Si en 21 caballos Yolanda Pantin, con Malevich, intentaba abrir la lengua a la luz paradójica de la ceguera, no tanto como representación sino como una exposición poética de la condición humana en determinados tiempos y lugares de su historia, ahora en Bellas ficciones (Caracas: Editorial Eclepsidra, 2016), Pantin fiel al riesgo y a la innovación que caracterizan su reconocida, nacional e internacionalmente, obra poética, entre las más singulares de la lengua castellana, da un nuevo giro, esta vez no conceptual sino poético, al centrar el sujeto y la subjetividad en el tiempo y el territorio de la infancia, intentando abrir la lengua a la luz paradójica de la inmanencia, al mismo tiempo que la abriría a la luz de “la cifra de una historia mayor” como dice Giorgio Agamben en “Por una filosofía de la infancia”, al considerar la vida del niño como potencia y posibilidad de la inmanencia al volver “lo posible en la vida en sí misma”, en la que el lenguaje es una experiencia en sí misma “hecha de juegos y fantasía”, una pura materialidad, más allá de sus referencias; es decir, la infancia como una inmanencia, un estar dentro de sí mismo, que se materializa en lo fisiológico: el cuerpo, y se expone en el juego y la imaginación como formas de aferramiento a sí mismo, en un “antes” de la configuración gramatical del lenguaje: la infancia; semejante a la consideración de Lyotard de la infancia como un “antes”, que llama estético, de la configuración corporal de la ley: “Ser estéticamente (…) es ser ahí, aquí y ahora, expuesto en el espacio-tiempo y al espacio tiempo que toca antes de todo concepto e incluso antes de toda representación. Evidentemente, no conocemos ese antes, porque está allí antes de que lo esté uno mismo. Es como el nacimiento y la infancia, que están allí antes de que lo esté uno. El allí en cuestión se llama cuerpo. No soy yo quien nazco, quien soy alumbrado [enfanté]. Yo mismo naceré después, con el lenguaje, al salir de la infancia, precisamente” (Lecturas de infancia. Buenos Aires, Eudeba, 1997). Tanto para Lyotard como para Agamben, la infancia sería el territorio en que el niño se construye a sí mismo, sin intervención externa, anterior a los códigos, regulaciones y generalizaciones de la experiencia, en el que su mundo de fantasías y juegos, en el que el lenguaje puede convertirse en habla en sí misma, lejos de la gramática y la ley, crea su propio sentido e historia, que no necesitan de la continuidad transcendental propia del historicismo, sino que la vida del niño al decir de Agamben “no tiene un objeto otro que sí misma. Es una absoluta inmanencia que se mueve y vive”: una historia mayor devenida lenguaje y cuerpo en sí mismos. Patria trascendental del lenguaje y la historia del hombre adulto por venir.

Desde el “Pórtico”: “‘Esperanza’ es una cosita con / plumas posada en el alma – / y canta un canto sin palabras – / y jamás calla – nada nunca – (Fragmento de un poema de Emily Dickinson que Vero tradujo para Mariji)”; la parte “I” en la que la infancia y la historia coexisten conflictiva y dialécticamente: (“Bellas ficciones. Nunca te conocí, pueblo mío, / aunque siempre tuve a bien / tus existencias. / Al asombro / total, en la extrañeza, / yo renazco / entre la farmacia / y la ferretería / que la cubren sin saberlo / a mi casa pequeña”); la parte “II” en la que la infancia se recupera, en el sentido benjaminiano de la recuperación de esta, como la potencia y la posibilidad de la inmanencia poética agambeniana, y no como la del regreso pueril del adulto a la niñez: (“La poesía. I. Cuando más lo necesitaba, / ella me dio alas. Yo le entregué / alguna de mis palabras / para que las cuidara. / ¿Puedo volver cuanto antes? / Y ella me respondió: Puedes. / ¡Que liberación! Así, / regresé a la infancia / donde están las imágenes / guardadas”). (“II. Cada vez sé nada de la poesía. Cuando pienso que me ha abandonado / me sorprenden sus engaños. / Ella me conoce. Yo voy confiada / creyendo que la sigo, vamos a decir, / por la margen izquierda del río / justo en la entrada del bosque pero, astuta, / está en la otra orilla, agazapada. / Yo persigo una forma. ¡Ja! Se ríe. / Sigue con tus cuentos infantiles”); hasta la parte III en la que la infancia como inmanencia deviene en la mismísima inmanencia poética: “la fábula, o sea algo que solo se puede contar, y no el misterio, sobre el que se debe callar, contiene la verdad de la infancia como dimensión original del hombre. […] En efecto, puede decirse que la fábula es el lugar donde, mediante la inversión de las categorías boca cerrada / boca abierta, pura lengua / infancia, hombre y naturaleza intercambian sus papeles antes de volver a encontrar cada cual su propio sitio en la historia” (Giorgio Agamben. Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2007): (“Oración. Ay zorrito / tú que me miras / con tus ojos entrecerrados, / y con ninguna confianza / puesto que tu ser es por naturaleza / desconfiado, astuto / como tu leyenda lo dice, / sobreviviente de los caballeros ingleses y / así mismo, de los rudos granjeros, / de los tramperos que en las tundras / siguen el rastro de tu piel asombrada. / Arisco, vivaz animalillo de larga cola/ y orejas que perciben el menor movimiento, / danos tu sabiduría para permanecer”). Yolanda Pantin con la vuelta a la infancia habría encontrado este nuevo giro poético que le ha devuelto a su poesía la potencia y la posibilidad paradójicas de seguir contando, esta vez, con el genio del infante, lo que ha venido haciendo en toda su obra: pensar poéticamente el país.


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