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Nuestro amigo común: «Guardianes, los vengadores rusos»

Una mirada a la película “Guardianes” (2017) de Sarik Andreasyan: “Los regímenes totalitarios, buscando siempre el poder sobre las imágenes –pues les permite borrar las que no les convienen y reemplazarlas con nuevos imaginarios– no pueden sino intentar controlar a la audiencia”

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I

Para hablar de Guardianes (2017, Sarik Andreasyan) es necesario hablar del año 1937 de la Unión Soviética: detalles de la vida y la industria cinematográfica principalmente moscovita durante este periodo de tiempo explican una conducta de la cual la Rusia actual no ha podido separarse. Al parecer y, como corresponde en estos regímenes comunistas, “el gran modelo era Estados Unidos: Hollywood. Y eso valía asimismo para la década de 1920, en la que los filmes de éxito estadounidenses también tenían un marcado éxito en la URSS, y nombres como los de Charlie Chaplin, Mary Pickford, Douglas Fairbanks y otros eran muy conocidos en este país”, cuenta el historiador Karl Schögel (en Terror y utopía, Acantilado).

El cine hollywoodense, con su músculo imbatible de alcance y distribución, es una de las industrias más ricas y poderosas del mundo. La Unión Soviética, mientras llevaba a cabo el Gran Terror, y sin contradicción alguna, deseaba ser la industria millonaria que aplastase a la norteamericana en principio con cine experimental como el de los años veinte, tan repudiado luego por los estalinistas, y más adelante por películas de entretenimiento que tomaban el modelo de estructura narrativa y de género estadounidense pero trasladaban la acción a las tierras heladas soviéticas. Dice Schögel: “no constituía ninguna sensación –sino que era visto como algo natural– el que la persona a cargo de la industria cinematográfica soviética, Boris Shumiatski, anunciara tras su regreso de un viaje a los Estados Unidos que deseaban crear un Hollywood soviético, una segunda California en Crimea”. El surgimiento de un nuevo público, ya no el ilustrado que seguía los experimentos de Maiakovksi o Vertov, sino de lo que Schögel llama “el pueblo”, lleva a la producción cinematográfica soviética del realismo socialista a crear historias en las cuales los espectadores pudiesen reconocerse o distraerse. Reconocerse, claro está, no en situación de miseria espantosa o hambruna, sino en ese mundo fantástico en el cual el homo soviéticus defiende a la Madre Rusia de los males imperiales cada vez que delata al tractorista vecino que no entregó su grano al Partido.

Así, para afianzar un nacionalismo artificial (como si hubiese otro), una unión fraterna innecesaria excepto para el régimen, la Unión Soviética estalinista empujó proyectos cinematográficos que copiaron las maneras norteamericanas en su forma. “El público no añoraba películas como El acorazado Potemkin, sino películas de entretenimiento (…) estaban representados todos los géneros (…) pero se precisaba: ‘El primer lugar del repertorio debía quedar ocupado por las películas de héroes. El objetivo de estas películas es la movilización de las masas’”, escribe Schögel. 

II

El prólogo de Guardianes –con su respectivo plano de una estatua de Lenin al inicio– cuenta que durante la Guerra Fría un equipo de científicos y expertos en defensa llamado Patriota alteró el ADN de un grupo de personas originarias de distintos lugares de la Unión Soviética para convertirles en superhéroes que defiendan el territorio frente a “amenazas sobrenaturales”. Cada uno de los cuatro miembros de este súper grupo tiene poderes vinculados a la naturaleza del territorio soviético que representa: Khan (Sanjar Madi), originario de Kazajistán, tiene como armas unas cuchillas curvas, cual hoces, que le permiten combatir al estilo de las artes marciales con rapidez extraordinaria. Ler (Sebastien Sisak), del territorio montañoso armenio, ejerce poder sobre la tierra y las rocas. Kseniya (Alina Lanina), moscovita, es flexible, invisible y puede cambiar de forma y desplazarse velozmente por aire, agua, o incluso el vacío. Y el más pintoresco: Ursus (Anton Pampushnyy), palabra en latín para oso, es un hombre que poco controla su transformación en este animal, apareciendo con cuerpo de hombre musculoso y cabeza de oso, armado con ametralladora. Su procedencia es Siberia, aunque podría fácilmente ser San Petersburgo, la de Vladimir Putin.

Tras la Guerra Fría estos superhéroes se han escondido para pasar inadvertidos entre los ciudadanos comunes, pero ante una nueva amenaza, la del villano August Kuratov (Stanislav Shirin), un profesor que ha sobrevivido a una bomba en un laboratorio y ha adquirido poderes propios, y que ahora utiliza para controlar las máquinas y probarle al mundo que es un genio (eco sin duda del avance tecnológico japonés y norteamericano), son convocados por el Ministerio de la Defensa para hacerle frente. Patriota, con la hermosa Elena Larina (Valeriya Shkirando) a cargo, trata de localizar a los Guardianes para que combatan a Kuratov; sin embargo, este llega a ellos primero y les ofrece que se unan a él. Las decisiones y batallas a continuación son espectaculares y fuera de todo orden, es decir, desmesuradas con respecto a lo narrado, un despliegue tecnológico incompatible y desproporcionado cuyo objetivo es probar la capacidad de los profesionales detrás, en una obvia competencia imaginaria con la americana Los vengadores.

La industria norteamericana no es ajena al estudio de cómo se comporta la audiencia. En los años veinte, por ejemplo, las películas de cine negro hacían caer al antihéroe desde su más alto pedestal económico y de poder después de habernos mostrado cómo asciende rápidamente en una vida de lujos, algo que el espectador común experimenta primero como acceso propio a una vida ostentosa y luego como satisfacción de ver caer a quien la obtuvo ilegal y violentamente. Esta suerte de catarsis guía emocionalmente al espectador para que esa masa de alguna manera se vea alineada con los márgenes de la legalidad frente al caos de las mafias de la época. En la Unión Soviética del año treinta y siete las películas de género musical del realismo socialista mostraban al público personajes de granjas colectivas que podían por igual trabajar el campo o tomar un fusil e irse a la guerra por la patria y por Stalin, que era lo mismo, así como también alentaban la delación en thrillers políticos donde el enemigo del pueblo, el villano de la cinta, era solo una excusa para que todos sospechasen de todos.

Obvia y chata, Guardianes copia la estructura exacta de Los vengadores –desde la figura de Nick Fury hasta la villanía cibernética de Ultrón– pero, como en el treinta y siete soviético, adoptando iconografía reconocible para la audiencia rusa. Estúpidamente divertida, la cinta de Andreasyan debutó de primera en la taquilla rusa pero descendió a la velocidad de sus superhéroes sin recuperar la inversión, además de hacer evidentes los complejos de una sociedad que, en un conflicto hamletiano que habría molestado muchísimo a Stalin, quiere pero no quiere ser. Los regímenes totalitarios, buscando siempre el poder sobre las imágenes –pues les permite borrar las que no les convienen y reemplazarlas con nuevos imaginarios– no pueden sino intentar controlar a la audiencia y, desvergonzadamente, entrar en una competencia absurda con el enemigo que se han creado, al cual, por cierto, le tiene sin cuidado lo que hacen. La indiferencia les agobia. Nótese el nombre: el título original Защитники (zashchitniki) se traduce “defensores”, o “guardianes”; se trata de proteger algo de lo ajeno, no de vengarlo: la vulnerabilidad no existe. Lo que existe en el Hollywood alineado con Washington durante la Guerra Fría se ha eliminado en el Mosfilm a las órdenes del politburó. La libertad.

https://www.youtube.com/watch?v=g9srhnt1b4E

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