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Pedro Varguillas: «Siento que tengo un deber»

Serie “Nuevo país de las letras”. Banesco. Pedro Varguillas: “Siento que tengo un deber”. Texto: Beatriz Cruz / Fotos: Jaime Natera

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Nacido en Maracay, en 1988, es poeta y ensayista. Licenciado en Letras, mención Lengua y Literatura Hispanoamericana y Venezolana. Cuenta con un Máster en Literatura Iberoamericana y cursa el Doctorado en Estudios Culturales Latinoamericanos. En 2009 fue ganador del XXI Concurso Anual de DAES (ULA), mención Poesía, con Los poemas del payaso. Su primer libro se titula Marea (2012).

Es una primavera cálida y las ventanas del apartamento están abiertas. Al fondo se escucha el bullicio de los niños, más alegres que de costumbre, que juegan en el patio de la escuela sin sentir frío. Días de quince grados centígrados no son comunes en Chicago, la ciudad donde vive y estudia Pedro Varguillas desde 2013. Lejos parece estar un fenómeno llamado Vórtice Polar, que deja indefensos a nativos e inmigrantes con temperaturas de menos cuarenta grados.

Cuando estaba cursando el quinto semestre de Letras en la Universidad de Los Andes, Pedro intuyó que su doctorado lo realizaría en Estados Unidos. La decisión sobre cuál ciudad elegiría, vendría más tarde. “Venirme a Estados Unidos era un objetivo que tenía establecido desde hace tiempo”. Hoy en día termina su Doctorado en Estudios Culturales Latinoamericanos en la Universidad de Northwestern.

Pedro nació en enero de 1988 en la Clínica Calicanto de Maracay. Es el tercer hijo del matrimonio entre Flora Vielma, una doctora de La Azulita, y Pedro Varguillas, un médico de Turmero. “Yo soy hijo de una mujer andina y de un hombre aragüeño. Mi abuelo paterno es oriundo de Chuao y mi abuela era espiritista en Turmero. Por el lado materno, mi abuelo era de La Azulita y mi abuela descendiente de los indios de Chiguará. Los presento de esta manera porque, finalmente, Venezuela es un país mestizo. Y para mí el mestizaje está en mi piel, es parte de lo que soy”.

Sobre el escritorio reposa Arquímedes, un maniquí de madera de los que usan los estudiantes de arte para aprender a dibujar. Hay libretas, apuntes, una computadora, una foto familiar. Por el par de ventanas que están justo frente a su mesa, la luz entra plena, inundando el apartamento.

A mano derecha, dos estantes repletos de libros, unos en inglés y otros en español. A mano izquierda, una pared llena de fotos, postales, momentos y recuerdos. Resalta a la vista una foto que muestra a un grupo de personas junto a la tarima de un mitin político. El piso luce pulcro, quizás porque Pedro ha adoptado la costumbre de descalzarse al entrar al apartamento.

Pedro lleva unos lentes que ocupan gran parte de su cara. Está mirando hacia la ventana mientras toma un sorbo de agua. Cuenta que vivió en Turmero hasta los dieciocho años. Al cumplir la mayoría de edad, decidió mudarse a Mérida. Quería vivir solo y tener hogar propio, pero terminó viviendo en un apartamento que su mamá había comprado unos años antes. Allí vivió y estudió hasta que decidió irse a Chicago, donde continuaría con su formación como escritor.

Si Pedro hubiese seguido los pasos de sus padres, quizás hoy sería médico o político. No lo recuerda con claridad porque estaba muy pequeño, pero sus padres estuvieron muy inmiscuidos en la escena política. Ambos crearon el Colegio Médico de Monagas, y luego ocuparon distintos cargos políticos en Aragua. “De mi papá heredé la curiosidad por Venezuela, por la sociedad, por la política, pero entendida como acción ciudadana. Él siempre me decía: ‘Estudia, estudia, porque solo estudiando vas a saber de dónde vienes y quién eres’”. En algunas de las fotos expuestas, está su padre en plan de dirigente político.

En algún momento de su infancia, Pedro quiso ser Presidente de Venezuela. Le avergüenza decirlo, pero admite que la política lo envuelve, lo apasiona. “Yo tengo la ilusión de que se puede hacer política con la lengua. Mi relación con la lengua y con el mundo siempre ha sido enteramente política. Lo que escribo siempre es polémico porque trato de provocar respuestas. Yo quiero escribir palabras que generen resultados, sea en poesía o ensayo. La política es parte esencial de mi proyecto intelectual, y yo quiero que mis palabras muevan a la gente”.

Los peores poemas

Pedro Manuel es el menor de tres hermanos. Pedro Javier, que es militar, es el mayor y le lleva cinco años. Y Pedro Vicente, que es ingeniero, le lleva tres. De sus recuerdos de infancia en Turmero, retiene los días de lluvia en el patio de su casa. “Me veo jugando con mis hermanos. Cada vez que caía un aguacero, se formaba un pozo en el patio. Había unas caminerías de cemento pulido que se ponían resbaladizas bajo la lluvia. Nos lanzábamos por allí y terminábamos en el pozo”.

Con dos padres que distribuían su tiempo entre la medicina y la política, poco tiempo restaba para cuidar a los hijos. La Señora Ana fue la encargada de velar por los hermanos Varguillas. Durante once años ininterrumpidos, esta trujillana asumía todas las labores del hogar. Lo hacía a expensas de procurar la comida para los cuatro hijos que había dejado bajo custodia de su suegra, en las Llanadas de Monay. “La Señora Ana fue un pilar de mi vida. Ella vivía en casa y yo crecí escuchando sus historias de ‘La Llorona’ y ‘El Silbón’. Por su cercanía y su manera de hablar, yo era como un andinito viviendo en el centro del país. Hablaba como si fuera un trujillano, y a todo el mundo le decía usted. La verdad es que aún no me he podido desapegar del usted”.

El sol sigue brillando afuera. Los niños vuelven a sus aulas justo a tiempo, pues el viento arrastra algunas nubes. En un par de horas, según el pronóstico de un noticiero, empezará a llover. Al fondo suena un piano, entre melancólico y romántico. Pedro bebe otro sorbo de agua y continúa viendo por la ventana.

“Yo pasé toda mi infancia montado en la mata de mango que estaba en el patio de mi casa. Desde allí veía los aviones que salían de la base aérea en Palo Negro. Yo quería ser piloto. Fui feliz en mi primera escuela, hasta que cumplí seis años. Me sacaron del Instituto Escuela de Turmero y me llevaron al colegio María Inmaculada. Para poder bautizarme, las monjas exigían que estudiara allí. Pero mi vida fue un infierno en ese colegio. Nunca encajé en ese grupo, ni tampoco me hicieron encajar. Al finalizar sexto grado, me inscribieron en el Liceo Militar. Cumpliría mi sueño de ser piloto”.

En el Liceo Militar entendió que no tener dinero para comprar en la cantina no tenía por qué ser mal visto, y que en un mismo lugar podían convivir hijos de civiles, militares, policías, técnicos y obreros. Allí aprendió la responsabilidad que conlleva vestir un uniforme. Los días podían empezar a las cuatro de la mañana y con la complicidad de los buenos amigos podía jugar a lo prohibido.

Estaba cursando segundo año de bachillerato cuando empezó a entender que ser piloto quizás no era lo único en el mundo. Un profesor de nombre Simón Zapata lo entusiasmaba con el conocimiento de la historia. “Me leí completo el libro de Historia Universal de Áureo Yépez Castillo, y me la pasaba viendo History Channel. Entonces me dije: ‘Lo mío es Historia’. Cuando me fui a Mérida, iba con esa idea”.

Ese mismo año llegó a sus manos La caída del Liberalismo Amarillo, de Ramón J. Velásquez. Desde ese momento no pudo dejar de seguir leyendo e investigando sobre Venezuela. “Yo cumplí catorce años en pleno paro petrolero. Y en casa la situación se vivía con mucha tensión. Mi familia era claramente opositora, aunque yo no entendía del todo lo que pasaba. Luego en Mérida estuve en todas las protestas antigobierneras que se convocaban”. 

Pero a los mismos catorce años, también empezó a coquetear con las letras. “Recuerdo un domingo en la tarde en el que estaba viendo televisión y anunciaron una película llamada Il Postino. Esas imágenes fueron las causantes del doctorado que ahora estoy cursando. Cuando comienza la película y veo que empiezan a hablar de metáforas y de la belleza del idioma, yo me dije: ‘Quiero ser poeta’”.

Después del Liceo Militar, Pedro entra en el instituto Luisa Cáceres de Arismendi. Allí conoció a María Teresa, se enamoró y comenzó a escribir por primera vez. “Cuando la vi empecé a escribir los peores poemas y cartas de amor de todos los tiempos. Eran cartas a puño y letra. Les echaba perfume, las ponía en sobres, les agregaba flores y se las daba a intermediarios para que se las hicieran llegar”.

Años más tarde, esas cartas se convertirían en un primer libro. “Yo le dije a mi mamá que quería ser poeta y ella reunió todas esas cartas. Fue a una editorial y logró que le publicaran mi libro. Se llamaba Todas las noches, pero ese libro no lo va a conseguir nadie. Los desaparecí todos. En algún rincón de la casa de Turmero, deben quedar algunos ejemplares. Pero no hay riesgo de que lleguen a lectores”.

Pedro se ha tomado toda el agua de la botella. Y hace rato cesó el piano que se escuchaba al fondo. Por las ventanas solo se cuela el ruido de algunos carros. De pronto admite que su infancia no fue tan importante como lo que vino después, cuando se inscribió en la Escuela de Letras de la ULA. Siente que en Mérida empezó su vida.

Mérida en el corazón

Apenas pudo, su hermano Pedro Vicente se fue a Caracas, a estudiar Ingeniería. Pero el menor de los hermanos nunca vio la capital con buenos ojos. A los dieciocho años ya tenía claro que estudiaría Letras, no Historia, y también que Caracas no iba a ser su ciudad universitaria. Quería ir al cine, a fiestas; salir hasta la madrugada con los amigos. Pero en Caracas eso no era rentable ni seguro. Ya en Mérida tenía apartamento y familia; no había mucho más que considerar.

“A Mérida la amo, la llevo en el corazón. Cuando llegué a la ULA, sentí que había conseguido mi lugar en el mundo. Me di cuenta de que ser diferente no era malo, de que allí no era raro pensar, ni decir cosas diferentes. A mis dieciocho años entendía que mi lugar en el mundo estaba del lado de las Letras”.

Si bien tenía claro que Letras sería su carrera, no sabía si esa licenciatura lo iba a ayudar a ganarse la vida. Pero el futuro no le quitaba el sueño. “A esa edad no quieres pensar en el futuro, no te estás preguntando de qué vas a vivir. Yo apenas estaba entrando al agua, estaba empezando a nadar”. Cinco semestres más tarde entendería que, para subsistir en ese mundo, lo más prudente era convertirse en profesor.

Estudiar Letras fue una carrera contra el tiempo; quería recuperar todos los años malgastados. Apenas en el primer semestre conoció a Cortázar; nunca antes había escuchado ese nombre. Recuerda que, en los primeros años, leía con voracidad todo lo que llegaba a sus manos. “Un estudiante de Letras lee en promedio dos o tres novelas por semana, y no menos de doscientas páginas entre ensayos y artículos. Pues yo tenía que leer el doble. No había tiempo que perder, y yo ya había perdido mucho”.

Empezó a nutrir su propia biblioteca, sobre todo con autores venezolanos, muchos de los cuales viajaron con él a Chicago. Hoy ocupan un lugar especial, en un estante ubicado cerca del comedor. “Son muchos los autores que considero influyentes en mi formación: Luis Alberto Crespo, Ramón Palomares, Miyó Vestrini, Víctor Valera Mora, Juan Calzadilla, Carlos Contramaestre. A mí me interesa demasiado Venezuela, me importa saber lo que hemos hecho. Yo creo que Crespo es quizás el mejor poeta venezolano vivo. Palomares murió hace poco, pero hasta sus últimos momentos escribió poemas brutales. Para mí la poesía venezolana es la mejor poesía de Latinoamérica. Eso lo digo aquí y en el Congreso de Latinoamericanistas. Si algo tenemos nosotros es magníficos poetas, uno mejor que el otro”.

“Bello Púbico fue el nombre de un periódico que empezamos a editar cuando cursábamos el tercer semestre. La hacíamos con estudiantes de la Facultad de Humanidades. En los dieciséis números que duró la publicación, exigíamos educación de calidad a los profesores. Incluso llegamos a publicar un manifiesto, que instaba a los alumnos a responder con preguntas los exámenes. En la cara frontal del pasquín siempre había un retrato de Andrés Bello, editado digitalmente. En una oportunidad emulaba al Cristo de la Misericordia, en otra al Che Guevara, en otra a un cuadro cubista”.

“Bello Púbico generó reacciones encontradas. Había profesores a favor y en contra. Yo creo que ganamos mucho respeto, porque estábamos muy comprometidos con el mejoramiento de la educación. Esta fue mi primera experiencia en una comunidad intelectual. Nos reuníamos los fines de semana; compartíamos música, autores, películas. Era una vida bohemia. Era beber y leer. Fue una etapa muy bonita”.

Los años pasaban y la poesía de Pedro empezaba a tener mayor madurez. Su trabajo distaba de aquellos versos de niño enamorado. “De alguna manera, traté de insertarme en la poesía paisajística. Y quizás esto empezó ingenuamente en aquella mata de mango del patio, porque allí pasé años observando e imaginando. Escribía con mucha influencia de Bello, Lazo Martí, Arvelo Torrealba, Gerbasi, Palomares, Crespo, Montejo. Esa era mi genealogía”.

“En la ULA yo tuve la responsabilidad de organizar las Jornadas Estudiantiles de Creación Literaria, y una vez yo propuse invitar a Luis Alberto Crespo. Él es un poeta muy vital, o mejor dicho: la poesía es su modus vivendi. Para mí siempre fue como un tótem. Pero tener ese encuentro con él me ayudó a entender que ser poeta es algo posible, real; algo que no solo se veía en las películas. Él me ayudó a entender que la poesía es como una energía. Aprendí que sentir es algo natural, que si quieres escribir un poema te tienes que abrir, que no te puedes mentir”.

En 2009, como fruto de una decepción amorosa, escribió Los poemas del payaso. “Mi novia había puesto punto final a la relación para estar con otro. Así que terminé escribiendo un poemario para él, para el payaso. El despecho camina por vías misteriosas”. Pero el libro le trajo lo que sería una primera distinción. La Dirección de Asuntos Estudiantiles lo había seleccionado como el mejor libro de poesía de su Concurso Anual.

Pedro no se detuvo cuando culminó la Licenciatura. Iniciaría de inmediato la Maestría en Literatura Iberoamericana. De ese paso recuerda con cariño a algunos profesores: “A Cecilia Cuesta, mi mentora y tutora de tesis de pregrado. A Álvaro Contreras, quien me enseñó a leer como se debe. A Lilibeth Zambrano, quien me dio lecciones de humildad y de dedicación al trabajo. A Douglas Bohórquez, quien me introdujo al mundo del ensayo latinoamericano. A Pamela Palm, por entender que la música, al igual que los libros, tiene el mismo poder de develar la esencia de lo que nos hace venezolanos”.

Mientras cursaba la Maestría, nació Marea, su primer libro publicado. “Es un libro frágil, de edición pobre. Está lleno de errores tipográficos. Lo escribí en seis días acompañados de ron Angostura, naranja y azúcar. Marea es como un grito. Es como si gritara todo el tiempo. Mientras lo escribía, me di cuenta de que esa era mi voz, entre malandra y formal, entre seria y jocosa, pero siempre muy comprometida. Es un poemario de amor, que escribí porque estaba ridículamente enamorado de Gina. Empecé escribiendo un poema, pero después no pude parar. Y así seguí escribiendo. Era algo que me sobrepasaba. Solo paré cuando me di cuenta de que había escrito durante todos los años de mi vida. Y allí sí no pude más. Y entonces lloré, porque me sentí muy triste cuando lo terminé”.

Pasión por Venezuela

Llega la hora de servir un café. Lo prefiere negro, y confiesa que es su mejor acompañante en el trabajo. También toma té verde, aunque no tenga mucha variedad en su alacena. Y es que por primera vez en muchos años no está viviendo solo. Gina, su pareja, lo acompaña. Al fondo vuelve a sonar música. Esta vez es la agrupación C4 Trío.

Reconoce que quizás no estaba leyendo a García Márquez o Rómulo Gallegos cuando debía, pero en su lugar hubo muchos libros de política, interminables conversaciones sobre pensamiento social, análisis sobre Venezuela y su historia. Esas pláticas, más el olor de las arepas que cocinaba la Señora Ana, son dos de las instancias que más recuerda.

Los años de universidad también fueron buenos para rescatar la relación con su padre, quien se mudó a Maracay cuando su hijo pequeño tenía siete años. El matrimonio que duraría toda la vida no resistió el paso de los años. Y aunque estando en Mérida la distancia física era mayor, Pedro siempre sintió cercanía con su padre.

“En esos años nos hicimos muy amigos. Yo lo fui entendiendo cada vez más. Lo empecé a ver desde el punto de vista de un hombre, y no desde el de un niño. Mi papá estudió Medicina, también en la ULA, pero forzado por las circunstancias. Si en sus manos hubiese estado la posibilidad de decidir, hubiera sido filósofo o escritor”.

“A mi mamá la admiro mucho, aunque tengamos formas de pensar muy distintas. Mi mamá es el reflejo de esa mujer venezolana con mucho tesón, dedicada a sus hijos. Hizo y logró mucho en su vida. Estudió, trabajó y luchó por lo que creía. Levantó una familia y mantuvo su matrimonio hasta donde pudo. Siempre quiso dejarle algo a sus hijos cuando muriera”.

“Si algo heredé de mis padres, es la pasión por la política y el país. Porque si algo me preocupa hoy, eso es Venezuela. Mi vida se llama Venezuela, y esto no es basura comercial o promocional. Yo vivo, pienso y existo para escribir sobre Venezuela. Es lo único que me interesa. Lo demás son maromas para sobrevivir”.

“Así como hay gente que es buena tocando violín, pues lo mío es la teoría política. Se me da con mucha facilidad; tiene que ser un don. Entender qué ha pasado en Venezuela, por qué somos como somos; contar la historia marginal, la que no ha sido escrita. Todo esto me motiva a seguir escribiendo día a día. Siento que tengo un deber. Hay algo en mí que me obliga a hacer esto. Es algo que no sé explicar, pero me mueve”.

En Piratas Universales, blog de corta duración, Pedro trató de reflejar algunas de esas interrogantes sobre la sociedad venezolana. La forma se convirtió en algo accesorio, pero el fondo del proyecto siempre fue el mismo: entender el país. Así fue que, entre versos y ensayos, un grupo de cinco jóvenes escritores, firmando bajo el mote de La Multitud del Pueblo Pirata, trató de dilucidar la intrincada realidad venezolana.

“La gente nos leía mucho. Llegamos a tener dieciséis mil visitas en un fin de semana. Y siempre había muchos comentarios, que era lo que queríamos estimular: mover y entusiasmar a la gente. Eso es también lo que yo busco en mi trabajo intelectual. Yo no quiero hacer poesía para leer en cafés. Tiene que ser algo que llegue, que mueva a la gente”.

Señala que los textos de José Ignacio Cabrujas, y en particular “El estado de disimulo”, han sido piedras angulares en su afán por entender a Venezuela. “Cabrujas afirma que los venezolanos vivimos y empleamos el disimulo en cada cosa que hacemos. Nuestras prácticas culturales, sociales y políticas siempre pasan por el disimulo y, por lo tanto, siempre nos estamos escondiendo, siempre fingimos. De esa manera, quien no se esconde y no disimula termina quedando expuesto, aislado y probablemente solo”.

Sus días en Chicago transcurren entre la enseñanza del español a jóvenes alumnos de la Universidad de Northwestern, la escritura de un libro de ensayos, la revisión de uno de cuentos y la redacción de su tesis doctoral, dedicada al análisis del género changa tuki de Venezuela. La poesía la reserva para momentos de intimidad y concentración. “Para escribir poesía tienes que aprender a sentir. Para escribir cuentos tienes que aprender a relatar. Pero para tratar con ideas… eso se lleva más tiempo. Yo considero que aún estoy en un período de formación”.

El niño que soñaba con ser piloto, que pasaba horas imaginando historias entre las ramas de una mata de mango, ahora es un hombre que no aspira a ganar premios, que disfruta correr, que se empeña en la investigación y que cae seducido ante la poesía. Y aunque ya no sea un niño, sigue siendo un soñador: “Hay dos cosas que me gustaría hacer en Venezuela. La primera: volver y poder enseñar en la ULA. La segunda: establecer una Escuela de Letras en la Universidad de Oriente, frente al mar. Eso sería maravilloso. Esos son mis sueños”.

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*La entrevista forma parte del libro Nuevo país de las letras, publicado por Banesco Banco Universal, Caracas, 2016. Compilación: Antonio López Ortega.

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