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Presencia, memoria y trascendencia de Perán Erminy

El pasado 6 de marzo falleció Perán Erminy (1929-2018), pintor, curador, crítico de arte y de cine, investigador y profesor universitario. Fue parte del grupo El Techo de la Ballena, así como autor de numerosos ensayos y textos críticos, publicados como libros o en catálogos. A través de este dossier Papel Literario le rinde un homenaje

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No queremos repetir lo que muchos han dicho respecto a que Perán Erminy fue un ser fecundo, inquieto, agudo, ingenioso, tenaz, rebelde, generoso, humilde, colaborador, controversial, anarquista, peleador, transgresor, promotor, vehemente, contestatario, locuaz, honesto y valiente a lo largo de su vida. Pero tampoco deseamos disimular ni desvalorizar esas características y menos podemos negar las contradicciones propias de alguien con un perfil tan plural. Sin duda, la coherencia de Perán Erminy procedía de la aceptación de las paradojas y se proyectaba hacia la preservación de las paradojas. En este sentido legitimaba las tesis de Edgar Morin, en tanto que solo podemos crecer y avanzar al alimentar y aprovechar nuestras propias contradicciones.

En medio de esa actitud de no querer repetir sus características y de, al mismo tiempo no disimularlas, se produce un umbral en donde pensamos ubicarnos para acercarnos a tres propiedades muy definidoras de nuestro querido colega. Nos referimos al ejercicio de su consecuente presencia, al despliegue de su capacidad memoriosa, y finalmente, a la fecunda trascendencia de su legado. La presencia, la memoria y la trascendencia formaron parte de su vida y de su obra, en tanto que atravesaron su trayectoria personal y su quehacer intelectual. En efecto, entre sus vivencias y sus logros no se notaron desarticulaciones porque era un hombre transparente: siempre espontáneo y sincero sin descartar ni siquiera la impronta de sus intervenciones y opiniones que no en pocas ocasiones lo sorprendían a él mismo. Dejó que su conducta hablara permanentemente de él y que sus palabras corroboraran su conducta.

Cuando aludimos a su consecuente presencia nos referimos a que él se encontraba en todos los sitios en los cuales era requerido y en todos los lugares en los cuales su influencia encontraba resonancia. Perán Erminy, en cierta forma, encarnaba la aseveración de Octavio Paz, según la cual los poetas, los artistas y los creadores saben lo que significa “el manantial de presencias”. En su caso, este “manantial de presencias” no era solo el ejercicio de un presente en donde se conjugaban todos los tiempos, sino que más bien representaba la vocación de una omnipresencia solidaria y estimulante. Por eso, lo encontrábamos en todos los eventos de la plástica que acontecían en la ciudad, pero también en otras partes del país, incluidas las más recónditas y de más complicado acceso. Los medios para llegar no eran obstáculos ni tampoco los inexistentes o precarios reconocimientos económicos. Pero igualmente, sabía compartir en los espacios de teatro, o de cine o de la literatura, sin descartar las reuniones sociales del más variado espectro. No deja de ser interesante que disfrutaba y se sintonizaba con todos los ambientes que compartía con lo cual vivenciaba aquella exclamación que reza: “Dios mío, hazme estar en donde estoy”.

El segundo rasgo que debemos reseñar es el de su prodigiosa memoria que, no en pocas ocasiones nos remitía al Funes de Borges, así como al concepto de pensamiento rizomático de Deleuze/Guattari. En efecto, nuestro amigo nos sorprendía, al tiempo que nos agradaba y también nos angustiaba, porque en sus conferencias improvisadas consumía casi la totalidad del tiempo en pormenores de naturaleza introductoria y en ideas de contextualización con lo cual demoraba la llegada al núcleo central del asunto. Esta peculiaridad, sin embargo, compensaba a la audiencia por la riqueza y significación de sus explicaciones así como por la manera amena de sus disertaciones. La razón de esta peculiaridad era su enjundiosa y rizomática memoria que se corporizaba en un pensamiento vital y de acelerada versatilidad para establecer relaciones. En su cabeza, cada idea se multiplicaba en brotes que se extendían tanto en su expansión como en su profundidad. Le costaba llegar a la almendra porque la concha siempre estaba tramada y entreverada por datos que se enraizaban en significaciones de análoga importancia. En su caso las dinámicas de lo múltiple y de lo generativo, en lugar de ser especulación complementaria, eran aportación significativa que le permitían disfrutar más el camino que la llegada al igual que lo regocijaban por demostrar que Dios está en los detalles. Y lo determinante en el ejercicio de esta peculiaridad fue que –y pido excusas por el retruécano– él siempre tenía la inteligencia para afrontar inteligentemente las urdimbres y los nudos de su propia inteligencia.

La última singularidad a destacar es que Perán Erminy seguramente vivió con la conciencia de que –tal como lo sugiere Jorge Luis Borges en “El inmortal”– la vida necesita de la muerte para sustanciar la naturaleza de los esfuerzos y para elevar el espíritu hacia lo extraterrenal. La inmortalidad sería el peor de los castigos porque no incentivaría al ser humano para hacer obras que trasciendan y para hacerlo trascender. En el fondo, la conciencia de la muerte es la que promueve la verdadera inmortalidad, y esta no es otra que el legado de lo hecho y el testimonio de lo dejado. Se vive para dejar un recuerdo, y es ahí donde Perán Erminy permanecerá en la memoria de nuestros corazones porque lo seguiremos queriendo y en la memoria de nuestros cerebros porque lo seguiremos citando con reconocimiento y admiración.

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