ENTRETENIMIENTO

Gerardo Aguilera Silva. Un ingenuo muy particular

por El Nacional El Nacional

He seguido la obra de Gerardo Aguilera Silva (Barcelona, Edo. Anzoátegui, 1907-Barcelona, Edo. Anzoátegui, 1976), desde hace muchos años. La primera vez que vi esta obra quedé impactada. Adquirimos dos de sus piezas que nos llegaron por diferentes vías. Fue una búsqueda ardua. No había obras, ni coleccionistas de su obra. Conversamos con Francisco da Antonio y nos relató que sería muy difícil ubicar piezas de este artista. Habíamos visto las piezas de la Galería de Arte Nacional de Caracas y estábamos –casi– obsesionados por tener una obra del artista. Pero las informaciones eran realmente muy pocas. En una oportunidad llegaron dos piezas a la Sala Mendoza. Se las mostré a dos reconocidos críticos. No tenían idea de quién se trataba. Miraban las piezas entre incrédulos y sorprendidos. ¿Es un ingenuo? ―comentaban escépticos. Parece la obra de un artista académico ―volvían a preguntar. Las piezas las colgamos en el estudio de nuestra casa. Lugar donde por cierto suelo escribir. De tal manera, que se hizo cotidiano verlas y hacernos miles de preguntas. Siempre entre sorprendidos y admirados.

Este magnífico artista fue objeto de burlas en su Barcelona natal. Era un hombre estrafalario y escandaloso que se detenía donde veía gente para hacer discursos, entre incoherentes y disparatados. La mofa persistente lo hizo relegarse a una pequeña habitación. Y ahí, lo fue a buscar el polifacético Luis Luksic. Ejercía como director de la Escuela de Artes Plásticas Armando Reverón. Preguntó por los artistas locales. Le hablaron de dos. El primero no le convenció al visitarlo. Pero el segundo resultó ser Aguilera. Entre sorprendido e intrigado observó cómo el artista tenía las pequeñas obras en una cajas y cestas muy bien amarradas. Viene a Caracas y entusiasma a Jacobo Borges. Josefina Jordán le hace una entrevista reveladora. Le responde las preguntas sin coordinación. Lo revela como un ser desequilibrado mentalmente. Pero –obviando los sin sentidos–, se percibe un hombre sencillo pero sensible. Citemos a Jordán, en 1966:

“Aguilera tendrá unos cincuenta años, es delgado y nervioso. Habla dando énfasis con las manos que dibujan formas en el aire. Las palabras corren tras las palabras y las ideas. Se encaraman sobre otras, complementándose o perdiéndose. A pesar de ser un autodidacta de la pintura, él no es lo que suele llamarse un primitivo. Aguilera trata de dar las cosas por masa y la construcción del volumen por luz”.

Luksic y Borges organizan una exposición en el Museo de Bellas Artes de Caracas, en 1966 –con gran éxito de público y de prensa. Expuso 41 pinturas y 12 dibujos. Fue la única vez que abandona su ciudad natal y lo hizo tan solo por un mes. Al año siguiente fallecería.

Una crónica de prensa de la época revela que Juan Calzadilla y Jacobo Borges lo llevaron a un recorrido por el Museo de Bellas Artes y quedó encantado con las piezas de Rufino Tamayo, Wifredo Lam, Roberto Matta, Armando Reverón y Arturo Michelena. Luego lo llevaron a la Galería XX2 a ver una exposición del ingenuo Feliciano Carvallo. No le gustó. Le pareció como un trabajo de bordado y su expresión fue: No me llega.

Mirar las fotografías de Aguilera es ver a un hombre delgado, famélico, envejecido y curtido. Para 1977 le realiza una exposición la GAN al pintor barcelonés. Una crónica del crítico Roberto Guevara recrea cómo los espectadores miraban una y otra vez las piezas, para hacerse las mismas preguntas: ¿Es esta la obra de un ingenuo?.

Aguilera no cursó estudios formales, ni de arte, ni académicos. Lo calificaría de un autodidacta. Un ser excepcional. Estudió en esos cursos provincianos de un “colegio” que llevaba un personaje local llamado el bachiller Matías Núñez. Un bachiller de esos tiempos –a principios del siglo XX– y en la provincia, no era un diletante, pero tampoco un ignorante, quizás haya sido un personaje interesante que, en una forma poco ortodoxa, enseñaba a sus pupilos. Su paso por la escuela del bachiller Núñez le deja el interés a Aguilera de escribir poesía y de leer historia. No es poca cosa. Personaje extraño que nunca asistió a una escuela de arte. Nunca se casó, ni se le conocieron hijos.

Esta breve relación lo separa –a mi juicio– de los denominados artistas ingenuos, en el estricto sentido de la palabra, ya que fue un hombre que gustó de ilustrarse. Y desde el año de 1926, mostró interés por el arte. Probablemente su aislamiento y debilidad por la bebida hizo que muchos pensaran que se trataba de un artista sin mayores conocimientos. Pero a veces priva más la percepción que el estudio.

Aguilera Silva –como aficionado a la historia– tuvo gran interés por pintar la iconografía de los héroes y políticos nacionales, en especial de Bolívar. También por los desnudos femeninos y los toros. Se acerca al mundo de la plástica a través de la mirada de las reproducciones de los cuadros y grabados, que observaba en libros y revistas –otro rasgo de que no era un ignorante. A estos efectos, cito a Juan Calzadilla:

“El delirio paranoico lo lleva a autorretratarse en la figura de Bolívar, que pinta obsesivamente. Realiza una extensa iconografía sobre los héroes independentistas que llevaba a Aguilera a afirmar que solo podía ser comparado con Michelena y Tito Salas”.

Es una obra íntima que se genera a través de la superposición de planos (pequeños soportes de cartón) y otros medios mixtos –con los que resuelve la obra. Logra unos acabados exquisitos y denota un estupendo manejo de la proporción y color. Con paleta restringida utiliza mucho blancos y negros, siendo sus colores favoritos el rosa y el cadmio, que usualmente coloca en las figuras femeninas. Otro asunto interesante –con las excepciones de Bárbaro Rivas y Manases Rodríguez– es que la característica más preponderante de los ingenuos es un gran uso del color, el exceso de detalles, rostros con largos elementales y cubrir totalmente el lienzo (horror vacui). Nada de estos elementos se observan en Aguilera. Por momentos parece más bien un pintor expresionista que exalta situaciones enfurecidas.

Lo interesante de la propuesta es que, a partir de un pequeño elemento, va desarrollando y haciendo más compleja la obra. Son piezas infinitamente trabajadas. Se percibe que fueron realizadas en un largo proceso de repensar y estudio. Que fueron abandonadas y luego retomadas, hasta lograr la total aceptación por parte del artista. En ese proceso de construir y reconstruir va añadiendo cada vez más planos, logrando una gran riqueza textural. Obras de pequeño formato, son piezas íntimas y sumamente reflexivas en las que logra espacialidad y un magnífico juego de volúmenes, con uso de pocos elementos.

Es una obra totalmente olvidada y relegada, por supuesto que no tuvo seguidores, ya que hasta el final de su vida fue casi un completo ignorado. Afortunadamente la Galería de Arte Nacional de Venezuela adquirió veinte de sus piezas –para no pasar al completo olvido.

El mundo de Aguilera Silva posee una poética maravillosa. Producto de una meditación en donde se conjuga manejo del color y la composición, con el juego de vacíos y luces con una sabia mezcla de técnicas y materia. Sus desnudos son sensuales, pero a la vez cándidos. Y sus autorretratos y rostros de Bolívar y militares son severos y rígidos. Así los percibía.

Termino estás líneas con una nota del crítico Roberto Guevara:

“Confieso que descubrí hace poco a Gerardo Aguilera. Aclaro que tardaré mucho en olvidar esta expresión de haber estado perdiendo algo importante, durante tantos años. Sonrosados y ensombrecidos, estos dos caminos de sus pinturas me hacen pensar en la autorrealización. Este ser de excepción, en la marginalidad de la cordura, logró la síntesis que muchos serenos y apasionados pintores de oficio jamás lograron… Aguilera vivió sin pensar en qué tenía o no tenía que hacer. Lo importante era buscar. Y eso hizo, tan fundadamente, con tanto alarde de recursos, con tanto tino creador”.