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Migrar para encontrar la muerte: el drama de Marcela y su hija

por Avatar GDA | El Tiempo | Colombia

A Claudia Marcela Pineda le podían faltar el desayuno, el almuerzo y la comida, pero a María José Sánchez y Kristhyan Pineda —sus hijos de 11 y 2 años de edad— jamás.

Sus seres queridos coinciden en que ella prefería no comer, con tal de que a los más pequeños no les faltara nada. Al fin y al cabo, eran la razón de su vida.

Por eso, el audio que se conoció momentos previos a que ella y su hija fallecieran en medio del desierto de Arizona, que queda entre Estados Unidos y México, es desgarrador:

—“Mami, tengo hambre”, se le oye decir a la pequeña.

—“Ya, mi amor”, le responde su madre.

La conversación, revelada el lunes 30 de agosto por Telemundo, se alcanzó a oír en la llamada que le hizo al 911, cuando sintió que su cuerpo se quedaba sin aliento para resistir el calor de la zona, que oscila entre los 32 y 48 grados centígrados. “Me voy a desmayar”, le dijo al hombre que del otro lado de la línea intentaba obtener información para auxiliarla.

—“Por favor, ayúdeme”, suplica Marcela.

—“¿Cuántas personas están con usted?”, le responde el agente.

—“Dos niños. Por favor, ayúdeme, me voy a desmayar”.

—“¿Tiene WhatsApp?”

—“Sí, señor”.

—“Revise el WhatsApp, ya le envié un mensaje para que acepte compartir las coordenadas”.

Las coordenadas nunca pudieron conocerse porque el celular de Marcela se descargó. Ese 25 de agosto, cuando se realizó la comunicación, fue la última vez que su voz se escuchó.

Horas antes, alrededor de las 6:30 am (hora de Colombia), se había contactado con el papá de su hijo, Hugo Pinzón, y con una persona cercana que estaba en Tunja (Boyacá) y sabía del viaje que tenía para llegar a Estados Unidos.

“Supuestamente iba a un lugar donde la iban a dejar en la frontera y ahí esperaría a que pasara Migración. Pero nunca me dijo que tenía que atravesar un desierto. Estoy segura de que ella no sabía eso, porque si lo supiera, no habría arriesgado a los niños de esa manera”, dice uno de sus seres queridos que pidió mantener su anonimato.

En eso coincide su hermano, Luis Sarmiento Pineda, quien en medio del dolor asegura que lo que Marcela hizo fue por sus hijos, “buscando un mejor futuro y bienestar para todos, pero tristemente no se imaginó que tuviera que pasar por semejante necesidad, o estoy seguro de que ella no lo hubiera hecho”.

La muerte de esta madre y su hija ha sido una tragedia para la familia y aquellos que la conocían. Es como si de la nada una espina hubiera atravesado sus corazones. Es una daga que ahora está incrustada en su alma, en su historia, en su núcleo familiar, y permanecerá allí para siempre. Es un dolor que, saben, nunca desaparecerá.

La decisión de migrar

Marcela tenía 36 años de edad y vivía sola en Tunja con sus dos hijos. De ellos fue madre y padre a la vez.

A diario salía a rebuscarse el dinero para brindarles techo, comida y educación. No en vano su hermano la describe como una mujer guerrera y luchadora. “Echada pa’lante”, en sus palabras.

“Era una persona que en la vida nunca le tocó fácil. Tuvo que guerrear como cualquier otro colombiano que quiere salir adelante”, recuerda.

Ella siempre tuvo trabajos informales y ante el riesgo de quedarse sin empleo se le medía a lo que fuera, donde fuera y como fuera. Sus exigencias pasaban a un segundo plano, pues la prioridad era el bienestar de María José y Kristhyan.

Antes de la pandemia, esta colombiana de cabello castaño, tez blanca y párpados caídos, se dedicó a atender una papelería. Sin embargo, los estragos del virus obligaron a que el local cerrara sus puertas y ella quedara a la deriva.

Entonces, ante la premura del día a día, se dedicó a vender envueltos y tamales. Luego consiguió un empleo como mesera en un café de la ciudad. Pero, de nuevo, la vida no le puso el camino fácil. Su jefe, quien según cuentan sus familiares es extranjero, la agredía verbalmente de forma constante y cada palabra ofensiva que recibía fue sumando para que un día tomara la decisión de renunciar. No aguantaba un maltrato más.

En ese momento, su situación era crítica y su supervivencia quedó pendiendo de un hilo. El hecho de nunca poder cotizar pensión, recibir primas o tener seguro social la tenía exhausta. La gota que rebosó la copa llegó el 26 de julio de 2021, cuando un hombre en una moto se le acercó, le apuntó con una pistola y le dijo: “¿Dónde está su exmarido?”.

Era como si hubiera visto un fantasma. Su cara se puso pálida. Le temblaban las piernas y brazos. Balbuceó unas palabras: “Él está fuera del país”, dijo. El sujeto le advirtió que si no le decía dónde estaba, la mataría. A los pocos segundos, se fue. Desde ese instante, Marcela sintió temor de salir a la calle, especialmente con sus hijos, algo que frenó sus planes de vida.

Dicha amenaza, que ella misma denunció una semana después ante la Policía de Tunja, sumada a la inestabilidad que tenía en Colombia, la empujó a tomar la decisión de irse hacia Estados Unidos buscando asilo político para reencontrarse con Víctor Hugo Pinzón, el padre de Kristhyan, quien vive allí desde el 17 de enero de 2019.

Pinzón también huyó del país por una situación similar. “Salí de Tunja por amenazas contra mi vida. Atentaron contra mí en su momento. No sé si fueron las mismas personas que me hicieron daño o quiénes serían. Tuve varias amenazas en 2018. Era evidente que me querían hacer daño”, recuerda.

Él trabajaba en seguridad en varios restaurantes y bares de la capital boyacense. En el pasado había tenido problemas con grupos estudiantiles de la Universidad Pedagógica y Tecnológica: “A mí me desnudaron, me acusaron de que yo era policía; eso me hizo pensar que las amenazas podrían venir de ellos”.

Otro problema sucedió en el bar la Topa Tolondra, cuando trabajaba para una empresa de seguridad y logística. “A mí me apuñalaron unas personas esa vez, cuando les pedí que desalojaran el establecimiento faltando unos minutos para las 3 de la mañana”. Y continúa: “Había cinco personas tomando en una mesa, les pido cordialmente que, por favor, se levanten y ellos me atacaron; me decían que por eso me iba a morir”.

Pinzón interpuso la denuncia ante la Policía de Tunja el 24 de septiembre de 2018. Según él, luego de hacerlo, las amenazas comenzaron a aparecer.

Marcela embarazada

Ante el miedo de que atentaran contra su vida, a principios del 2019 viajó a Estados Unidos en avión, ya que tenía sus papeles en orden, según cuenta. Días antes se despidió de su esposa. Fruto de ese encuentro quedó embarazada Marcela, pero él solo se enteró un mes y medio después de haberse ido del país. Por esa razón, el pequeño no tiene los apellidos de su padre, sino de su madre.

Esta pareja se conoció en el año 2013 en un bar en el que ambos trabajaban. Duraron un mes y medio de novios, y decidieron vivir juntos hasta que él se fue del país.

Fueron seis años de una relación única, como Pinzón la describe. Eso sí, con altibajos como cualquier otra. “Cuando conocí a mi esposa me enamoré de ella porque era la mujer más guerrera del mundo. Ella tenía tres trabajos en el momento en que la conocí para poder sacar adelante a su hija sola”, recuerda.

Marcela

Hugo Pinzón y Marcela Pineda. Foto: Cortesía Hugo Pinzón

Según relata, Marcela trabajaba desde las 7:00 pm hasta las 5:00 am en el bar Zaragoza Club. Después, tomaba un bus para recoger a su pequeña. “Ganaba 25.000 pesos por el turno y tenía que pagar 10.000 para que le cuidaran a su hija”, dice.

Hacia las 9:00 am salía a trabajar a una cafetería en el centro de la ciudad —la misma en la que su jefe era un extranjero— hasta las 11:00 am y después iba a un restaurante hasta las 4:00 pm. “Era valiente y luchadora”, enfatiza.

La distancia los separó, y a Hugo emigrar del país le implicó perder la oportunidad de conocer físicamente a su hijo Kristhyan. Por eso, su anhelo con este viaje era poder estar de nuevo con su familia completa, incluida María José, pues a pesar de no ser su padre biológico se comportó como si lo fuera, según explica.

Marcela, por su parte, quería darse una segunda oportunidad para arrancar de nuevo en otro país. En Colombia ya no veía posibilidades que le brindaran un futuro prometedor ni a ella ni a sus hijos y el sueño de comprar una casa propia y ayudarle a su madre, quien sufre de un trastorno mental, no lo podría conseguir acá, sino en Estados Unidos, donde planeaba ahorrar para lograrlo.

“¿Qué me quedó haciendo aquí? Allá, en cambio, puedo trabajar, ganar más, enviarle plata a mi mamá”, le dijo Marcela a una de sus compañeras mientras doblaban ropa juntas. Ese día le confesó el viaje que tenía planeado hacer.

La ruta de la pesadilla

Mientras la lluvia espantaba a los habitantes de Tunja aquella tarde del sábado 14 de agosto de 2021 y el paisaje se tornaba gris, Marcela y su amiga decidieron ir con sus hijos a la casa para resguardarse del frío y comer unas onces antes de que ella partiera definitivamente de Colombia.

En la mañana, Marcela había ido a una oficina de Interrapidísimo ubicada cerca del Monumento del Ajedrez en esa ciudad para enviarle a la abuela de Kristhyan, quien vive en San Martín (Meta), algunas pertenencias del pequeño, entre ellas un coche, el corral y ropa.

Para esa fecha, ella ya había logrado solucionar dos aspectos que no la dejaban dormir: tramitar el pasaporte de María José, quien era la única que no lo tenía, y aplicarse la vacuna del covid-19. Le preocupaba que no la dejaran entrar a México sin estar inmunizada.

Alcanzó a tener la primera dosis en Cómbita (Boyacá). Sin embargo, por la premura del tiempo, no consiguió obtener la segunda.

En la despedida con la persona en quien confió en Colombia, le comentó que viajaría a Bogotá el 19 de agosto y allí se quedaría dos días en la casa de la mamá de una amiga de Hugo Pinzón.

Ese día acordaron que iban a estar en contacto de forma permanente y que ella le haría un reporte de su situación cuando estuviera en el país azteca. También le dijo que le dejaría su sim card y que le enviaría un dinero en los próximos días para pagar el arriendo de su vivienda. No quería tener ninguna deuda.

Tras el último adiós en el que su compañera le regaló su medalla de consagración, Marcela emprendió su viaje hacia Bogotá cinco días después. A su familia no le dijo que iba a salir del país, solo les comentó que viajaría a una finca con la familia de Hugo, en el Meta.

El 21 de agosto, finalmente, tomó el avión que la acercaría un poco más a Estados Unidos. El vuelo, de acuerdo con lo que cuentan sus seres queridos, salió de Colombia a la 1:50 de la tarde y llegó a Ciudad de México hacia las 5:50 pm.

Pero solo se volvió a comunicar hasta la medianoche de ese sábado. Al parecer, la retuvieron un largo tiempo en Migración y hasta esa hora pudo instalarse en un hotel.

Durante los dos días siguientes, Marcela conoció algunos sitios turísticos de México que tenían un significado especial. Al ser una persona muy aferrada a la religión decidió ir con sus pequeños a visitar la basílica de Guadalupe. Cuando estuvo allá le dijo a uno de su seres queridos: “Estoy en manos de mamita María y papito Dios”. También le envió fotos por WhatsApp a su esposo.

El 24 de agosto viajó a Tijuana (México). “Desde ahí tomó un Uber hasta la ciudad de Mexicali y ahí es cuando sigue hacia la frontera”, explica Hugo, quien la estaba esperando en Estados Unidos.

Al día siguiente, hacia las 6:30 am (hora de Colombia), Marcela le envió un audio a su compañera diciéndole que va a estar incomunicada aproximadamente por ocho días. A Hugo le escribe también por última vez.

El plan, al parecer, consistía en que ella se iba a transportar hacia la frontera y ahí esperaría encontrarse con guardias de Migración. Luego les mostraría los documentos que sustentaban su petición de asilo y ahí arrancaría todo el proceso de estudio para saber si se podía quedar en los Estados Unidos o no.

“Cuando ella hablara con los oficiales de Migración la iban a detener para investigar por qué estaba pidiendo el asilo. Ahí fue cuando me dijeron que iba a estar incomunicada por dos o tres días”, relata Hugo.

Y continúa: “El 25 de agosto fue el último día en que tuve contacto con ella. Me dijo que estaba esperando a la guardia fronteriza y que se le iba a descargar el celular, que le estaban pidiendo la ubicación, pero que ella no sabía en dónde estaba”.

Marcela

Lo inexplicable

Aunque no encuentra palabras para entender lo que sucedió, Hugo Pinzón cree que cuando Marcela estaba en la frontera se desesperó y empezó a caminar. “La batería de su celular se descargó. Son cosas muy difíciles de explicar. Ella es la única que vivió en ese momento hasta sus últimos minutos”.

Sin embargo, su familia cree lo contrario y consideran que Marcela fue engañada para cruzar dicho desierto donde a diario se registran casos de migrantes que intentan pasar la frontera. Tan solo en el último fin de semana de agosto de este año, la Patrulla Fronteriza de Yuma reportó 2.700 detenciones, cinco llamadas al 911 y dos muertes en ese lugar.

“Los agentes respondieron a varias alertas al número de emergencias realizadas por migrantes en peligro por el calor y uno que se cayó de la valla fronteriza de 30 pies. Además, una mujer, de 39 años y nacionalidad mexicana, que estaba entre un grupo de siete que trepó la cerca, sufrió graves heridas”, señala un comunicado de las autoridades.

Esta situación es el reflejo del drama de los que deciden llegar al país norteamericano a toda costa, sin importar las inclemencias del terreno y del clima.

Datos oficiales de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos muestran que se han registrado más de 7.000 muertes de migrantes a lo largo de toda la frontera con México entre 1998 y 2020. El año pasado fue cuando más se reportaron defunciones: 227 personas perecieron intentando cruzar por el desierto.

Pese a esto, varias organizaciones de derechos humanos han alertado que la cifra puede ser mayor y denuncian que las autoridades estadounidenses, en muchas ocasiones, no recuperan los cuerpos de las personas que mueren en ese lugar.

En el caso de Marcela y María José sus cuerpos fueron hallados bajo el ardiente sol en el área de Levee Road y County, en la zona desértica de la reserva, sin signos de violencia, según el informe médico. A su lado fue encontrado con vida el pequeño Kristhyan, quien permanece en un centro de refugio para menores. Su padre dice que es un milagro que haya logrado sobrevivir.

“Si ella supiera que le tocaba caminar así, hubiera dicho que le dieran un tiempo para comprar comida. Ella no se iba arriesgar a irse con los niños sin bebida, sin alimento, sin absolutamente nada. Hubiera botado la ropa que llevaba en la maleta y la hubiera llenado de comida. Hubiera llevado otra batería. Ella no sabía lo del desierto, estoy completamente segura”, dice una de sus amigas.

Marcela

Marcela Pineda y su hija. Foto: archivo particular

Su hermano, Luis Sarmiento, está convencido de lo mismo: “La decisión que ella tomó en ese momento pudo haber sido acertada sin pensar que iba a correr ese riesgo; no creo que ella supiera que se iba a meter en semejante locura con dos niños, por más necesidades que tuviera”.

La muerte de esta colombiana y su hija ha sido noticia en toda la región. Incluso, después de que se hicieran públicos los audios de la angustiosa llamada al 911, en Estados Unidos se reforzó la campaña ‘Los peligros del desierto’, la cual busca alertar a los migrantes sobre los riesgos que existen al emprender esta peligrosa travesía para cumplir el llamado sueño americano.

En busca de un reencuentro

La Cancillería de Colombia apenas fue notificada de la noticia por parte de la patrulla fronteriza del área de Yuma, Arizona, contactó a Hugo Pinzón, según cuenta el hombre. Tanto él como sus familia y amigas cercanas quedaron devastados al enterarse de lo sucedido.

Gracias a la difusión que ha tenido esta trágica historia, una trabajadora social se comunicó con el padre de Kristhyan y le permitió hablar con él a través de una videollamada el pasado miércoles 1.° de septiembre. Ahora, está a la espera de que puedan hacerle una prueba de ADN para comprobar el parentesco y así iniciar el trámite para establecer si el menor se queda en Estados Unidos con él.

La familia de Marcela, por su parte, autorizó que los cuerpos de ella y de María José fueran cremados en Estados Unidos. Hugo asegura que planea hacer una ceremonia en las playas de Florida para despedirlas y después enviar las cenizas a Colombia para que su familia pueda darles el último adiós.

“Pedí autorización a su hermano, autenticada por notaría, y al papá biológico de la niña para cremarlas. Se reunió el dinero, que fueron casi 3.000 dólares. Me toca pagar ahora otros 300 dólares más para que me envíen las cenizas y los certificados de defunción a la Florida”, cuenta Hugo.

Este padre anhela reencontrarse definitivamente con su hijo y conocerlo por primera vez. La felicidad, sin embargo, no será completa, pues ni su pareja ni la menor, a quien consideraba como su hija, estarán con él.

El drama de esta familia es el reflejo de lo que viven cientos en el mundo desde hace décadas. Millones de personas se sienten ahogadas y agobiadas por sus condiciones de vida en sus países, y anhelan apaciguar esa sensación viajando a Estados Unidos para intentar conseguir algo de dinero que ayude a mitigar su desesperación. Es una cruda realidad que se registra a diario y que, pareciera, se convirtió en un paisaje en la sociedad.

Más allá de los reportes y estadísticas, lo que se conocen son historias humanas, de personas, amigos, padres, madres o hermanos. Algunas son desconocidas y yacen en un desierto de olvido. Otras, como la de Marcela y María José, se registran. En últimas, todas tienen algo en común: la búsqueda frustrada del ‘sueño americano’.

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Aura María Saavedra Álvarez (@AuraSaavedra_)

David Alejandro López Bermúdez (@lopez03david)

Periodistas de ELTIEMPO.COM

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