfora de los habaneros, de los cubanos todos.
Porque en La Habana, como en todas las ciudades, no pueden importar más sus edificios que su gente, los seres que viven y dan forma a ese espacio, los hacen la verdadera historia. Y a ellos, el historiador, el empresario, el burgués socialista Eusebio –leal al castrismo de siempre aunque su verborrea y conocimientos lo maquillaran– no les fue leal.
Y eso también es parte de La Habana, una parte doliente, jodida, de ese difícil corazón, hecho de piedras cansadas, sudor, hambre, temor, penas, que anhela ser restaurado, liberado de una vez, desde hace tanto tiempo, con esa vieja urgencia que arrastramos como caracoles perdidos en una isla perdida. Incluso no pocos perdidos por el mundo, aunque un trozo de La Habana carguemos. Aunque un soplo de polvo –felices, esperanzados y agradecidos a pesar de todo– de La Habana seamos.
(Publicado originalmente en el blog del Instituto La Rosa Blanca)
http://ilrbblog.blogspot.com/2020/08/a-los-habaneros-no-les-fue-leal.html