ENTRETENIMIENTO

Nuestro amigo común: «La forma del agua»: amor líquido

por El Nacional El Nacional

La voz en off anuncia un cuento de hadas mientras vemos a una mujer flotar en una habitación sumergida. La fábula La forma del agua (2017, Guillermo del Toro) cuenta la historia de Elisa (Sally Hawkins) una joven muda que se enamora de una criatura anfibia antropomorfa (Doug Jones).

Tal vez Del Toro no haya estado nunca tan cerca de la cursilería como ahora. No se trata esta vez únicamente de que el marginado es incuestionablemente bueno, sino que va más allá y sentencia que es mejor. La muda Elisa (de apellido Esposito, latino) limpia baños y suelos de un complejo científico de seguridad del Estado norteamericano y tiene de vecino a Giles (Richard Jenkins, la mejor actuación de la cinta), un hombre mayor homosexual. Su compañera de trabajo y amiga, Zelda (Octavia Spencer) es negra. Y el objeto de su amor no es un ser humano.

Está ambientada en los años sesenta en los Estados Unidos, con la Guerra Fría de telón de fondo. Un personaje ruso, Dimitri (Michael Stuhlbarg) es un doctor y doble agente que también es apartado tanto por sus coterráneos (por sospecha, claro está) como por los norteamericanos. O, al menos los norteamericanos que ahora, tan fácilmente, son identificados como los peores malvados que han vivido desde que el mundo es mundo: los hombres blancos heterosexuales, encarnados en el señor Strickland (Michael Shannon), un malo maluco muy desagradable que, por supuesto, es racista, homófobo y pervertido.

No es casual que todo esto esté rodeado de agua. La liquidez, fluidez, laxitud, maleabilidad de criterio es ahora la norma. El pensamiento blando. La forma del agua.

La cúspide de la ñoñería hermosamente fotografiada con tonos de verde de Del Toro tiene varios frentes. Elisa, la “princesa sin voz” inicia su romance con la criatura ofreciéndole huevos duros y compartiendo su música favorita, para terminar comunicándose con lenguaje de señas y teniendo sexo. El villanísimo Strickland tortura a la criatura por deporte, y los rusos quieren matarla porque suponen que podría ser una ventaja para los americanos contar con ella en la carrera por el alunizaje. Una entusiasta de los musicales, Elisa la muda se imagina cantando y bailando con la criatura en un set de musical de los años cincuenta (al menos no es una resentida, esa se le fue entre las piernas a Del Toro, la muda sueña con cantar en tiempos en que quien canta es victimario de quien no pueda hacerlo), en la que consideraría la escena más pazguata de la cinta, que no es decir poco. Si el famoso personaje Amélie fuese fea, muda, latina, amiga de un homosexual y una negra en los años sesenta, y se enamorase de una suerte de alien benévolo, y bailasen como en un musical de Eleanor Powell, aún no sería tan tontamente complaciente con un público de quejicas lenitivos encabezados por unos cuantos miembros de la propia comunidad cinematográfica hollywoodense como La forma del agua.

Y sí, las fábulas pueden ser chatas y moralizantes, pero la tontería pueril y edulcorada de este panfleto victimista para adultos de parvulario supera cualquier comparación con una. Increíble.