ENTRETENIMIENTO

Nuestro amigo común: «Cuentos de Tokio»

por El Nacional El Nacional

El historiador Mark Cousins (en La historia del cine. Una odisea) se refiere a Yasujiro Ozu como “tal vez el mejor director que haya vivido”. Considerado el más japonés de los cineastas japoneses, al contrario de Kurosawa, a quien calificaban como el más occidental de los japoneses, Yasujiro Ozu es un realizador austero, tal vez de un solo tema: la familia. Por casi tres décadas de trabajo en el cine sus asuntos y maneras se repiten en una suerte de ritual.

Su estilo visual geométrico, frontalidad y bidimensionalidad lo hace un realizador de líneas limpias, elementales, primitivas en tanto parece pertenecer al origen. Su combinación armónica y sutil de lo trascendental y lo mundano lo acercan a una forma artística religiosa. Sus personajes son profundamente humanos y espirituales en su propia cotidianidad. Enfrenta al espectador con el personaje encuadrando a este en el centro y de frente, mirando directamente a la cámara. Esta además no se encuentra a la altura estándar, aquella que está al nivel de la mirada de un hombre promedio, sino que se sitúa por debajo, a menos de un metro del suelo (el punto de vista de un adulto sentado sobre el tatami), creando una perspectiva de dos dimensiones en la que los techos y no los suelos quedan a la vista. Trabaja con planos largos y estáticos; Ozu apenas hace movimientos de cámara en toda su obra, además de estar habitada por muchos silencios. Su influencia alcanza a cineastas como Wim Wenders, Claire Denis y el finlandés Aki Kaurismäki, quien confesó a Ozu: “He hecho once películas pésimas, y es tu culpa”.

Como todas las películas de este autor Cuentos de Tokio (Yasujiro Ozu, 1953) es comedida y calma. No hay lugar para sentimentalismos ni artificios. La mirada de Ozu sobre este naturalismo se limita a observar, a dejar ver, sin pretender jamás forzar las emociones. Los diálogos son tan duros de escuchar como lo es liviana su manera de decirlos, muchas veces acompañados de una sonrisa pacífica y honesta. Ozu pone en boca de sus personajes las verdades más determinantes acerca del amor y el sentido de la vida, de las relaciones entre familiares, como si fuesen palabras cotidianas.

El estilo de Ozu no solo hace de la quietud un elemento importantísimo, y no se limita al encuadre a unos centímetros del suelo: las acciones se tardan lo que se tardan en realidad, Ozu no trabaja con elipsis. Cuando un personaje está solo en el cuadro y habla, el autor espera a que termine sin cortar a ver al oyente. Además es el maestro de los “planos de almohadas”: al inicio de la película se ve un barrio y se escucha la radio a lo lejos, por ejemplo, un plano como este no tiene ningún tipo de intención narrativa, no habrá nada en la historia que vincule el barrio a los acontecimientos. Solo son planos contemplativos que funcionan como estampas de los alrededores para marcar un cambio de espacio, un tono, una atmósfera. Los personajes están construidos de tal manera que al terminar la película no queremos apartarnos de ellos, pues los hemos conocido y comprendido.

Roger Ebert comenta una escena maravillosa: “Ellos son tus abuelos”, dice Fumiko a su hijo mayor. Y luego, a su madre: “Ya va al instituto”. Es la primera vez que los ve. Uno de los temas en la cinta es la destrucción de la familia a causa del trabajo y la modernización, y dice el crítico, “en solo dos líneas de diálogo nos muestra cómo las generaciones se han distanciado”. En Cuentos de Tokio el autor pareciese decir con la tranquilidad de un sabio que los hijos deben alejarse de sus padres y que los padres se verán afectados por eso sin poder hacer nada al respecto. Tan simple y tan profundo al mismo tiempo.