ENTRETENIMIENTO

Metástasis -Muerte- Metamorfosis

por Avatar

We make a living by what we get, we make a life by what we give.

Winston Churchill

A Paul Moreno no lo conoceré.  Murió el 18 de mayo de 2017.          

Este pasado 20 de mayo durante la “Movilización Mundial por las Víctimas de la Dictadura” en el marco de las manifestaciones pacíficas que se desarrollan en rechazo a la ruptura del hilo constitucional en Venezuela, asistí a la convocatoria en la Place de la République de París. Me tocó sostener una pequeña cruz de cartón que llevaba escrito su nombre, los colores de la bandera y la palabra PAIX. Paz a su alma. Junto a más de cuarenta otras personas, todas con cruces y los nombres de las víctimas de la represión en el país, nos echamos en el piso en memoria de los fallecidos, en señal de duelo, de lamento, en un llamado a la reflexión.

Durante los minutos que permanecí en el suelo con la vista hacia lo alto, puesta en la estatua central de bronce, alegoría de la República Francesa, cuyo pedestal central presenta a una mujer parada vestida de toga, fijé la mirada en el ramo de olivo, símbolo de la paz. El azul del cielo en un día de primavera le hacía de telón de fondo. En ese instante, decidí que intentaría escribir sobre la muerte.

Ya llevaba demasiados días rota en sollozos, dándole vueltas a la silla, sin poder hilar una palabra. Así le escribí a un amigo. “Se me desmoronan, tan inútiles, tan poca cosa las letras ante tanto coraje. Soy incapaz de enhebrar la aguja. ¿Cómo era aquello de la Incurabilidad?”, le pregunté. “El país enfermo tiene que morir. La vida sí tiene cura. Se cura con nueva vida. Habrá muchos puntos de sutura, quedarán las cicatrices para no olvidar. Tú sabrás surcar las heridas, escribirás”.

Otro escritor, Elias Canetti, dijo: “La música es la mejor consolación puesto que no fabrica palabras nuevas”. Así nos los hizo sentir el violinista Alexis Cárdenas a todos los presentes esa tarde del sábado 20 de mayo. Tocó en la plaza un hermoso réquiem compuesto por él, para los caídos.

A Canetti lo menciono porque esa tarde lo llevaba en mi bolso, El libro contra la muerte. Lo había comprado por el título. Es el resultado de un “proyecto” de libro que el escritor mantuvo durante décadas y nunca escribió. El objeto que hoy existe reúne, ordenados cronológicamente desde 1942 a 1994, los apuntes sobre la muerte extraídos de numerosos cuadernos de Canetti. La lectura la hice por trozos, sin orden ni concierto, al azar.

“Lo ‘más profundo’ era lo más cobarde. No hay que alejar de nuestros pensamientos el muro hacia el cual corremos. Cargar con el insoportable peso. No eliminar nada negándolo. No alejarnos a saltitos”, anota Canetti en 1972 (1). Es así, pensé. La mejor manera de amansar la angustia sobre la idea de la muerte es intentar acogerla, “neutralizar” el veneno que produce el reprimirla. Quizás por ello ya hace tiempo el tema me ronda el espíritu, había comprado el objeto y lo tenía rezagado sin lectura. En estos últimos días tan dolorosos, de tantas muertes inocentes, lo tomé entre mis manos. Un acto nimio, un regodeo intelectual sin ningún valor al lado de todos aquellos que toman en sus manos un escudo improvisado, cuando mucho de metal, y corren armados de valentía hacia “el muro”… Un muro, lamentable, hecho de hombres que recubren su propia condición mortal con la ilusión del poder, y son capaces de cargar con el peso de la muerte de un prójimo, otro ser humano, como Paul o tantos otros, a quienes les apuraron el paso, los despojaron de los placeres y sufrimientos del devenir diario hacia un final más distante. Los hicieron llegar de sopetón, sin previo aviso –al muro– antes del tiempo natural. Les arrebataron las caricias, las palabras, los gestos de despedida que ellos podían ofrecer, y recibir de todos aquellos seres, hoy desamparados, que los aman.

En los apuntes de Canetti encontré del año 1991: “Metástasis: la palabra griega más difundida hoy. Metamorfosis: debería ocupar su lugar”. Asocié enseguida la frase con el país.

La palabra metástasis (“trasposición”) proviene del griego y está compuesta del prefijo meta: después, de otro modo, más allá, en otro lugar, y stasis: acción de estar. La metástasis es la diseminación de un tumor primario maligno o cáncer, en órganos distantes del tumor primario, que ocurre por vía sanguínea o linfática. La palabra metamorphosis (“transformación”) proviene del griego y está compuesta por el prefijo meta: después, de otro modo, más allá y la palabra morfé: figura, forma.

Todos aquellos que hemos tenido cerca algún ser querido con cáncer, sabemos que a veces los estragos de la enfermedad no se ven a simple vista. El cuerpo parece conservar su apariencia funcional, emana su belleza, la voluntad del espíritu lo sostiene; pero, tras los bastidores de la piel, internamente, en lo más profundo de las células, el cuerpo acusa el deterioro, quizás un reflejo visible de un quiebre sensible mucho más hondo.

En el caso de Venezuela, el tumor del engaño ha hecho metástasis en el gobierno. La perversa malignidad se ha diseminado. Aún después de extirpado el tumor originario, este ha hecho metástasis. Su stasis, “acción de estar” está “más allá”, en otro lugar. Hace tiempo dejó de funcionar como órgano de “gobierno”, ahora reprime, “dicta”, se esfuerza por no desmoronarse, retrasar el final “endógeno”. Autogenerado por sí mismo, producto de sí mismo. Se evidencia la expresión visible de sus monumentales corruptas actuaciones, y las desviaciones políticas de un mal llamado “Socialismo del siglo XXI”. Al cabo de dieciocho años, la multiplicación de sus células deformadas por un engaño carcome con hambruna el “corazón” de su pueblo. Esta es la cosecha de su siembra, y la devastación ya no se puede esconder. El país entero se mueve en líquido ascítico.

Por otra parte, el país vive una metamorfosis. En dieciocho años ha cambiado de rostro. Se ha dividido y se ha vuelto a cohesionar. Se ha deteriorado, ha perdido su lozanía, pero también su superficialidad. Está mordido de rabia, contaminado de violencia, agonizante, harto. Tras errores, caídas y desengaños, ha madurado. Acusa visibles señales, pero no está vencido. Se levanta. Está en “transformación”, ello se siente. Sus retoños lo atestiguan, la densidad de la juventud. En su vigor se lee el hastío, pero también exuda la fuerza de la pulsión, se palpa el espesor que da el dolor y se observa un alcance profundo en la pupila de sus ojos. Crecer no siempre es fácil. Es un proceso lento. Nacer a este mundo es un acto doloroso para la madre y para el bebé, romper la crisálida y hacer-se a sí mismo mariposa.  

Al “correr hacia el muro”, al saber que algún día todos vamos a morir, el hombre busca un mejor “vivir”. A tropiezos, vamos en busca de lo esencial: el amor. Por compensar nuestra “mortalidad”, buscamos “eternidad” en el valor del genuino instante compartido –con otros.

También existen aquellos que buscan “morir antes de morir”. Dejar de vivir en la superficie de uno mismo. A eso se refiere Parménides, según el filósofo inglés, Peter Kingsley, quien revisita el famoso poema del siglo V a.C., en un excelente libro: En los oscuros lugares del saber (2).

“Morir antes de morir” exige un valor tremendo, dice. El viaje que describe cambia el cuerpo; también altera todas las células. En el sentido mitológico, es el viaje del héroe, como Heracles u Orfeo. Sin embargo, nos invita a replantear el concepto sobre lo que significa ser héroe. Al principio de su poema, Parménides menciona lo esencial para hacer el viaje: el anhelo, la pasión o el deseo. A este lo llevan “tan lejos como el anhelo alcanza”. Lo conducen al lugar donde necesita ir. No requiere de fuerza de voluntad, lucha o esfuerzo como la de los héroes guerreros, luchadores.

Solemos dispersarnos por todas partes buscando una u otra cosa: satisfacer nuestros deseos o los deseos aprendidos del deber ser, sin satisfacernos a nosotros mismos. Nuestro anhelo es tan profundo, tan inmenso que en este mundo de apariencias nada puede sostenerlo. Intentamos una ruta, luego otra, hasta que somos viejos y estamos agotados. Es difícil huir del vacío que todos sentimos dentro, de la “heroica tarea” de encontrar sucedáneos para llenar el vacío.

La otra aproximación, a la que apunta Parménides según Kingsley, parece más difícil y no lo es. Es solo un tema de saber dar la vuelta y hacer frente a nuestros propios deseos sin interferir en ellos ni hacer nada. Esto va contra la tendencia de las costumbres, en muchos sentidos se nos enseña a escapar de nosotros mismos, a encontrar miles de buenas razones para “desoír” nuestros anhelos. La voz es tan familiar que huimos de ella de todas las maneras que sabemos, cuanto más fuerte es el llamado, más lejos corremos. Tiene la capacidad de enloquecernos y, sin embargo, es muy inocente: es nuestra propia voz que nos llama. (Pienso, Paul la escuchó, su propia voz).

Siempre queremos aprender del exterior, absorbiendo el conocimiento de los demás. Es más seguro. El problema es que se trata siempre de un conocimiento ajeno. Ya tenemos todo lo que necesitamos saber en la oscuridad de nuestro interior. El anhelo es lo que nos da la vuelta hasta que encontramos el sol, la luna y las estrellas, adentro. Las doncellas que guían a Parménides en su viaje al inframundo son las hijas del Sol.

El inframundo no es solo un lugar de oscuridad y muerte. Lo parece solo desde lejos. En realidad, es el lugar supremo de la paradoja, allí donde se encuentran todos los opuestos. En las raíces mismas de la mitología oriental y occidental se halla la idea de que el sol sale del inframundo y vuelve a él todas las noches. Pertenece al inframundo, allí es donde tiene su hogar, de ahí vienen sus hijos. La fuente de luz mora en la oscuridad. Para los pitagóricos, la luz del sol, la luna y las estrellas eran solo reflejos, retoños del fuego invisible del inframundo. Para ellos el fuego del inframundo purificaba, transformaba, inmortalizaba. Todo formaba parte de un proceso sin atajos. Encontrar la claridad implicaba hacer frente a la más absoluta oscuridad.

Continúa expresando Kingsley que para los pitagóricos no era solo una cuestión de hacer frente a un poco de oscuridad en su interior, de sumergir los pies en sus sentimientos, remar en el estanque de sus emociones e intentar sacarlas a la luz del día. Se trataba de atravesar la oscuridad en dirección a lo que se encuentra al otro lado. El desafío suena difícil, la simple perspectiva hace que nuestro pensamiento se sienta derrotado. Según el filósofo inglés, sucedió que Platón y sus seguidores tomaron estas ideas de los pitagóricos, amputaron hábilmente las ambigüedades: se centraron únicamente en lo cierto, lo bueno y lo hermoso y eliminaron la necesidad del descenso.

Por este motivo, el viaje de Parménides lo conduce precisamente al punto en que se encuentra con todos los opuestos; el punto de donde proceden tanto el Día como la Noche, el lugar mítico donde el cielo y la tierra tienen su origen. Y por este motivo describe las puertas a las que llega diciendo que tienen su umbral en el Tártaro pero “se elevan hasta los cielos”. Están allí donde se encuentran lo más alto y lo más bajo. Ese es el lugar que da acceso a las profundidades y también al mundo superior. La diosa Perséfone, la cual no nombra, después de darle la bienvenida, lo primero que hace es llamar a Parménides “joven”; en griego con la palabra kouros. En el sentido más amplio de la palabra, un kouros era el hombre de cualquier edad que todavía veía la vida como un desafío, que se enfrentaba a ella con todo su vigor y pasión.

Entrar en contacto con lo eterno no deja a nadie igual, aunque pueda parecerlo externamente. Arrebata el pasado. Por este motivo el iniciado pierde su vida anterior y se le da, en su lugar, un “segundo destino”: vuelve a nacer, adoptado por los dioses. Reconoce su anhelo. El bravo héroe se convierte en un niñito. Las esculturas y pinturas italianas lo cuentan: los iniciados tienen el cuerpo de una criatura recién nacida pero el rostro de hombres y mujeres ancianos.

El héroe no se limita a sostener en la mano el mapa mítico que deberán seguir los colonizadores. También sostiene el mapa de los iniciados, y ese es el mapa de la inmortalidad. Este retroceso al estado de un niño no tiene nada que ver con la edad física. Y no tiene nada que ver tampoco con la inmadurez. No se trata de un estado de ingenuidad del que sea necesario salir. Por el contrario, es la única madurez verdadera que existe: la madurez de esforzarse por ir más allá del mundo físico y descubrir que también es posible encontrarse como en casa en otro sitio. La inmadurez es lo que tenemos cuando envejecemos y nos sentimos vacíos porque hemos dejado escapar las oportunidades que nos ofrece siempre la vida para establecer un contacto consciente con lo eterno. Sentimos hemos pasado “al lado” de nuestra vida, no “por” ella.

La muerte parece ser la nada, un momento en que tenemos que dejarlo todo atrás. Pero dicen también, es una plenitud que apenas puede concebirse, cuando todo entra en contacto con todo y nada se pierde. “Morir antes de morir” no luce tarea fácil, uno debe ser capaz de ser consciente en el mundo de los muertos. Ex-istir alude a un arrojar “fuera”: ex–de–sí… ello quizás apunta a “lo verdadero” del tránsito del vivir.

Muchos de los jóvenes hoy muertos ni siquiera tuvieron la ocasión de trabajar para “ganarse la vida”. Sin embargo, por fidelidad a su anhelo, o por una puntual circunstancia de “tiempo y espacio”, ellos “hicieron de su breve vida” un mejor mañana para muchos otros. Pocos seres humanos podemos decir que con nuestro vivir “damos, ofrecemos, otorgamos” a tantos otros desconocidos un mejor mañana. Estos kouros y kourai, hombres y mujeres sostienen “el mapa mítico” que deberán seguir los “re-colonizadores”, los “re-constructores” de nuestro país. También, estos seres hoy ausentes, conocen el mapa de los iniciados en los misterios de la Vida. Existen –presentes– en la plenitud, en el vacío que dejaron tras de sí.

París, 24. v. 2017

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Textos referidos

(1) El libro contra la muerte. Elias Canetti. España: Galaxia Gutenberg, 2017.

(2) En los oscuros lugares del saber. Peter Kingsley. España: Ediciones Atalanta, 2017.