ENTRETENIMIENTO

Etty Hillesum: no hay palabra final

por El Nacional El Nacional

Por qué: esta es la pregunta inmediata. Por qué, podría preguntarse el lector. Por qué después de los testimonios de Primo Levi, David Rousset, Robert Antelme, Aharon Appefeld y de innumerables otros, cada uno en su radical peculiaridad, testimonios que parecen haber dado cuenta de todas las formas posibles de persecución y asesinato del pueblo judío, por qué tendríamos que volver, por ejemplo, a los diarios y a las cartas de Etty Hillesum.

Por qué, si disponemos del monumental estudio de Raul Hildberg, La destrucción de los judíos de Europa; por qué, si los dos tomos de Saul Friedlander, Los judíos y el Tercer Reich, recuperan y actualizan las fuentes hasta un punto que podría parecer insuperable; por qué, si los volúmenes publicados por Timothy Snyder, Tierra de sangre y Tierra negra, extreman el relato territorial, operativo y material del genocidio del pueblo judío con rigor milimétrico.

Por qué, si todas las atrocidades parecen haber alcanzado su culmen en el Libro negro, de Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg; por qué después de los estudios de Zygmund Bauman, Hannah Arendt, Nikolaus Wachsmann, Gotz Aly, Christopher Browning, Victor Frankl y tantos más; por qué, insisto, habría que volver a las escrituras íntimas, al coto privado de una brillante y menuda joven judía neerlandesa, que hace 75 años fue asesinada en Auschwitz, a la edad de 29 años.

Por qué: porque la muerte de Etty Hillesum, como la de otros seis millones de judíos, no tiene final. Porque El Holocausto no ha alcanzado su cierre. Todavía hay documentos sepultados. Piezas por emerger y estudiar. Hay testimonios próximos a levantarse ante nuestros ojos. Pensamientos en curso. Preguntas, como sabemos, que no han sido contestadas. Y, sobre todo, porque muchas de las lógicas del exterminio han regresado. Están de vuelta. Sus manifestaciones se han diseminado. Actúan con otros uniformes y disfraces. La cité en el 2015 y estoy impelido a repetir ahora la advertencia hecha por el argelino Boualem Sansal: el islamismo radical reproduce la lógica mental y operativa del nazismo.

No parecemos advertirlo: Hitler está muerto, pero no el hitlerismo. El racismo, la xenofobia, el desprecio por la democracia, los extremismos ideológicos, las lógicas del más fuerte, la expansión de la dupla populismo y fanatismo, los expansionismos territoriales, la pretensión de purificar el orden social, la voluntad del pensamiento único, el culto a la personalidad, la masificación del oficio de Goebbels –la manipulación de la realidad–, el perfeccionamiento de las armas y las formas de matar, la legitimación creciente de la violencia, la problemática de la escasez de los recursos necesarios para la vida, la disolución de las promesas de futuro, el poder bajo el control de mentes precarias y maléficas: estas son solo algunas de las evidencias que hoy actúan en el planeta, y que atestiguan la vigencia plena de la cuestión del Holocausto.

“Hemos dejado el campo cantando”

“Hemos dejado el campo cantando”: nada hay de original en la decisión de citar esa frase, que se clava en la memoria de todo aquel que la lee. Novedoso hubiese sido lo contrario: haber optado por eludirla, resistir a su trágica armonía, evitar que su resonancia se impusiera también aquí. Pero no ha sido posible. Las horas pasadas en su compañía han dispuesto mi ánimo hacia ella. El alma que habita en sus cartas y en la obstinación de su diario me concierne. Ninguna mella hace saber, antes de comenzar la lectura, que Etty Hillesum fue asesinada en Auschwitz en noviembre de 1943.

No es la voz de un espectro la que habla al lector. Es el sonido inquieto, chispeante y siempre apurado de una mujer asombrosa. La escribió en el reverso de una postal el 7 de septiembre de 1943. Ese día viajaba en el vagón 14 de un tren rumbo a su muerte. Y lo sabía. Improvisa el breve texto y lo lanza al destino. Dos campesinos la recogen y la envían a Ámsterdam, a los amigos a quienes iba dirigido su último mensaje: “Papá, mamá y Mishcha están unos vagones más allá. El aviso de nuestra deportación ha llegado de manera inesperada: orden súbita emitida desde La Haya. Orden de la que éramos únicos y exclusivos destinatarios. Hemos dejado el campamento cantando. Papá y mamá muy serenos, muy enteros. Otro tanto podría decir de Mishcha… Un adiós de nosotros cuatro”.

Casi dos años antes, la noche del lunes 24 de noviembre de 1941, Etty Hillesum ha salido a dar un paseo en bicicleta. Todavía está en Ámsterdam. A la mañana siguiente escribe en su diario: “Algo está ocurriendo conmigo y no sé si es simplemente un estado de ánimo o algo más sustancial. Es como si hubiera vuelto de un tirón a mis fundamentos. Un poco más independiente (…). Me gustaría poder repetir lo que murmuré en voz alta: Dios, cógeme de la mano, te acompaño obedientemente, sin resistirme. No rehuiré nada de lo que me llegue en la vida, lo asimilaré con todas mis fuerzas”.

Siete meses atrás Hillesum se había iniciado en la práctica de llevar un diario. Bajo el radiante influjo de Julius Spier, quien la había persuadido del beneficio de vencer su resistencia interior y dar el primer paso, el 9 de marzo de 1941 consigna la extensa y primera anotación. A partir de ese día, con períodos que variaban de lo irregular a lo obcecado, la intensa y elocuente personalidad de la joven judía se vertió en nueve cuadernos. La lúcida que escribía al comienzo, “tengo un gran reparo, no me atrevo a descubrir mis cosas, a dejarlas fluir libremente”, no tardaría en derribar ella misma los obstáculos que la separaban de lo confesional: en poco tiempo aquellas páginas fueron recogiendo lo que solo cabe expresar con la palabra revelaciones: Etty Hillesum parecía mirarse y comprenderse a sí misma mientras escribía, no solo con respecto al magnetismo que Spier le producía, o con relación a su volcánico ímpetu sexual (“es muy difícil vivir en armonía con Dios y con el bajo vientre”), sino mucho más allá y trascendente, en relación a la interrogante de Dios y el sufrimiento, de una humanidad capaz de destruirse a sí misma.

Pequeña letra abigarrada

Julius Philipp Spier (1887-1942) aparece en la vida de Hillesum en enero de 1941. Judío alemán, quien durante años había trabajado en una gran casa de comercio, se había retirado para dedicarse a la psicología y la quirología. Enigmático, hizo estudios de canto clásico y viajó a Zurich. Allí conoció a Carl Gustav Jung, de quien fue discípulo por dos años. En 1930 regresa a Berlín donde instala un gabinete como terapeuta que le provee de clientes, notoriedad y de un fogoso círculo de amistades femeninas. Su prestigio crece y dicta conferencias en varios países. Luego del ascenso nazi al poder, logra establecerse en Holanda.

El día que Hillesum ingresa como paciente al modesto apartamento en el que Spier trabaja y habita en Ámsterdam, ella tiene 27 años, y él, 54. Esa diferencia no impide que la pasión se instale saltando por encima de todas las dificultades: él mantiene una novia en Londres con la que se propone fundar un matrimonio; ella, por su parte, sostiene una relación con su casero, Hendrick Johannes Wegeriff, y protagoniza encuentros furtivos con amigos suyos (como ha señalado el jesuita Paul Lebau, su analítico biógrafo, Hillesum recuerda a Lou Andreas-Salomé, para quien los encuentros sexuales formaban parte de la agenda con sus amistades masculinas). Nada les detiene: apenas se conocen adquieren el vínculo de amantes.

Durante los 19 meses que llevó su diario (de marzo de 1941 a octubre de 1942), el peso de Spier en la vida de la joven es indisoluble. Guía, amigo de profundidad, figura tutora y carnal, también es una suerte de alto interlocutor de su intelecto. Mientras redacta informes para él, Spier le abre las páginas de la Biblia. Lee el Nuevo Testamento. Más tarde a Agustín, a Francisco de Asís y a Jung, que mezcla con su indoblegable pasión por Rilke y Dovstoievski. La espiritualidad de Hillesum se expande como impulsada por potente dínamo interior. Los primeros meses las anotaciones se resuelven como insistente mirada sobre el mismo nudo: su apetito lucha por desentrañar la naturaleza de su relación con el maestro quirógrafo. Pero la creciente persecución del pueblo judío por parte de Hitler penetra de tal modo en su sensibilidad, que sus pensamientos comienzan a desplazarse hacia ese lugar donde se topa con los más definitivos asuntos de lo humano, que hace cada vez más suyos, sujetos vivos y combatientes de su intimidad.

El valor de nombrar a Dios

En la larga anotación del 12 de marzo de 1941, a tres días de haberse iniciado en el arte del diario, Hillesum se pronuncia contra el odio indiscriminado. La execración a los alemanes envenena el alma del propio pueblo judío. Escribe: “Y si existiera tan solo un alemán decente, entonces merecería la pena protegerse de esa masa completamente salvaje, y por ese único alemán decente ya no se podría verter odio sobre un pueblo entero”. Hillesum lo entiende: a la soledad congénita, ha de sumar otra soledad proveniente de sus insólitos pensamientos: y es que acepta como bandera enarbolada las consecuencias de sentir un vínculo de humana indulgencia, incluso hacia aquellos que se han constituido en sus verdugos. Una convicción, nunca unilateral, siempre temblorosa, la ocupa progresivamente. Mientras el mundo se derrumba, ella ve crecer a su alma dentro de sí: “Ahora es como si viviera y respirara a través de mi alma”. Su energía erótica no declina, pero ello no impide que su recurrencia a Dios se haga cada vez más patente.

El martes 25 de marzo de 1941 se refiere por primera vez al campo de concentración. El 14 de junio (1941), por ejemplo, habla de arrestos y terror. En su corazón se libran varias batallas a un mismo tiempo: respira siempre próxima al anhelo del perfeccionamiento interior (usa una frase preciosa: “aún no tengo una melodía básica”), quiere zafarse del predominio de Spier, se reconviene a sí misma cuando su desánimo pretende derribar a Dios de su pedestal. No abandona nunca la vigilia sobre su escritura: “en mi cabeza sí hay una terrible tensión. Hay un infierno. Debería ser capaz de escribir muy bien para saber ponerlo sobre el papel”. Su inconmensurable necesidad de retener y comprender todo cuanto la rodea (“quiero conocer este siglo, desde adentro y desde afuera”), le produce asombro y a veces agobio (escribe una tarde menguada: “debo pensar menos”). Desde ese ámbito de extrema lucidez en el que se instala y transcurre, Etty Hillesum da un primer paso a favor del rescate de Dios. Escribe el 26 de agosto de 1941: “Dentro de mí hay un pozo profundo. Y ahí dentro está Dios. A veces me es accesible. Pero a menudo hay piedras y escombros taponando ese pozo y entonces Dios está enterrado. Hay que desenterrarlo de nuevo”.

Camino de turbación

La ruta emprendida por el alma de Etty Hillesum no es de resolución. Su prosa no lo esconde: los dilemas, las resquebrajaduras de la inseguridad, las palabras del titubeo están volcadas en la elocuencia de su diario. “El dolor de estómago, el abatimiento, el sentimiento de angustia interior y la sensación de estar aplastada por un peso pesado, son probablemente el precio que tengo que pagar por mi glotonería, por querer saberlo todo sobre la vida y experimentarlo todo. Los días se suceden buenos y malos, a la vitalidad sucede la aflicción”.

El cerco nazi se cierra sobre los judíos de Holanda. Spier ha sido citado por la Gestapo en varias ocasiones. Amigos y conocidos han sido detenidos, desaparecido o sido asesinados. Y aun cuando goza de privilegios que le hubiesen evitado marchar a un campo de concentración, toma una decisión en julio de 1942: irá a Westerbork, campo de tránsito ubicado a un centenar de kilómetros de Ámsterdam, y del que más tarde saldrán los largos trenes rumbo a Auschwitz. Bajo el impulso de una voluntad que brota de su fuente más profunda, se ha impuesto ejercer en el servicio social hasta sus últimas consecuencias. Como bien señala Paul Lebau, no se trató de un simple cambio de actividad y modo de vida. Etty Hillesum había cruzado su más recóndito umbral. La joven mujer que había escrito en su diario, “la eventualidad de la muerte está integrada a mi vida”, daba un paso que la acercaba al cumplimiento de sus intuiciones. Dice: “no soy capaz de odiar a la gente”. Su espiritualidad construye, a contracorriente del sufrimiento que la rodea, una respuesta radicalmente distinta: todo lo horroroso y terrible que nos ocurre no es algo misterioso y amenazador que se encuentra fuera de nosotros, sino que está muy cerca de nosotros, dentro de nosotros, que sale de nosotros. Mientras su carácter enérgico le impone un agotador y expedito activismo social dentro del campo (lo que ocasionará enfermedades y deterioro de la salud), su diario es depositario de una afirmación que entonces habría podido calificarse como escándalo puro: “si vives en tu interior, la diferencia entre dentro y fuera de los muros de un campo de trabajo tal vez no sea tan grande”.

Escribe en las noches: paladea cada momento dedicado a su cuaderno como un privilegio. Vive en la perplejidad de sentir que sus herramientas de percepción del mundo lo acogen todo. “Lo sé todo y voy acumulando cada trocito de realidad que me llega”. La porosidad y elocuencia de su prosa alcanzan una plenitud asombrosa –el lector puede llegar a sentir que el alma de Hillesum queda expuesta a su visión–. Quiere soltar su lastre, saldar cuentas con la vida, limpiar su corazón para darle la cara a Dios.

Un asomo a la eternidad

El diario y las cartas de Etty Hillesum son documentos medulares del siglo XX, no solo en el contexto del pensamiento post Auschwitz sino en el sentido más vasto de la reflexión que persigue la condición humana. En la carta que dirige a su amiga Christine van Noten, a finales de julio de 1943, escribe lo siguiente: “Ya no se trata de vivir, sino de la actitud que hay que adoptar frente a nuestra propia ruina”. Lo que está en camino de debatirse, entre muchas otras cosas, es si el manifiesto de Hillesum podría o no oponerse al agobio de Job: mientras el buen hombre inquiere a Dios por su responsabilidad ante los injustos sufrimientos humanos, ella pregunta por la ineludible rendición de cuentas que los hombres tendremos que afrontar por nuestra conducta, como acto de reivindicación de un Dios que se muestra impotente ante la destrucción de lo humano.

Lo esencial del clamor de Hillesum no es solo lo que dice, sino el lugar desde el que habla: es la voz de un ser que sabe que va a morir, que ha tomado la decisión de compartir el destino de su pueblo. Y es allí donde ella podría haberse anticipado al pensamiento del filósofo Hans Jonas, cuando vislumbra y acepta la doliente impotencia de Dios, y fortifica su vínculo a él en tanto que lo reconoce como entidad que sufre, alto ser sufriente, por lo que también merece ser exculpado, salvado, tal como lo escribe en una de sus cartas a Spier: “en esencia la vida es buena, y si a veces toma malos derroteros, no tiene Dios la culpa, sino nosotros”.

Hay quien ha acusado a Hillesum de resignación y fatalidad. Quizás tales sean señalamientos útiles hasta un específico punto de su pensamiento: justo antes de uno de los actos premonitorios más notables de la escritora: ese rayo de luz con el que se adelantó a Giorgio Agamben, cuando entrevió que todo es campo. Fue allí donde Etty Hillesum produjo su tesis de que frente a la fuerza devastadora del nazismo, la única resistencia posible era interior, y que ese resistir no era un asunto externo al hombre, no podía ser imputado a Dios, sino que era cosa humana, nuestra: “La vida y la muerte, el sufrimiento y la alegría, las ampollas en mis pies destrozados y el jazmín detrás de mi casa, la persecución, las innumerables crueldades sin sentido, todo eso está dentro de mí como una fuerte unidad, lo acepto como un todo, y empiezo a comprender, cada vez mejor, solo para mí misma, sin ser capaz hasta ahora de explicarle a nadie cómo está todo interrelacionado. Me gustaría vivir mucho tiempo para, finalmente, poder explicarlo alguna vez más adelante. Y si no puede ser así, bueno, entonces otro lo hará, otra persona seguirá viviendo mi vida donde haya sido interrumpida la mía”.

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Obras consultadas

El corazón pensante en los barracones. Cartas. Etty Hillesum. Editorial Anthropos. España, 2001.

Una vida conmocionada. Diarios. Etty Hillesum. Editorial Anthropos, España, 2007.

Etty Hillesum, un itinerario espiritual. Paul Lebeau. Editorial Sal Terrae. España, 2000.