OPINIÓN

2050

por Gustavo Roosen Gustavo Roosen

El covid, la interrupción de las cadenas de suministro y la invasión rusa a Ucrania han impuesto urgencias que podrían hacer ver la transición energética como postergable o como simple utopía del pasado. Contrariando esta posición, y con evidente visión de futuro, el presidente Biden acaba de promulgar la Ley de Reducción de la Inflación, IRA, que apunta a recaudar más de 700.000 millones de dólares en ingresos públicos en 10 años y destinar más de 430.000 millones a reducir las emisiones de carbono para cumplir el propósito de una economía de energía limpia al 100% y alcanzar la meta de emisiones netas cero a más tardar en 2050.

En el artículo «Controles y equilibrio» aparecido en estos días en The Economist, Vijay Vaitheeswaran, editor de innovación global en energía y clima, señala que se trata de la legislación climática más importante jamás aprobada en Estados Unidos. Los analistas coinciden en afirmar que transformará los sistemas de producción de energía y determinará las políticas climáticas y energéticas durante las próximas décadas. Gabriel Quadri de la Torre, también de The Economist, añade: “Generará un verdadero tsunami de innovación, inversión y empleo. La ley catapultará a Estados Unidos como líder climático y económico global indiscutible y cabeza de la nueva revolución tecnológica y productiva”. Es, evidentemente, una apuesta gigantesca por la transición energética y una demostración de liderazgo. Ofrece una alternativa a Europa, ahora complicada por el suministro de gas desde Rusia y las consecuencias climáticas en sus bosques y ríos, y recuerda el compromiso a los grandes contaminantes como China y la India.

El argumento de los costos de la transición energética va perdiendo valor. Como se señala en el artículo citado, “a cada paso es más evidente que el costo de la inacción —en términos de devastación ambiental, sufrimiento humano, infraestructura destruida y pérdida de producción económica— superará con creces el costo de la acción”. Cuando hace veinte años se le planteara a Sir Mark Moody-Stuart, entonces recientemente jubilado presidente de Royal Dutch/Shell, la preocupación por los altos costos de la transición a energía limpia, aceptó que efectivamente implicaría grandes inversiones, pero que estos costos serían transitorios. “A largo plazo la energía limpia costaría lo mismo o menos que el petróleo y el gas”, afirmó, coincidiendo así con los expertos de Resources for the Future cuando concluyen que las medidas del IRA reducirán el costo de la electricidad en 5-6% para fines de esta década y que la energía descarbonizada podría ser más barata que la energía fósil.

La conexión entre medio ambiente y economía se hace cada vez más visible y más sensible. El desarrollo de una economía limpia y del empleo pueden ir perfectamente de la mano. Solo en Estados Unidos hay actualmente más de 3 millones de personas empleadas en la economía de energía limpia. La opción por la energía limpia es un compromiso con nuestros hijos y nietos, para que su futuro sea más saludable, más seguro y más justo. La preocupación ambiental está, por otra parte, en el ADN de las nuevas generaciones que han entendido e internalizado las consecuencias del uso indiscriminado de la energía fósil.

Para Venezuela la transición energética tiene al menos dos vertientes: como productor y como consumidor. Las respuestas no pueden, obviamente, limitarse a la miopía del corto plazo. Se impone pensar en grandes apuestas, globales, con verdadera visión de futuro y más allá de simplemente la condición de país con recursos petroleros.

La más apremiante de las preocupaciones hoy, hay que repetirlo, no es otra que la educación. Pesa gravemente el cuadro de las escuelas abandonadas, el altísimo porcentaje de deserción de los maestros, la casi desaparecida matriculación en las escuelas de Educación, la reducción de estudiantes en las universidades, incluidas las privadas y las autónomas, los reclamos de los maestros por sus derechos laborales y el pago de sus magros salarios. Pesa, mucho más, la falta de visión, de compromiso efectivo con una educación a tono con los grandes cambios y las grandes oportunidades, con la calificación del talento y la formación como la mayor riqueza del país. No hay compromiso más prometedor y más exigente.

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