El cine de Roman Polanski se caracteriza por sus atmósferas opresivas representadas a menudo por los escenarios, donde el director explora la oscuridad humana en los personajes. En El bebé de Rosemary (1968) la opresión viene del edificio donde se dan los acontecimientos, pero Polanski usa también a los mismos personajes que rodean a la protagonista como elementos de ahogo. Uno de los aspectos más escalofriantes de esta película es que el monstruo nunca se muestra (lo poco que aparece fue muy a pesar de Polanski), pero en realidad hay algo más aterrador, y es el aislamiento en el que se descubre poco a poco la protagonista y el espectador con ella. No hay manera de confiar en nadie. Los personajes son personas normales, comunes, y verlos adherirse al Mal es una buena manera de hablar de la banalidad de este.

La historia del cine de terror empieza en la etapa muda, con influencia de la literatura gótica de horror de finales de siglo XVIII. Los hermanos Lumière y Georges Méliès realizaron los primeros cortos del género, como Le squelette joyeux (1895) y El castillo encantado (1896) respectivamente. Los estudios de Thomas Edison filmaron la primera adaptación de Frankestein en 1910, y en España, Segundo de Chomón usaba técnicas primitivas de animación, como en La casa embrujada (1907). El verdadero horror del género aparece al finalizar la Primera Guerra Mundial con el expresionismo alemán. En los Estados Unidos con la quiebra a la vuelta de la esquina, Universal inicia un ciclo de cine de horror sonoro con Drácula (1931, Tod Browning) con el actor húngaro Bela Lugosi, y Frankestein (1931, James Whale) con el inglés Boris Karloff. Productoras como la RKO no tenían dinero para hacer cine de terror donde el monstruo se viese: en El barco fantasma (1943, Mark Robson) se usa el sonido para crear la atmósfera sin gastar dinero.

En los años cincuenta el cine de terror clase B se apoderó de las pantallas norteamericanas fusionándose con la ciencia ficción, consecuencia de la Guerra Fría y sus amenazas nucleares. En los sesenta y setenta aparece el terror psicológico hitchcockiano, la relajación de la moral de los censores alcanza al género y el uso del color permite un rojo espectacular en la sangre. Películas sobre Satán y lo sobrenatural (El exorcistaLa profecía); el blockbuster de horror (Tiburón); los zombis, y las slasher films (La matanza de TexasHalloweenViernes 13Pesadilla en Elm Street, Scream) alcanzan las carteleras desde los setenta hasta entrada la década del noventa, cuando ya los efectos computarizados permiten hacer monstruos más sofisticados. El thriller regresa en esta época (El silencio de los corderosSeven) y aparece el cine de horror documental (El proyecto de la bruja de BlairActividad paranormal) entrando el nuevo siglo.

“La creencia en una figura sobrenatural es superstición, pero también puede ser religión, como creer en Satán. La entidad sobrenatural, buena o mala, es algo desconocido acerca de lo cual hacemos conjeturas, y Lovecraft ha llamado el miedo a lo desconocido la emoción humana más antigua”, escribe Bruce Kawin (en Horror and the Horror Film, Anthem Press). El Mal es un concepto fundamental en el cine de terror. En películas como El bebé de Rosemary Satán tiene presencia como personificación del Mal, y por lo general son el amor y el sacrifico propio los que resultan efectivos para hacerle frente. Pero no en este caso.

No solo se trata del asunto satánico que plantea la película, ni de la exposición del mundo del ocultismo y la brujería en una cotidianidad donde lo sobrenatural pulsa por salir. El control magistral que ejerce Polanski sobre estos miedos –el miedo al aislamiento y el miedo a lo desconocido– convierten esta película en una de las mejores del género y de la historia del cine.


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