Cuando empezó la cuarentena a Ana el encierro no la angustió, en parte lo vivía de manera natural, debía cuidarse del virus y para eso había que aceptar el aislamiento.
Su contacto con amigas y familia se limitó a la era virtual: redes sociales, whatsapp y llamadas por teléfono.
Eran los primeros días de aislamiento y alguien cercano a ella mencionó a Pedro al pasar. Además, una amiga le contó que se había reencontrado con él de manera virtual. «Las casualidades no existen», se repitió una vez más como frase de cabecera.
Luego de recordarlo y de los contactos necesarios, a los días se pusieron en contacto y empezaron a chatear sin parar, incluso le dolían las manos de tanto escribir. Empezaron por escrito y terminaron con charlas telefónicas interminables. Hablaban de todo: de lo cotidiano, de la infancia, de intimidades y, sobre todo, se reían mucho.
«Eran 4 o 5 horas diarias de charlas superficiales y de las otras», cuenta Ana. Trataron de recordar anécdotas de cuando eran chicos y se conocían, pero los recuerdos eran muy vagos. «Habían raíces en común. Él un día dijo «somos del mismo árbol» y, admite Ana, esa frase la conmovió profundamente. «Se convirtió en impensable no estar así tan cerca, tan unidos», agrega.
Ana se enamoró, no se dio cuenta pero pasó, como pasan estas cosas, así sin querer. Ella ya había amado y creyó que nunca le iba a pasar de nuevo. Jamás imaginó tampoco que sería de forma virtual y en cuarentena. Pero pasó. Lo necesitaba, y él a ella. Necesitaban hablar, mandarse un mensaje, saber de la compañía del otro.
El ansiado encuentro en cuarentena
El tiempo pasó, como pasa en estos días, muchas veces eternos. Después de cinco meses decidieron que era tiempo de verse. Después de las cientos de horas de conversaciones que los habían unido llegaba el momento del encuentro, de desafiar la pandemia, vencer el miedo y verse, tomarse de las manos, mirarse a los ojos y amarse cara a cara.
Pusieron fecha: 22 de agosto. Hora y lugar. Ana fue con miedo, algo por dentro la hacía sentirse en alerta. Pero cuando llegó y lo miró lo amó aún más. Pedro la miró… y el hechizo se rompió. No hubo más llamadas, ni charlas, ni consejos, ni saludos de buen día, ni el sonido del celular. Solo silencio.
A Pedro la fantasía lo superó, «No hay química», se excusó. A Ana el dolor la invadió. Se había enamorado, había entregado su corazón a esta historia de amor.
Ella tiene 73 años, él 75…