Ni recolectaban café, ni eran bicitaxistas y, aún menos, vendían sus billetes en buses. Los venezolanos no solo se han visto forzados a cambiar de país por la crisis. En Colombia debieron estrenarse en oficios que jamás pensaron. Hasta octubre había 470.000 venezolanos en Colombia, 267.000 de forma irregular.
Quienes corren suerte se emplean en lo que saben, pero otros sobreviven de insospechadas maneras. Forzados a migrar por una crisis que alterna la escasez de bienes básicos, la inseguridad y el riesgo de default, muchos además enfrentan una pérdida de «reconocimiento social» que los golpea psicológicamente por los trabajos que deben desempeñar, dijo Alexandra Castro, directora del Observatorio de Migración de la Universidad Externado de Colombia.
Rabia
Tiene 40 años y durante 10 ejerció como abogada en Portuguesa. Claudia Carvajalino se mira las manos y llora. Hace unos meses dejó los escritorios para desgranar matas de café en Ciudad Bolívar, departamento de Antioquia. «Las uñas y las manos se me destrozaron pero, bueno, eso se recupera», comentó.
La resignación le dura poco. Es una experiencia «muy fuerte… se siente rabia, se siente impotencia». En junio Carvajalino alistó maletas, se despidió de su esposo y sus dos hijos. La escasez apretaba y su mamá sufría de artrosis. Entonces viajó nueve horas en autobús hasta la ciudad fronteriza de Cúcuta en Colombia. Dice que al ver tantos venezolanos buscando qué hacer pensó que no era buena idea quedarse en Cúcuta y decidió trasladarse a Bogotá.
Resignada, envió su currículo a tiendas y restaurantes pero ni como mesera fue tenida en cuenta, lamenta. Carvajalino viajó luego a Medellín, la segunda ciudad de Colombia, capital de Antioquia. Fue allí donde, desesperada, vio en un anuncio una oportunidad.
Tomó un vehículo y llegó hasta uno de los municipios donde por esta época hay cosecha. Después de un duro aprendizaje bajo el sol, alcanzó a recolectar por día 80 kilos de café que le significaron 12,7 dólares.
Un recolector experto completa 120 kilos del grano, el principal producto agrícola colombiano. Carvajalino se hospeda en la finca donde trabaja. Y tiene planes para diciembre: regresar a Venezuela, vender su automóvil y volver a Colombia pero esta vez con su familia.
Angustia
Jhonger Piña está irregularmente en Colombia. Entró en junio, tiene 25 años y teme ser deportado. Vaqueros, tenis y gorra, este venezolano evoca, sereno, su salida de Barquisimeto. El negocio familiar de frutas se vino abajo en medio de la hiperinflación y decidió migrar a Bogotá junto con un primo.
Sus amigos venezolanos los acogieron. Sin los documentos en regla, a este estudiante de ingeniería eléctrica le tocó subirse a Transmilenio, el sistema de transporte masivo de Bogotá. Pero por falta de dinero no tenía mercancía que ofrecer y entonces sacó lo único que traía: bolívares, la desvalorizada moneda venezolana.
»Fui uno de los primeros que empecé a dar a conocer los billetes. No los vendía, sino que a cambio la gente me colaboraba y fui reuniendo pesos» colombianos. Piña exhibe un fajo de bolívares y explica: «Si esta gran cantidad de dinero (la) llevara a una casa de cambio, apenas me darían».
Incrédulos, los pasajeros lo miran. En efecto, por esos billetes, en una casa de cambio, solamente le darían 720 pesos, 20 centavos de dólar, mucho menos de lo que voluntariamente recibe a cambio de esta «curiosidad». El vehículo frena, y Piña desciende cauteloso.
No quiere cruzarse con la policía porque a veces los expulsan de las estaciones y confiesa que lo piensa «mucho» para tomar el siguiente autobús: «¿qué voy a decir?, otra vez yo aquí'». Con los pesos que le regalan compra galletas y chocolates para vender, pero siempre lleva sus bolívares. «Nunca pierdo la esperanza ni la fe de que mi Venezuela vuelva a ser la misma para poder estar allá», afirma en una estación del sistema.
Frustración
Bienvenido a «Cedrizuela». El tradicional barrio Cedritos, en el noreste de Bogotá, acoge a muchos migrantes venezolanos. Hace siete meses que Gregory Pacheco salió de su país y desde agosto trabaja allí. Tiene 29 años, estudió comunicación social y llegó a ser director comercial de importantes marcas.
Cuando aterrizó en la capital colombiana venía con otros planes. Le habían hablado bien del mercado publicitario y creía que se emplearía en lo suyo. «A mi país fueron en los años 60, 70 muchos extranjeros, y todos lograron un objetivo, que era tener dinero y prosperidad», rememora. Pero no ha sido su caso. Pacheco tuvo que seguir los pasos de otros venezolanos, subirse a un bicitaxi y buscar pasajeros en una estación de Transmilenio. Al dueño del vehículo le debe pagar 45.000 pesos diarios (15 dólares) y para ganarse 20 dólares pedalea más de 12 horas por jornada. «Sabía que era duro, venía mentalizado, pero no me imaginé que iba a ser bicitaxista», agrega.
Aunque es ilegal, muchos venezolanos terminaron haciendo lo mismo. Hoy, es común verlos con gorras, camisetas de beisbolistas o de la selección de su país. Pacheco ya se reencontró con su esposa, una productora audiovisual que ya se empleó en Bogotá. Pero aún debe pedalear para traer a su hijo de cinco años que quedó al cuidado de sus abuelos. «Yo puedo pasar trabajos, hambre, pero un niño no».