
Era la tarde del 21 de diciembre de 1989 cuando el dictador Nicolae Ceaușescu, que gobernaba Rumanía desde 1967, salió al balcón del edificio del Comité Central del Partido Comunista Rumano en Bucarest a brindar un discurso ante una muchedumbre que él mismo había convocado. Sin embargo, la respuesta fue muy distinta a la que esperaba. La multitud gritó y abucheó de forma tan ensordecedora que la transmisión en directo del evento fue cancelada abruptamente. La manifestación fue disuelta a tiros, pero al día siguiente las personas se volvieron a congregar.
Era una época de cambios y los rumanos lo sabían. Tan sólo un mes antes había caído el muro de Berlín y con ello la administración de distintos gobiernos comunistas en Europa del Este. Pero los Ceaușescu, tanto Nicolae como su esposa Elena, intentaron ser la excepción a esa tendencia.
Para el 22 de diciembre, el dictador ya había perdido casi la totalidad de su control, así que tomó la decisión de huir. Él y su esposa abordaron un helicóptero en la azotea del Comité Central comunista, pero otro acontecimiento inesperado terminó de sellar el destino del dictador. Mientras volaban, recibieron la noticia del derrocamiento del gobierno y que una mayoría de los militares, a quienes habían ordenado disparar para dispersar las protestas, ya no los apoyaban. Tres días después, el 25 de diciembre, murieron fusilados.
Es probable que los Ceaușescu pecaran de exceso de confianza que los hizo olvidar diseñar un plan de escape, a juicio del politólogo alemán Marcel Dirsus y autor del libro How Tyrants Fall: And How Nations Survive. Esa es una de las cualidades más comunes entre los dictadores que pierden su poder y que los somete a un dilema: “es como estar atrapado en una cinta de correr de la que nunca se puede salir”.
Una combinación de factores que van desde las violaciones masivas de derechos humanos, corrupción y privilegios terminan sometiendo no sólo a los dictadores, sino también a sus propios aliados (funcionarios de alto nivel, militares y los servicios de inteligencia), a los que en muchos casos sus vidas dependan de conservar el puesto.
Y perder el control puede traerles consecuencias devastadoras. Desde el año 1950, 23% de los gobernantes del mundo han acabado exiliados, encarcelados o asesinados luego de perder sus cargos. La cifra aumenta si se toma en cuenta el caso particular de los dictadores: 69% de ellos enfrenta esos desenlaces, según un estudio del Journal of Peace Research citado en el libro, que examina la forma en la que miles de gobernantes perdieron el poder.

Miembros de la comunidad siria ondean banderas sirias mientras asisten a una manifestación el 8 de diciembre de 2024 en Berlín, Alemania, para celebrar el fin del régimen del dictador sirio Bashar al-Assad después de que los combatientes rebeldes tomaran el control de la capital siria, Damasco, durante la noche. Foto: RALF HIRSCHBERGER / AFP
Divide y vencerás
Las dictaduras, aunque no lo parezcan, son bastante precarias y sufren de constante desconfianza entre sus miembros, de acuerdo con Dirsus. Si bien ese grupo está compuesto por un círculo pequeño muy cercano al dictador y, por lo tanto, con capacidad de influencia, es esa misma capacidad para actuar la que genera paranoia en la élite gubernamental. ¿Cómo? A veces desconocen quién es leal o quién podría estar conspirando para conseguir nuevas cuotas de poder.
Es por ello que los dictadores se ven obligados a dividir a sus potenciales rivales. Al ser muy dependientes del ejército o los servicios de inteligencia, los autócratas usualmente intentan lo que Dirsus describe como “coup-proofing”. Consiste en dividir a sus fuerzas de seguridad hasta garantizar que ningún grupo tenga la suficiente influencia para llevar a cabo un cambio gubernamental. Pero también garantiza que ninguna de las unidades tenga demasiado poder, generando fricciones entre los grupos, que terminan enfrentándose y hasta espiándose entre ellos.
La táctica ha sido replicada en el mundo. La realeza de Arabia Saudita, por ejemplo, cuenta con la Guardia Nacional saudí y la Guardia Real, encargada de la protección familiar. Lo mismo ocurre en Rusia, donde convergen grupos paramilitares como el Grupo Wagner junto a los servicios de inteligencia y el ejército. Y también hay similitudes en Venezuela, donde las Fuerzas Armadas están divididas en cinco componentes distintos, sin contar los grupos de inteligencia y contrainteligencia.
Pero esa lealtad no es gratis, sino que los gobiernos deben comprarla. Cumplir con las labores de represión y violaciones de derechos humanos implica que los dictadores deben premiar a quienes estén dispuestos a cometer esos crímenes. Por ello, otorgan a su círculo íntimo acceso a negocios millonarios, ascensos en el podio de poder y hasta el control de empresas estatales.
Este proceso resulta clave para los dictadores, principalmente porque en 65% de los casos en los últimos 70 años han sido derrocados por personas dentro de su propio régimen, según un análisis de la profesora Erica Frantz, de la Universidad Estatal de Míchigan, citado por Dirsus.

Portada del libro How Tyrants Fall: And How Nations Survive
Tensiones internas y errores garrafales
Cada anuncio y decisión tomada por los autócratas debe estar perfectamente balanceada con los intereses de su círculo íntimo, lo cual reduce sus posibilidades de cometer errores. Una medida equivocada pudiera proyectar una imagen de debilidad del dictador y generar dudas sobre su continuidad. Y la proyección, en estos casos, es de extrema importancia para los líderes despóticos.
Dirsus asegura que es en los momentos en los que han aparecido señales sobre la debilidad de un dictador, cuando los militares se debaten entre cómo actuar: si retirarle el apoyo al autócrata, participar en una transición y negociar amnistía por sus crímenes, o arriesgarse al posible colapso gubernamental y enfrentarse a un tiempo en prisión. Esto podría suponer una intentona golpista o un alineamiento con la oposición política. Para ello, no obstante, es necesaria la existencia de «una verdadera posibilidad» de que el tirano pueda caer, precisa el experto.
En este sentido, la derrota en las elecciones presidenciales del 28 de julio pudo haber puesto a Nicolás Maduro y a los oficiales militares en esta situación, publicó Dirsus en redes sociales. “Maduro sabe que perder el poder es increíblemente peligroso porque, si ya no tiene el control, es muy probable que termine en prisión o algo peor. Así que probablemente intentará todo lo posible por mantenerse en el poder”, dijo.
I’m not an expert on Venezuela but I’ve just written a book about the way tyrants lose power, so here’s a thread with some thoughts
— Marcel Dirsus (@marceldirsus) July 29, 2024
En los escenarios de aparente debilidad, los dictadores también deben lidiar con otro problema: atender las protestas masivas mientras vigila a sus aliados más cercanos dentro del régimen: “Si ellos rompen con el gobierno, estará (el dictador) en serios problemas”.
«Los tiranos lo saben. Por eso a menudo intentan estructurar sus fuerzas de seguridad de forma que dificulte la planificación y ejecución de golpes de Estado. Quieren evitar desesperadamente una situación en la que un solo general pueda decidir su destino», explica Dirsus.
Pero, incluso si las fuerzas de seguridad decidieran no actuar directamente, aún pudieran tener un rol determinante en caso de protestas masivas. Éstas pudieran dividir al régimen, dependiendo del nivel de compromiso de los oficiales para asumir los costos de reprimir a la ciudadanía.
“El resultado verdaderamente catastrófico, desde la perspectiva del dictador, es que las fuerzas de seguridad rechacen la orden y no hagan nada o cambien de bando por completo. Cuando eso sucede, todo está perdido”, señala Dirsus. El resultado dependerá en gran medida de la percepción que exista sobre la posibilidad de caída del dictador que tengan los hombres de armas.
“La razón es simple: las expectativas importan. En igualdad de condiciones, es mucho más probable que los soldados disparen a manifestantes desarmados si creen que el régimen sobrevivirá. Esa es una de las razones por las que el apoyo extranjero a los dictadores puede marcar una diferencia tan grande”, concluye el autor.
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