ENTRETENIMIENTO

Tres poemas de Bibiana Collado Cabrera

por El Nacional El Nacional

Debajo de las uñas

Debajo de las uñas,

ahí es donde se sienten

los perros desbocados de la sangre.

Ocultos en los pliegues y en las sombras

tensando la carne en su delirio,

ahí es donde retienen

los añicos de vida que nos quedan.

Quebrado el umbral de resistencia,

llega el latigazo y el aullido en desbandada.

Incapaces, los tendones han cedido.

Las fieras ya corren por el monte.

Acerquémonos a comprobar

las riendas rotas.

**

Desalojo

Con el trazo izquierdo, el más inexacto,

firmo el desalojo de esta casa.

Repaso baldas y mesillas,

busco la seguridad de sus puntos

ciegos. Y doblo una y otra vez

sobre sí mismos

los bordes que sellan nuestra huida.

Derroco los espacios uno a uno,

los libero de la pena negra

de no habernos guardado en sus entrañas.

Exculpados, me esfuerzo en convertirlos

en perfil, en anudarlos a una mirada

de soslayo, mientras empujo con innecesaria

lentitud                  cada una de sus puertas.

Me impongo un silencio sarmentoso

al dejar las llaves sobre la mesa.

Y antes de despedirme,

me permito el error último.

… y recuerdo cómo anhelamos

la punzada de la rabia

para no flaquear

en el momento de los cierres.

**

Las manos

I

Las manos de mi madre

tienen el olor ácido

de las naranjas –y las uñas negras–.

Quince minutos de descanso.

Un termo de café.

Cuatrocientas mujeres en una nave

industrial apilando cítricos.

Tienen el olor de lo casi podrido

y recolocan con prisa las sábanas,

temerosas de corromper

la niñez con el aliento exhausto

de los días.

En los recuerdos infantiles,

mi madre              no tiene manos.

Y las fotografías obturan

la aspereza y las astillas

de los cajones.

También para ella,

crecer era escapar del escozor.

Tiempo de madrugadas escarchadas

donde miedo de madre y de hija

se confunde.

II

Fingimos haber coincidido

en algún punto de la edad adulta.

Fingimos que mi padre

es cualquier hombre y no entendemos

por qué ellos duermen plácidamente

mientras nosotras velamos.

Fingimos complicidad y, a veces,

hasta nos la creemos.

Pero el peso es demasiado grande.

Pagamos el café y nos vamos,

antes de que alguna de las dos

exhiba demasiado su tristeza

y no podamos evitar sentir

que algo hemos hecho mal.

III

Yo vuelvo de vez en cuando a casa

e intento devolverle

las manos a mi madre.

Recuerdo con ella aquel tiempo,

ya sin madrugadas escarchadas,

y difumino con paciencia el escozor.

Hoy preparamos juntas la ropa de cama

para la enfermedad venidera

y nos miramos, en silencio,

sin atrevernos a preguntar

si estaremos a la altura.

Otra vez los miedos confundidos.

Quizá ahora, al menos, lo sepamos.

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El recelo del agua

Bibiana Collado Cabrera

Ediciones Rialp

España, 2017