Cuando se suman las horas dedicadas a ver la televisión, jugar a videojuegos o navegar por internet, parece que los niños pasan más tiempo en pantallas que en la escuela. En Francia, por ejemplo, en el grupo de edad entre 1 y 6 años, el consumo digital se ha triplicado desde 2011, pasando de 2 horas a más de 6 horas semanales.
También aumenta en el resto del mundo.
Ante esta situación, la mayoría de los padres y madres están preocupados. La presencia invasiva de pantallas en el hogar se ha convertido en una importante fuente de tensión en la relación entre padres e hijos. Ávidos de consejos sobre cómo limitar el tiempo de pantalla, que consideran excesivo, los padres se enfrentan, sin embargo, a contradicciones difíciles de superar: ellos mismos pasan una media de cuatro horas y media al día leyendo sus correos electrónicos, navegando por las noticias de sus redes sociales y viendo series en streaming.
No sólo cantidad, también calidad
A esta gestión del tiempo de pantalla se unen dudas y profundas preocupaciones sobre la naturaleza de los contenidos digitales consultados por sus hijos. En términos más generales, los padres tienen un sentimiento de pérdida de autoridad a medida que los modelos de transmisión de conocimientos cambian con la tecnología digital; los adolescentes se muestran a menudo más competentes que sus padres en el uso de los bienes virtuales.
Sin embargo, los efectos nocivos de las pantallas en los niños están ampliamente documentados en la literatura académica: impactos en la salud física y mental (pérdida de sueño, sobrepeso, dificultad de concentración, etc.), en el rendimiento escolar y en las relaciones interpersonales. En cambio, sus consecuencias sobre los padres están más bien ocultas, aunque generan estrés, baja autoestima y pérdida de confianza en su eficacia personal como educadores, responsables del bienestar y del futuro de sus hijos.
Los retos del bienestar de los padres
Inicialmente centrada en el ámbito médico, la noción de bienestar se ha extendido a ámbitos enteros de la existencia humana, incluidas actividades como el deporte, el ocio y la alimentación. Sin embargo, definir qué es el bienestar es relativamente complejo.
En concreto, los trabajos académicos en economía y psicología positiva distinguen dos enfoques del bienestar. El bienestar objetivo se centra en la calidad de vida. Se mide con indicadores como la tasa de pobreza, el nivel de educación o los riesgos para la salud. El bienestar subjetivo se refiere a la evaluación de la propia existencia por cada individuo y se expresa como “sentirse feliz”. El bienestar subjetivo articula un bienestar hedónico y otro eudemónico:
El primero fluctúa en función de experiencias concretas generadoras de placer y tiene tres dimensiones: la satisfacción que experimenta el individuo con su vida, los sentimientos emocionales positivos, como el placer, y la ausencia de sentimientos negativos.
El segundo es más profundo y duradero, y se basa en la participación en actividades significativas que favorecen el desarrollo de habilidades, la autoestima y las conexiones sociales.
En el ámbito doméstico, el bienestar se investiga poco, a pesar de que la familia es percibida por los jóvenes como una fuente de realización y de tranquilidad. Al mismo tiempo, los medios de comunicación retransmiten esta dificultad para ser “buen padre” y señalan la creciente complejidad de las condiciones para ejercer la paternidad dentro del hogar con la llegada de la tecnología digital, legitimando sin duda la necesidad de repensar esta paternidad a través del bienestar.
Fomentar la comunicación
Para garantizar su bienestar, los padres y las madres utilizan herramientas tecnológicas: software de control parental, almacenamiento automático de las actividades en línea de los niños, protección de datos personales. Estos dispositivos pretenden proteger a sus hijos de forma automatizada sin tener la sensación de tener que convertirse en espías o guardaespaldas.
Estas soluciones son relevantes para el bienestar de los padres porque tienden a borrar los sentimientos negativos de los adultos, pero a menudo desembocan en ultimátums, negociaciones e incluso conflictos. Al sentirse observados en su espacio privado, los adolescentes adoptan estrategias de evitación que establecen relaciones de desconfianza y, en última instancia, afectan a la relación entre padres e hijos.
Por lo tanto, parece esencial comunicarse en un proceso de dos fases. En primer lugar, hay que animar a los hijos a compartir sus conocimientos y habilidades para crear un vínculo en torno a las pantallas. Para promover una convivencia armoniosa con las pantallas en el hogar, los padres no tienen más remedio que revisar los modelos convencionales de transmisión. Sobre todo, aceptar que la transmisión de competencias puede ser ascendente, con niños capaces de explicarles las funcionalidades de las herramientas digitales.
Una vez superada la barrera tecnológica, los padres deben asumir la responsabilidad de educar a sus hijos en las reglas del mundo digital y en el uso de las distintas pantallas, en particular controlando los contenidos visualizados. Este intercambio de información y de conocimientos sobre la tecnología digital debería contribuir a su bienestar hedónico.
En segundo lugar, se trata de comunicar para regular las prácticas aplicables a todos los miembros de la familia. La introducción de normas precisas (como prohibir el uso de pantallas en la mesa o en el dormitorio) y la limitación de los tiempos de conexión pueden debatirse en familia para lograr un uso equilibrado y adaptado a cada edad.
Se invita así a los padres –a menudo excesivamente conectados– a reflexionar sobre sus propias prácticas y los modelos de conducta que representan a los ojos de sus hijos. Poner en marcha estas medidas educativas aceptadas tanto por los padres como por los hijos es, sin duda, una forma de promover el bienestar.
Actividades fuera de la pantalla
La omnipresencia de las pantallas en el hogar se traduce en un exceso de actividades digitales más bien individuales y poco propicias al intercambio y a la puesta en común. Por lo tanto, se trata de reforzar el bienestar eudemónico de los padres fomentando actividades conjuntas en torno a las pantallas para reducir las tensiones y reinstaurar lo digital en su papel de mediador de los vínculos sociales.
Otra posibilidad es pasar tiempo fuera de la pantalla realizando actividades que garanticen el bienestar. La crisis sanitaria nos ha enseñado mucho sobre la capacidad de las familias para reinventar las relaciones en el hogar y construir una burbuja armoniosa entre padres e hijos. Los periodos de reclusión resultantes incitaron a la mayoría de las familias a retomar las actividades dentro del hogar.
Retirados a la esfera doméstica, que se convirtió temporalmente en el único espacio de sociabilidad, padres e hijos (re)aprendieron a pasar tiempo de calidad juntos. Juegos de mesa, hacer pasteles, deportes o actividades manuales, todas ellas propicias para compartir, para la transmisión de habilidades y fuente de emociones positivas y de un sentimiento de eficacia personal.
Conciliar bienestar y paternidad es un verdadero reto hoy en día, dadas las numerosas presiones y contradicciones sociales. Sin embargo, existen muchas soluciones y el bienestar parece pasar por recuperar el control de la crianza, pero también por encontrar un equilibrio entre las actividades digitales y no digitales para evitar multiplicar placeres muy efímeros que, a largo plazo, no hacen necesariamente felices a las personas.
Caroline Rouen-Mallet, Enseignant-chercheur en marketing, Université de Rouen Normandie; Pascale Ezan, professeur des universités – comportements de consommation – alimentation – réseaux sociaux, Université Le Havre Normandie y Stéphane Mallet, Enseignant-chercheur en marketing, Université de Rouen Normandie
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.