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Nuestro amigo común: «Miro a la gente y no puedo ver nada que me agrade»

En “There Will Be Blood” (“Petróleo sangriento”; Paul Thomas Anderson, 2007) todos quedan al descubierto: mientras más líquido negro sale de la tierra, más se oscurecen las almas de los hombres

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Paul Thomas Anderson pertenece a la generación de directores norteamericanos de finales de siglo veinte, en la que Wes Anderson (Moonrise KingdomThe Grand Budapest Hotel), Christopher Nolan (MementoInception), los hermanos Coen (FargoBurn After Reading), Sam Mendes (Revolutionary RoadSkyfall), Jim Jarmusch (Dead ManCoffee and Cigarrettes), y muchos otros coquetean con Hollywood y con frecuencia hacen grandes superproducciones en la industria pero conservan el tono de cine independiente de sus inicios, con historias mínimas contadas con mucha personalidad. Como todos ellos, P.T. Anderson hace un cine muy particular. No se ciñe a los géneros enteramente, hay un uso “desordenado” de la música que es determinante y ayuda con efectos sonoros a crear ambientes tensos. Su uso del color, sobre todo en Punch-Drunk Love (2002) recuerda al de Stanley Kubrick por la manera en la que lo potencia de significado al asociarlo con un personaje o un tema. Magnolia (1999), quizás la más famosa de sus películas, tiene algo que pocas veces se ha visto en la historia del cine: en una escena determinada suena una canción cuya fuente no se encuentra en la historia, en el universo de los acontecimientos, cuando de repente todos los personajes, cada uno en su espacio, comienzan a cantar dicha canción. Hemos visto música unificando espacio y tiempo pero aquí es mucho más que eso: un tono, una línea temática, una sentencia que los personajes comparten en una de las secuencias más hermosamente tristes del cine.

There Will Be Blood (Petróleo sangriento; 2007) es de las películas menos conocidas de Anderson, pero quizás sea la más poderosa. Un hombre sin escrúpulos obcecado por la avaricia y las ansias de poder se hace con todos los terrenos posibles para la explotación petrolera en California a principios del siglo XX. Interpretado por Daniel Day-Lewis, Daniel Plainview (un apellido idóneo) solo se interesa por una riqueza que conserva para sí mismo, mientras utiliza a los demás, incluyendo a su hijo adoptivo, como instrumentos para conseguir extraer más petróleo. Odia a los hombres tanto como se odia a sí mismo. “Miro a la gente y no puedo ver nada que me agrade”, dice Plainview.

La película tiene escenas como la del incidente con una de las torres de petróleo que son trepidantes y angustiantes, propias de un thriller; al igual que la escena final, donde este género se ve potenciado por la calma tensa que Anderson causa en el espectador. Las escenas determinantes para los protagonistas, el religioso Eli (Paul Dano) y el desalmado Daniel, son apoteósicas. Y esa relación que tienen el uno con el otro, sobre todo viéndolos como las instituciones a las cuales representan, deja en evidencia el tema y la sentencia del director. La mentira y el mal se llevan bien con el poder, no importa la fachada. Petróleo sangriento es la historia de un Charles Foster Kane sin un Rosebud, como comenta Roger Ebert, pues su protagonista no extraña, lamenta, o compadece nada. En esta suerte de tragedia donde todos quedan al descubierto, mientras más líquido negro sale de la tierra, más se oscurecen las almas de los hombres.

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