ENTRETENIMIENTO

Destino y camino de Armando Rojas Guardia

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Rojas Guardia, el que espera

Es tan fuerte y tan ansiado el destino de la obra de Armando Rojas Guardia y tan poderosa la pasión que la mueve que no puede haber sino una profunda unidad en todo lo que escribe que, básicamente, es poesía y ensayo. Otros poetas, por ejemplo, hacen academia o gimnasia argumental cuando utilizan la prosa y el concepto. Nuestro poeta y nuestro ensayista busca a Dios, a veces en el júbilo amoroso, a veces en la aridez de la intemperie, pero él es siempre la última estación, el que espera. En pocos de nuestros escritores, vida y letra se aúnan tan estrechamente para encontrar su camino, sendero espiritual empinado y empedrado.

Pero no se trata de un dogma que se canta en dos tonos. Sus ensayos son tales, indagan, intuyen, poetizan. Así como sus poesías argumentan, iluminan, indagan. Por eso, claro, sus poemas son sabios y sus ensayos son bellos.

Además, para mí importa, sobre todo, el inmenso valor del ensayo de Armando: su capacidad de abrirse al mundo, a lo otro, a lo distinto. A los poetas de la casa de al lado o a la historia toda de la literatura y del pensamiento o a la disputa teológica o al compromiso político… Lo cual implica una densa cultura y una constante y brillante inteligencia argumental pero también, no lo soslayemos, un cristianismo que no teme a la vastedad ni a los malos espíritus. Y que sabe que su Dios tiene muchas máscaras y no pocos secretos y argucias.

Fernando Rodríguez

Palabras en la contratapa de La otra locura

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Corrientes de la atención

Hay muchos atajos interpretativos que podrían resultar “fáciles” a la hora de escribir sobre Armando Rojas Guardia. Sí, me refiero a tópicos bastante instalados en la mitología que rodea su vida y obra. Podría improvisar ya mismo una de breve y sobria melodía teórica en torno al ensayo literario en Venezuela que dialogue con su poesía y su trabajo docente. Lo otro sería examinar con cierta morosidad esa escritura que sabe alternarse entre el entusiasmo y el dolor, el abismo y la lucidez, la oscilación imparable entre los sótanos curveantes del alma, las luchas del espíritu, tal vez el acto contemplativo que tiende a la búsqueda de ciertas epifanías a partir de los sentidos y sus relampagueos. No menos sensato resultaría establecer una geografía de cierta poesía venezolana a partir de sus extensas incursiones en la prensa cultural, vincularla con sus cuadernos y diarios, asumirla como parte de un paisaje que tiende a expandirse y resuena en las tramas del país. A partir de sus páginas más memoriales, aparece la posibilidad de pensar en la importancia de Pablo Rojas Guardia en la historia de su vocación. Y se abren más caminos, claro está, si me propongo establecer ciertas conexiones entre experiencia religiosa y locura. Ah, claro, cómo dejarlo pasar, casi todo –casi, dije– podría “resolverse” en un ligero y hasta fácil gesto si encuadro mi lectura dentro de las cuatro marginalidades que lo han acompañado desde casi siempre.

Pero no, nada de esto es completo por sí solo y de pronto se instala en lecturas ya muy andadas. Repasarlas justo ahora, creo, es un ejercicio cómodo, tentador, algo estéril. Así las cosas, situado ante estas resistencias, veré hasta dónde puedo sortearlas. Quién quita, hasta podría dar con otros costados. Después de todo, este “objeto de estudio” suele desbordar mi percepción. No puedo evitar pensar en Rojas Guardia cuando Michel Onfray –en La fuerza de existir– anota: “toda filosofía se reduce a la confesión de un cuerpo, a la autobiografía de un ser que sufre”. Por esta vía Rojas Guardia entra en la órbita del cuidado de sí, la atención sobre el cuerpo y los objetos que lo rodean; la conexión entre las más diversas experiencias que van “marcando” esa confesión escrita que suele aparecer en sus libros y encausan su muy singular confluencia entre espiritualidad y literatura. Quizá por eso, porque la práctica confesional atraviesa buena parte de su voz, en Rojas Guardia no hay miedo al yo. Más bien, siento una revalorización de su importancia, como si fuera el mejor lugar para lidiar con las fuerzas contradictorias y tempestuosas que suelen aparecer en un cuerpo cuando asume sus deseos. Tampoco pretendo anunciar una “buena nueva”, apenas intento acercarme desde la clave que me brinda la antigua y casi olvidada línea zigzagueante que viene de los estoicos, sigue por San Agustín, repica en Montaigne y Onfray sitúa como un “cristianismo hedonista”.

Mi conjetura: Rojas Guardia la “pesca”, la traduce para sí y muy a su manera, con algo de ese aire atribulado que condujo la escritura de Pascal. Estos ecos los transfigura en celebración con Dios, el amante, los amigos, la escritura, ese tremendo, constante ejercicio de atención que viene a ser una suerte de mundología que da inicio a la vida del espíritu. Pienso que estas corrientes traspasan sus libros y sintonizan de nuevo con Onfray: “El pensamiento emana, pues, de la interacción de una carne subjetiva que dice yo y el mundo que la contiene. No desciende del cielo, a la manera del Espíritu Santo, lanzando lenguas de fuego sobre la cabeza de los elegidos, sino que surge del cuerpo, brota de la carne y proviene de las entrañas”.

Esta es la “materia” de la que está hecha La otra locura. Rojas Guardia, él es sus libros, él y la desesperada y dulce interpelación de “the Lord”; él y los otros, él y lo que lee y piensa a partir de lo que los otros le brindan; los otros, esos otros que él se encarga de hacer próximos, semejantes y hermanos, aún en el desacuerdo y la antagonía (no hay que olvidar que estas páginas repasan algunos de los malestares políticos de la Venezuela contemporánea). Aquí, en este punto, confluye su muy personal cristianismo y un tremendo –y moderno– ejercicio de interpelación y acercamiento a todo cuanto se aparezca como la más fuerte alteridad. La prosa de Rojas Guardia se detiene en ese lugar donde el yo se vuelve tú y entona su pequeña serenata amorosa. Oye al otro, ese otro con nombre, lo presiente, recibe todo cuanto pueda decirle para volverlo voz, escritura. Y lo hace con un intenso sentido de la gratitud y la celebración. En ese movimiento, casi una danza interior que colinda con el vértigo, como si se tratara de un derviche que gira para sintonizarse con algo que lo supera y desconoce, así lo presiento, busca esa presencia que sin ningún complejo llama Dios, el suyo. Teniendo en cuenta estos asuntos, el lector tiene entre manos un libro que no asume ni la crítica ni los asuntos del conocimiento en su sentido más pedante o dogmático. Tampoco pueden situarse estas prosas en el más literal de los memorialismos. ¿Quiere Rojas Guardia hacer una especie de teología –mundana y solitaria a ratos– con lo que vive, lee y escribe? ¿Y cómo encuadrar, entonces, si acaso es necesario, los textos que componen La otra locura? Más arriba lo asomé: Rojas Guardia solo quiere oír y “a-tender”, ese es su ejercicio y su oficio, su física y su metafísica, unas veces de manera ralentizada; otras, en cambio, más rapsódica, capaz de conducirlo “a vislumbrar niveles de realidad ubicados más allá de la vida cotidiana”. No elabora doctrinas, ni brinda soluciones fáciles. No profesa, intuye, dialoga “solo” –él, su memoria– con otras presencias, las escribe y las construye, las vislumbra. Puede tratarse de una película, un libro, una experiencia compartida, los días de Calicanto y Tráfico, los graves asuntos venezolanos; un poeta que se fue, otro que llega, algún tono brumoso recogido en dos frases, una cita, relecturas; repasos de los salmos que sin más aparecen cuando la cabeza nublada anda; muchas veces el tema resulta lo de menos, apenas es el lugar para emprender la vuelta sobre lo vivido. Por eso La otra locura es un libro entrañable y a veces bilioso, erudito a su manera, lleno de tensa poesía en prosa.

“Pensario”, así titula uno de sus textos. Por asociación sonora, esta voz evoca al pensiere italiano y se me antoja ver ahí un tono con cierto aire “leve”, aunque siempre dispuesto a perforar los más variados estados de consciencia; así, Rojas Guardia logra dar con un tempo que busca en los costados del buen sentido algún descubrimiento para la vida interior. Apenas una advertencia: estos pequeños relámpagos –pensares con algo de pesar– no están separados de sus ejercicios más críticos, más bien, pareciera que los temas van y vienen, rebotan y repiquetean, desaparecen y vuelven con más fuerza, a veces entrelazados, como si estuvieran apresados y aguardaran su mejor oportunidad para manifestarse; por eso Rojas Guardia opta por leer cada obra a la luz –o la sombra– de su experiencia. Pero leerla no es solo repasarla sino volver a vivirla, traducirla a su lengua y circunstancias. Por eso, el pasaje de Onfray que evoqué más arriba, también se apoya en esa región de la literatura que hace del yo –con todas sus máscaras y encubrimientos– su centro gravitacional. María Fernanda Palacios –mucho antes que el pensador francés, en un prólogo a El Calidoscopio de Hermes escrito en 1989– precisa la clave que estoy buscando para comprender La otra locura: “Si algo me sorprende y me simpatiza en la trayectoria intelectual de Armando Rojas Guardia es el que su intento y su pasión por comprender, en lugar de estar orientados por fantasías de orden solamente estético, o por elaboraciones meramente conceptuales e indiferentes, formen parte de un esfuerzo moral. Digo moral buscando con esa palabra una tonalidad muy específica. No hablo de moral alguna ni de ‘proyecto ético’. Me refiero a un hacerse responsable de lo que se ha comprendido; es decir, hablo de esa moral que consiste en vivir el conocimiento además de pensarlo”.

Es inevitable ahora traer un pequeño recuerdo. Mientras organizábamos los materiales que componen este libro, en una visita a la sección de Libros Raros y Manuscritos en la Biblioteca Nacional, Armando me contó que muchas veces –con catorce años– solía escribir las columnas que su padre enviaba a El Nacional. ¿Y cómo hacías –solté extrañado– para escribir como él? “Bueno”, me salió al paso con su voz porosa, “yo leía todo lo que mi padre escribía, así que no me costaba mucho imitarlo”. Hasta la aparición de esta anécdota, nunca había querido preguntarle por qué se había puesto el segundo apellido de su padre. Como era previsible, supuse allí un gesto de admiración, sin saber muy bien qué más podría estar moviéndose (y esta es una de las pocas anécdotas que me ha permitido comprender la naturaleza de tan curioso mimetismo). A partir de ahora, quien quiera volver a esos textos se preguntará más de una vez a cuál de los dos lee, dónde termina Pablo y dónde comienza Armando. El movimiento resulta curioso: habitar al padre, madurarlo, nunca “matarlo”, irlo escribiendo y descubriendo, asimilar una parte de su nombre, dar con un muy particular tipo de conocimiento que finalmente va creando los linderos entre diferencia y herencia. Pero la anécdota tiene un eco: varios meses más tarde, esta vez en los archivos de El Nacional, rebuscando entre periódicos microfilmados que lanzaban imágenes rotas y amarillentas sobre una inmensa pantalla, apareció un homenaje de Armando a su padre. Era un Papel Literario del 21 de agosto de 1988. Aquí me parece ver otro momento más de cómo se fue creando ese “traspaso”, casi un robo. De otra forma, solo bajo esas tensas maniobras entre admiración y mirada distanciada, nunca hubiera podido escribir algo así: “Conozco demasiado bien el secreto existencial que nutre sus poemas”. Lo anterior, creo, entraña una forma muy particular de afirmarse en lo heredado, algo así como una asimilación de ese conocimiento por la imagen que también supone la distancia del que ya tiene un camino andado. Y aún así, de hecho, muchas veces Armando dice cosas que valen para él y todo lo que aparece en las páginas de su “otra locura”:

“Pablo Rojas Guardia se concibió a sí mismo solo en función de la poesía. Quiso ser única, exclusivamente poeta. Parece una banalidad, pero es lo opuesto: sus nupcias con ese último refugio de la experiencia de lo sagrado, con el conocimiento y el oficio poético, las asumió con toda la carga simbólica del amor fati de Nietzsche: el destino que por fin no confía en la trampa de la repetición de las tiradas de los dados, sino que asume todo el azar de una sola vez, en una jugada radical”.

La transmisión de la herencia, el asentamiento en la diferencia, ocurre precisamente en ese amor por un destino compartido y con diferentes modulaciones. Esta muy curiosa operación, desborda las maneras más convencionales de interpretar y asumir la literatura. Lo que pasa en Armando con Pablo también se extiende hacia otras presencias tutelares de su vida: Juan Liscano y Ernesto Cardenal (yo diría que él también conoce el secreto existencial de sus poemas). Sin ellos, es mi conjetura, sería muy difícil comprender su trayecto vocacional y por eso cada uno tiene lugar en este libro.

Armando ha tenido que moverse en la relojería interna del pathos, pero la escritura ha sido su empuje para transmutarlo con la disposición que le brinda su “fuerza de existir”. No en vano, una de sus piezas más memorables –al menos para mí– valora el tremendo desasosiego de Qoelet. De ahí, creo, la sintaxis a ratos asincopada y nerviosa de este libro, casi ebria, muchas veces en la cuerda floja del sentido. El ensayo, el pensamiento y las ráfagas de intuición son la prolongación expresiva, la segregación y la lidia de un constante y tremoroso trabajo, justo ahí donde el alma busca comprender y comprenderse, es decir, adentrarse en sus más hondas intermitencias. Yo creo que esa ha sido su tabla de salvación y ahí su saber. Porque eso enseñan sus libros: la constante oportunidad de una interlocución y una atención que irradia hacia los otros.

Armando y su unending gift: ese tono, esa voz llena de la difícil maestría de dar con un arte de salud en medio de tanta amenaza. Es un insólito “presente” contar con su amistad. Lo corroboro cada día: él enseña a dar con una muy extraña lucidez en medio de cada barranco, cuando todo parece venirse abajo y solo queda el mordisqueo de una sabrosa fresa (así lo recuerda la fábula budista). Esa también es la “otra locura”. Bien vale vivirla cada día.

“¿Qué debemos producir? Un Yo, un Sí mismo, una Subjetividad radical. Una Identidad sin doble. Una realidad individual. Una persona recta. Un estilo notable. Una fuerza única. Una potencia magnífica. Un cometa que traza un camino inédito. Una energía que abra un camino luminoso en el caos del cosmos. Una bella individualidad, un temperamento, un carácter. Sin querer la obra maestra, sin buscar la perfección –el genio, el héroe o el santo–, es necesario tender a la epifanía de una soberanía inédita” (La fuerza de existir).

Alejandro Sebastiani Verlezza

Prólogo a La otra locura

Julio, 2015