Hay imágenes que aparecen para detenerse en ellas y repasarlas, una y otra vez, tal vez para buscar las secretas alusiones que rigen su composición. Cuando esto me pasa, siempre suelo preguntarme, ¿qué hay detrás de este lente, quién es exactamente la persona que dispara y lanza al mundo un fragmento que representa mucho de su voluntad, sueño y desgarradura? Algo así me ocurre ahora mismo, cuando visito el segundo fotolibro editado por La Cueva, dedicado a la obra de Antolín Sánchez (y curado por él mismo) (1). Por los momentos, para intentar situarme ante esta obra, solo se me ocurre decir lo siguiente: Sánchez, además de estar tocado por una pasión versátil, capaz de adentrarse en los más variados juegos (cromáticos) calidoscópicos, es un fotógrafo dedicado a producir sentidos que muchas veces superan la mirada meramente fruitiva (este presentimiento pudiera ser de alguna utilidad para comprender su manera de situarse ante la imagen y sus prolongaciones en la escritura). Pero el conocimiento de Sánchez no se restringe únicamente a los aspectos técnicos de la fotografía, también conoce sus procesos (¿al?)químicos y sus expansiones digitales (no puede dejarse pasar su exploración del pixel como unidad cromática que puede recorrer un arco desde la nitidez hasta la borradura), por no hablar de sus vinculaciones con la televisión, la publicidad, el cine (y esto le permite manejar las nociones de secuencia, montaje; además, tiene un evidente interés por la narración, a través del comic, pues muchas veces –además de contar historias– hace pasar a través de ellas ideas y conceptos). Todo esto en tanto a los procedimientos internos y lo que ocurre –muchas veces solo es posible atisbarlo– durante su proceso creativo.

La conjunción de los elementos anteriores hace posible la propuesta visual de Sánchez y su manera porosa de asumir la fotografía como una práctica que además de tener su propia autonomía establece claros –y deliberados– nexos con las artes visuales. No estoy refiriéndome ahora mismo a una discusión meramente terminológica, o disciplinar; más bien, quisiera hacer notar cómo un conjunto de imágenes van desplegándose –y expresándose– en el tiempo y entran en la trama de un volumen antológico que propone una colección personalísima, sí, pero al mismo tiempo conectada con inquietudes que se mueven en un campo simbólico capaz de propagarse hacia la poesía y la política, la historia y hasta la geografía. Y por qué no decirlo: Sánchez ensaya una mirada que busca cierta etnografía sensible, sin caer en la tesis o el panfleto (me atrevería a decir que lo recrea y parodia). Y detrás de cada disparo –tampoco quiero dejar pasar esta intuición– hay todo un proceso reflexivo; ha sido largo, me parece, se manifiesta de manera fragmentaria y hasta podría concebirse como otra obra que se escribe por debajo –o en el reverso– de cada gesto atrapado (el rostro enrejado de Bolívar que vigila los extravíos de la patria, los a veces lentos y aparatosos traslados en el Metro, capaces de producir escenas de aburrimiento y languidez en los usuarios; los trozos de naturaleza pictórica re-capturados en algún restaurante popular, vienen a formar parte de una forma espontánea de asumir la representación; es posible ver su presencia en las fachadas de los comercios, los teléfonos públicos; de alguna forma, esas “naturalezas pictóricas” –quizá un subgénero en fase germinal: ¿quién sabe?– se expanden hacia la arquitectura de la ciudad, sus entramados urbanos).

Cada una de las imágenes que compone la travesía de este fotolibro son susceptibles de ser vistas, sí, pero también leídas (acaso ver y leer son dos momentos de la misma percepción, pero con distinto acercamiento anímico, óptico), como si aparecieran páginas y también cartas que revelan (¿des-velan,?) ante la mirada curiosa –acaso por lo que pueden interpelar y asombrar– un conjunto de rastros (rostros) capaces de “sedimentarse” –para usar un término afín a Sánchez– y luego ramificarse hacia lugares cuando menos inquietantes. Esta tentación recorre buena parte de su repaso antológico y la veo con mayor nitidez en la serie “Tarot, Caracas”. Sus cartas fotográficas, recompuestas, trasladadas del plano simbólico al real, con fuerza interpeladora aterrizan en la trama venezolana contemporánea; insinúan los estragos del poder en el espacio público y sus consciencias; anuncian los traumas, las heridas que ocasionan sus agentes en el cuerpo desbaratado de la historia (sí, la venezolana, por si hace falta dejarlo mucho más claro todavía). El símbolo, aquí, no está oculto, su sentido no está abotonado; pareciera, más bien, gritar, mandar señales de color al ojo. Cada carta, vuelvo, está entreverada, embarrada de realidad. Y por eso, como lo asomé más arriba, la imagen ha sido tratada, retratada y hasta desplazada, como si cada alusión que desliza hubiera pasado por diversos procedimientos plásticos (mucho tienen que ver con la transmutación de la materia, en este caso podría hablarse del ruido –verbal, visual– en sentido). En la mágica operación del extrañamiento, me digo, mientras sigo repasando el libro de Sánchez, ante ciertas zonas de considerable vivacidad expresiva, he llegado a preguntarme muchas veces si estoy ante una fotografía, un collage, el fragmento de una película, el proyecto de una pintura que tarde o temprano tendrá que comenzar a moverse (¿montarse?), el curso de una escena teatral (sí, a veces presiento como pequeños dramas que podrán moverse a su aire en el imparable teatro de la memoria). Sánchez, así, parte de la fotografía; comunica, a partir de ella, pero al mismo tiempo excede sus posibilidades, o al menos las pone en evidente tensión, cosa que desemboca en un curioso juego que oscila entre la creación de ilusiones y la documentación –algunas veces he tenido la tentación de entrecomillar esta palabra– de realidades muy concretas (2).

¿Qué pasa en una fotografía como “Caballero de espadas”? La conexión con la violencia, no sin desparpajo, explícita en el gesto del hombre amenazante, parece por momentos insinuar la salida de la página para concretar su golpe. La espada de juguete da un tono, quizá paródico, pero no deja de evocar incisiones, amenazas. Esta serie, concebida entre 1980 y 1988, se me ocurre, está dotada de rasgos anticipatorios. De algún modo anuncia que ese “caballero” y sus amagos violentos cabalgarán con su máquina ruidosa y veloz, se diseminarán con toda su potencia furibunda por las arterias de la ciudad, no sin antes pasar por cada pequeño poblado, hasta asentarse en el sillón presidencial. No, no es el caballero gentil. No es el caballero que intentará su salida, tras leer demasiados libros sobre el tema. No, no es la mirada del hombre que monta a la bestia, tal vez con la paciencia ritual desplegada en El séptimo sello de Bergman. Es el otro polo: el guerrero con su espada en la mano (y en la boca); tronante, desafiante, se apodera del discurso público, las cadenas, los titulares de la prensa; las páginas de los más incautos, rendidos ante su poder; entra, incluso, en las casas, los cuartos, los baños y las neveras; se corona su multiplicación, aún después de “muerto”, sí, por todas partes, hasta en esas pintas de ojos vigilantes, cada vez más escasos y opacos, hay que decirlo, tapiados muchas veces por la rabia de rayones y grafitis revulsivos; tantas protestas, algunas calladas, otras lanzadas a viva voz (y Bolívar, tras la puerta roja, devaluado, mira con una melancolía nada heroica la escena del país roto). Este caballero beligerante, montado en su Keeway negra, podría leerse como el duro recordatorio de esos fragmentos revueltos de la historia venezolana y se constela con las otras imágenes de la misma serie.

El río Guaire. Ahí está, diría, el paisaje que contiene y recorre al hombre de la moto, no solo a él, sino al país y sus habitantes; presencia silenciosa, desbordante y furibunda cuando se lo propone, es el río, el que nunca recibió las purificaciones anunciadas, visto en perspectiva, con la ciudad y su cielo (oscuro) en el fondo, además de sus viejos hits publicitarios (Nivea, Phillips); un filamento de montaña pareciera ser el testigo silencioso de las aguas pastosas y sus intrincados cursos; flota, en todo el centro –¿será una evocación patafísica?– una copa de cristal, enorme. El caballero y sus multiplicaciones, terribles o no, cruzan a diario estas aguas, es el testigo silencioso de esa secreta vida que ocurre en sus márgenes (en estas imágenes, se me ocurre, está insinuado una suerte de salto metafísico que se materializará en otra serie, “La caída de Babilonia”; basta ver ese dedo enorme que se mueve por el cielo negro y parece soltar su designio sobre las torres de Parque Central, recortadas tal vez con las manos; el hombre de rostro tapiado por un haz de luz que parece caminar por San Agustín; el ojo del ¿payaso? que parece mirar con temor la cresta del edificio, escena nocturna, eminentemente teatral ¿y desolada?).

Y algo de este salto tendrá sus mejores apariciones en la serie “Gracias, ánimas de Guasare”. Llevada por la mirada de lo que aparece en el camino, las carreteras, los pequeños altares que se improvisan para honrar el rastro de los muertos y darle espacio (proyección) a esas presencias psíquicas que cada doliente lleva dentro de sí (tal es el poder de la representaciones, según parece, desde las cavernas hasta nuestros días), Sánchez compone una serie de ¿retablos?, llenos de fuerza pictórica, con evocaciones casi imprecisables. ¿Se asoma lo siniestro o lo sublime en estas pátinas opacas, qué hacer con el santo descabezado, cómo obviar la relación entre el retrato circunspecto –y lavado por el calor– de José Gregorio Hernández y las fotografías superpuestas en los bordes del marco? En un borde inferior, aparece otra imagen, muy pequeña, se trata de la toma distante de un carro inmerso en alguna carretera. ¿Qué fuga anuncia esta ofrenda? Esta imagen –y las infinitas citas que esconde– recuerda una vez más el carácter incierto de todo viaje, así sea el más discreto, toda la relojería que se pone en marcha cada vez que un cuerpo sale del hogar y se encuentra con sus transformaciones reales y simbólicas, pero también anuncia una forma de captar lo que bien podría asumirse como una serie de pequeños collages (muchas veces encapsulados en sus fotografías, y bien entran en la trama de una búsqueda pictórica, sea a partir de la naturaleza, o a partir de los rastros que el tiempo y sus azarosas pátinas van lanzando sobre las superficies, sea en Guasare, sea en un vagón de Metro de Caracas, París). Sánchez capta los rastros que los devotos van dejando a sus muertos; juntos, amalgamados en una constelación visual, conforman una serie de composiciones involuntarias, objetos encontrados que producen sus propios sentidos y al mismo tiempo hablan sobre una obra coral, anónima, como los muros de las calles y sus infinitas superposiciones de trazos y superficies, producto de la necesidad de recordar con la imagen a los ausentes.

Quiero volver sobre ese otro momento –el escrito– de Sánchez. No deja de llamar la atención el registro del proceso posterior a su experiencia de –en el– campo. Ahí aparecerá otra perspectiva, tal vez más “distanciada”, capaz de documentar y reflexionar sobre lo visto, como si hiciera falta poner distancia ante la poderosa trama afectiva implícita a la hora de pensar en la relación que muchas veces los vivos necesitan establecer con los muertos y su forma de hacerlos participar en su realidad. El anterior rasgo, el fértil juego entre la distancia y la cercanía, se me hace más que evidente en el siguiente fragmento de una correspondencia electrónica con Sánchez. Sobre la serie ahora comentada, recojo este apunte suyo: “Los creyentes en Las Ánimas de Guasare habían creado en forma involuntaria esos collages, tan anárquicos como divertidos, una suerte de ‘cadáveres exquisitos’ con objetos en lugar de palabras y frases” (26-12-2016). Me llama la atención el juego combinatorio entre la anécdota y su envoltura conceptual, sobre todo al invocar la técnica surrealista, cuyas resonancias conducen justamente a los poderes de la creación involuntaria que luego serán atrapados –y encausados– por otra mirada, más reposada (y tal vez las “naturalezas” de Sánchez no busquen otra cosa sino pequeños “cadáveres” que su manera de mirar se encargará de transfigurar bajo la pátina unificadora de la técnica fotográfica). Todo lo anterior, hay que repetirlo, tampoco puede ser producto de la espontaneidad por sí sola. Las imágenes respiran muchas veces en las calles, pero son las cualidades conectoras y transmutadoras del artista las que ponen el ojo sobre ellas y se detienen en las cortaduras que logran suscitar. Sánchez busca en las ruinas de la ciudad, sigue las huellas de los objetos que desea; los persigue y retrata, para re-tenerlos, apropiárselos, coleccionarlos (y escribirlos) (3). Tal vez estas sean las dinámicas más ocultas, el refinado hilo estético que va enhebrando un espacio amplio, complejo, lleno de ramificaciones aluvionales. 

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Notas

(1) El primer título de la editorial estuvo dedicado a la obra de Joaquín Cortés. Se trata de una serie dedicada a los Premios Nacionales de Fotografía en Venezuela. En el caso de Sánchez, este fotolibro cuenta con un prólogo de Keila Vall. La cronología del fotógrafo fue elaborada por Nany Goncalves. El diseño gráfico es de Carolina Arnal y Waleska Belisario. El próximo título de La Cueva anunciado para este año es el de Ricardo Armas.

(2) Para mayores precisiones –y en otros contextos– sobre los usos y las posibilidades de la fotografía, así como las múltiples bifurcaciones que tiene el tema, ha sido de suma importancia para mí repasar el trabajo crítico de Sagrario Berti. Algunas de sus reflexiones desarrolladas están disponibles en http://sagrarioberti.com/.

(3) Cito in extenso un texto de Sánchez sobre su experiencia en Guasare:

“La vía entre Coro y Punto Fijo transcurre sobre un istmo desértico. En la mitad de ese reino luminoso y ardiente se encuentra una pequeña capilla rodeada de dunas. Cada rato, autos y camiones se detienen, sus ocupantes se apean, entran a la sofocante capilla, rezan rápidamente y siguen sus caminos.

El culto a las Ánimas de Guasare califica, según la clasificación que hace James Frazer en La Rama Dorada, como magia simpática, es decir aquella que para el creyente funciona por el contacto o bien por similitud. Es así que se ofrendan prendas personales, pupitres escolares, lápidas –supongo que alguien que se curó de una grave enfermedad–, sacos de productos agrícolas, fotografías de personas, casas y automóviles, copias de documentos y hasta vestidos de novias completos.

Mi primera intención fue retratar a los fugaces fieles, pero no llegué a fotografiar siquiera a uno de ellos. Por una parte me cohibí, sintiéndome un intruso en su acto de fe, además los visitantes entraban y salían muy rápido: el enorme calor del interior convertía en un suplicio pasar un rato en el interior. Opté entonces por fotografiar las ofrendas. Esos objetos, más que cosas, son testimonios cargados de anhelos, miedos y alegrías: un universo encerrado en cincuenta metros cuadrados”.


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