Apóyanos

Juan Villoro ensayista: ceremonia y celebración

Premio Antonin Artaud (Francia) por su libro de cuentos “Los culpables”, Premio Herralde (España) por su novela “El testigo”, Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), famoso como cronista, cuentista y novelista, como ensayista ha publicado “Efectos personales” y “De eso se trata”, y ahora regresa al género con “La utilidad del deseo”

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De Daniel Dafoe, escribe: Un ser común ante un destino desmedido. De Nicolái Gógol: La risa lo acercó a su tiempo, le permitió tener un público y el final de sus días lo llevó a su más compleja crisis de conciencia. De Dostoievski: La ética se presentó para él como un convulso campo de lucha. De Karl Kraus: El autor de Los últimos días de la humanidad había visto las ruinas antes de los estallidos. De Peter Handke: Practica una ecología de lo no advertido o de lo que aún no adquiere pleno sentido. De Carlos Monsiváis: Como Oscar Wilde, Woody Allen o André Malraux, construyó una personalidad especialísima que formó parte de su obra. Solo él podía practicar el “género Monsiváis”.

Dotadas de precisión, carga y luminosidad, cada una de estas frases anuncia el carácter de los ensayos de las que fueron extraídas. Los 16 ensayos que conforman La utilidad del deseo comparten estos atributos: están cargados de información, de las sensaciones perceptivas de su autor, de referencias y citas de otros autores. Provienen de un riguroso programa de lecturas. Villoro lee obras, biografías y ensayos, e invita a muchos otros autores a su escritura: los nombra, los contrasta, los cita o discrepa. Si hay quienes acumulan datos y pensamientos, y luego escriben desde un distanciamiento del mundo –es la atmósfera que envuelve a Elías Canetti, Julian Gracq y George Steiner, por ejemplo–, están los que escriben como si sus ensayos se produjesen entre las pausas de una tertulia, como Robert Louis Stevenson, Gilbert Keith Chesterton o Christopher Michael Domínguez. Juan Villoro, me parece, se inscribe en esta corriente del ensayista tertuliano, que conversa y se aproxima al lector.

Debo insistir: Cada uno de estos ensayos es una empresa por sí mismo. Me atrevo a imaginar la ambición: semanas de lectura; libros de otros ensayistas en la mesa de trabajo; cuadernos con anotaciones de distinta índole; páginas, de las obras de cada autor, subrayadas y con notas al margen. La prodigalidad de cada pieza es tal, que lo más probable es que Villoro se haya visto ante el desafío de seleccionar solo una parte de los materiales previamente acumulados. Ha escogido –ha sacrificado– en beneficio de la extensión y la claridad. Sus piezas no son depósitos de erudición, aun cuando en algunos casos la profusión de citas sea llamativa.

El ensayo de apertura, “La pasión y la condena”, da cuenta de las dificultades y también de las maravillas que provienen de esas dificultades. Tiene lugar esta experiencia: no importa lo mucho que el escritor se haya preparado, al escribir su camino es todavía incierto (“Escribir es un devaneo hacia una meta ignorada”). Avanzar es luchar con la escritura, desactivar las resistencias (“Los libros no quieren ser escritos”), encontrar los modos de incorporar la intuición, la incertidumbre y las señales que provienen desde la imaginación, producir belleza con las palabras de siempre. Pero las dificultades aún no han terminado: el autor debe luchar con su talante autocrítico. O con su inseguridad. O con su voluntad de perfección. O con la incesante aspiración de volver a corregir. O con la tentación de decirlo todo en cada oportunidad. Escribir es un constante forcejeo con lo anterior y más.

“La pasión y la condena” es una amplia meditación sobre el constante forcejeo inherente a la realidad de escribir. En este primer ensayo se hace patente una de las marcas de La utilidad del deseo: su fluidez irrenunciable. La abundancia de datos, enunciados, sugerencias y conexiones, no se agolpa, no es causa de atascos. El experimentado oficio del narrador Villoro se proyecta en la prosa del ensayista. Hay una fuerza interior, una sección rítmica en el fondo de esta escritura, que domina su ir adelante.

Europeos

La utilidad del deseo dedica seis ensayos a autores y escrituras europeas. Es probable que sea aquí donde la avidez lectora del autor se torna más visible. Villoro comparte su fascinación por las tensiones e intercambios entre obra y carácter. Daniel Dafoe, Nikolai Gógol, Fiodor Dostoievski, Karl Kraus y Peter Handke: todos hombres peculiares, a contracorriente e incomparables, han producido obras –no olvidemos que Handke, nacido en 1942, vive y continúa escribiendo– que parecen desafiarlos a ellos mismos.

La aproximación de Villoro es sensitiva: su ensayo sobre Dafoe tiene uno de momentos culminantes cuando señala que el autor de “la mayor parábola de contacto con el otro”, Robinson Crusoe, murió en soledad. El de Gógol, cuando advierte cómo la facultad reveladora de su humor se volvió en su contra y se le acusó de burlarse de la sociedad de la que provenía. En el de Dostoievski, uno de sus focos apunta al poderío de una mente que, a pesar de su talante obsesivo, fue capaz de convertir en páginas apasionantes y fértiles, “convicciones políticas, religiosas o morales, adversas a las suyas”. En el que dedica a Karl Kraus, el más incombustible atizador del siglo XX, en una afirmación precisa y mínima, Villoro señala una cuestión central: que las diatribas del austríaco, finalmente no eran ajenas, sino que eran expresión del mismo modo de pensar contra el que se alzaban.

Uno de los ensayos incluido en “la orilla europea”, obliga a detenerse: el que lidia con la literatura de Peter Handke. Se adentra en aguas turbulentas. Batalla por capturar lo inasible, por nombrar aquello que parece estar más allá de las palabras. El ensayo, que lleva por título, “Peter Handke. La vida de la mente”, recuerda al de Chesterton sobre William Blake: la tenacidad de un pensador que no se conforma, que lucha línea a línea por comprender el doble fenómeno de hombre y obra, cuyo genio consiste en escapar de toda categoría, saltar hacia cualquier resquicio, mutar, hacerse umbral o intersticio.

Chesterton persigue a Blake por un centenar de páginas hasta que logra entreverle, memorizar algunos de sus gestos, atisbar en sus direcciones. Al final, Blake vuelve a escabullirse, pero ha dejado algunas señas en la prosa de Chesterton. Villoro sigue los pasos de Handke y elabora una cadena argumental, sugestiva y lúcida. Cuestiones como la posible recuperación de las condiciones en que surgen las palabras; la aspiración de una literatura que se despoje de lo literario; lo nimio, lo pequeño y lo incompleto como trazos fundamentales de un pensar narrativo; el movimiento como alimento del desarraigo y el deseo de lo inmanente; la excepcional búsqueda donde soledad y singularidad se confunden y hacen indisolubles (búsqueda que tiene en Christian Bobin a una de sus voces más radicales y silenciosas), da origen a una lógica personalísima: la fuerza de aquello que no está, que se perdió o que no es más que un atisbo de presencia. “Handke practica una ecología de lo no advertido o de lo que aún no alcanza pleno sentido”.

Latinoamericanos

En “Históricas pequeñeces”, Villoro ofrece un texto insospechado y cargado de matices sobre el poeta Ramón López Velarde, que indaga en un tema que podría parecer un juego mental y no lo es: las posibles correspondencias entre Joyce y López Velarde. El ensayo “Rodolfo Usigli: El fundador”, es un contrastado perfil de quien es considerado el autor capitular del teatro mexicano, hombre polifacético, que además incursionó en la poesía, la novela y el diarismo (“Guillermo Sheridan lo considera uno de los mejores autores de diarios de la literatura mexicana”). En “Onetti, Cortázar y Puig por correspondencia: pedir que el tiempo exista”, tras una introducción dedicada al género que desapareció en nuestras narices, la escritura de cartas, Villoro desgrana caso a caso: en Onetti encuentra vínculos entre sus cartas y su obra de ficción. En Puig hay un predominio de lo oral, intercambios sobre los pequeños asuntos, además de frases punzantes (“descalificaciones rápidas, destinadas a divertir a su madre”), cuya comprensión exige no obviar el lugar del que provienen: cartas familiares. En las de Cortázar hay una cuestión fundamental: su rápido y hondo avenimiento con su vida en Europa. Villoro cita un fragmento que copio a continuación: “Europa me ha invadido de tal manera que no me deja ser yo mismo. Todo el tiempo estoy siendo otras cosas, el paisaje, los cuadros, los olores, la felicidad. Te digo con enorme egoísmo que no me importa no escribir. Nunca creí en las ‘misiones’ de los escritores, y entiendo que el escritor trabaja por las mismas razones hedónicas que el opiómano enciende la pipa o el violinista toca Bach”.

“Lo que pesa un muerto. La función del narrador en Crónica de una muerte anunciada”, no se limita al análisis de la técnica narrativa que sugiere el título: sino que relaciona estos usos con la incorporación de lo insólito y lo secreto; el localismo que adquiere proporciones universales; la cuestión del testigo que es, a la vez, protagonista de un suceso. El ensayo dedicado a Jorge Ibargüengoitia es un homenaje que tiene este valor: que el reconocido cronista que es Villoro rinde una ofrenda al que muchos han señalado como un maestro del género: “Los sellos de su estilo: rapidez en el trazo de sus personajes y en el cambio de las escenas, ojos de piloto para captar detalles delatores, un sentido de la ironía capaz de entender las tragedias como divertidas peripecias de la comedia humana. Su personal concepción del periodismo hizo de él un renovador a contrapelo, casi secreto. Lejos de todo alarde vanguardista, alteró el curso de la prensa sin que eso resultara obvio”.

Para los lectores iberoamericanos, especialmente los no mexicanos, “El género Monsiváis” cumple una función que probablemente Villoro no se propuso: ofrecer una aproximación al que ha sido un inquieto prominente, una versión de cuerpo entero, del que hemos percibido de forma dispersa: en fogonazos, provocaciones públicas, intervenciones de sala donde su humor adquiría la categoría de fábula, parábola o lección de vida, en crónicas o artículos dispersos, en coloquios donde su voz operaba como un ambiente sonoro del que, en cualquier momento, surgiría una afirmación desconcertante, ingeniosa y reveladora. Villoro recorre las facetas de una personalidad y una mente poliédrica, y alcanza esta posible conclusión: “Como Oscar Wilde, Woody Allen o André Malraux, construyó una personalidad especialísima que formó parte de su obra. Solo él podía practicar el ‘género Monsiváis’”.

Primera persona

La cuarta y última sección del libro, se titula “Infancia, lenguas extranjeras y otras enfermedades”. La conforman tres ensayos, “La utilidad del deseo”, presencia inusual en cualquier colección de ensayos, porque se refiere a la literatura para niños; “Te doy mi palabra. Itinerario de la traducción”, ensayo que convoca y ordena numerosas visiones sobre el oficio de traducir que, desde hace unas tres o cuatro décadas, es uno de los temas recurrentes entre los pensadores de la literatura. Y “La pluma y el bisturí. Literatura y enfermedad”, conferencia que Villoro dictó en mayo de 2016, en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición, de México.

Son, me pareció, las piezas más sentimentales del conjunto. El autor de varios libros para niños, el traductor y la persona que en 1979 sufrió un accidente en un ojo, vuelve sobre sus pasos. Recapitula. Cabe decir: se hace cargo de las maravillas y las dificultades de las modalidades de una profesión –la del escritor– que es, a la vez, o varias profesiones o una con oficios variantes.

Se cierra este intenso recorrido mental con la sensación de haber recibido la compañía de un hombre secretamente feliz con su oficio, con sus aprietos y gratificaciones. Esto me parece sustantivo: las horas dedicadas a La utilidad del deseo han sido placenteras y enriquecedoras. Un ánimo emana de sus páginas. Hay ensayistas –más allá de la indiscutible lucidez de sus textos–, que tienen algo sombrío, un amargo sustrato: tal el caso de Coetzee. Pero hay otros –también lúcidos– de los que emana una energía de reconciliación, el júbilo personalísimo que proviene de leer y escribir: a esa corriente del espíritu, que es el signo de ensayistas como Stevenson, Chesterton y Pietro Citati, pertenece también Juan Villoro (México, 1956), cuyos ensayos son, cada uno con sus específicos rituales, ceremonias de celebración.

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La utilidad del deseo. Juan Villoro. Editorial Anagrama. España, 2017.

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