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Crónicas del infierno revolucionario

El pasado 12 de febrero se presentó en Madrid el volumen “Siete sellos: Crónicas de la Venezuela revolucionaria”, compilado por Gisela Kozak (Kalathos ediciones, España, 2017). Además de Laura Cracco, en el acto, que tuvo lugar en la sede de Casa de América, participaron Gonzalo Gerbasi, Atanasio Alegre y Antonio Muñoz Molina

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Escribir en y sobre Venezuela es per se un acto heroico y salvador. Al hacerlo, estamos venciendo el silencio y la ceguera que imponen los regímenes totalitarios; no solo porque la censura cercena la palabra, sino también porque las palabras parecen recular y sonar vacías ante hechos que violan no ya la convención de los derechos humanos, sino los límites sagrados del derecho natural.

Escribir sobre la realidad de un país que más que patria es una herida, que no habitamos sino que nos habita con mirada omnipresente y armas prestas a castigar la discrepancia; ir más allá de la anécdota y la noticia, cuya naturaleza es perecedera –por más veraces que sean–, y tocar el tumor originario del cual son síntoma es lo que confiere un inestimable valor a estas Crónicas de la Venezuela revolucionaria.

Vencer la compassion fatigue tras convivir día a día con el sufrimiento, la muerte y la violencia del Estado venezolano (la diferencia entre Estado y Gobierno fue uno de los primeros botines del chavismo) y buscar en los rescoldos una tenue llama que ilumina el quiebre de la empatía en “Todos somos monstruos” de Violeta Rojo, o meterse en el pellejo de un militante chavista y tratar de ver con los ojos del adversario como lo logra Barrera Tyszka requieren un esfuerzo comparable al de esos muchachos que hace unos meses enfrentaron la represión armados con escudos de cartón o anime para acabar muertos, encarcelados o moralmente derrotados.

Por eso estas crónicas renuevan su alcance. El asesinato moral no será completo mientras haya gente que resista; sea en las calles, los pocos que se atreven a desafiar un aparato militar y delincuente cada día más pertrechado con balas y leyes espurias; o quienes aún denuncian a través de la escritura o en las redes (un tweet puede significar cárcel).

Un triunfo contra la mudez y la ceguera son la incisión comedida en el festivo entierro de un malandro (quizá la mejor ilustración de la violación de lo sagrado: la banalización de la muerte no por un ideal de trascendencia o aceptación de la brevedad ingénita sino por desprecio a la vida propia y ajena) de María Isoliett Iglesias; la revelación de que alimentarse de la basura (“aprendí que uno es lo que come”) convierte al hambriento en carroñero también espiritual, pues lo priva de su humanidad; la semblanza de Tulio Hernández del puente fronterizo con Colombia transitado, en busca de comida y medicinas por muertos en vida, que evoca los versos de T.S. Eliot. “Una muchedumbre fluye sobre el puente de Londres, tantos, / no había pensado que la muerte hubiera deshecho a tantos”, dijo el poeta en una alusión al Inferno de Dante pero también a los cuerpos mutilados de la Gran Guerra, y sus versos resuenan en un país donde la muerte ha deshecho a tantos.

A través de estas crónicas (cuesta usar un término que suena a devenir y cambio en un contexto donde el tiempo es un repetitivo remedo del mismo horror; presente y futuro condenados de antemano a ser más o peor de lo mismo), dolorosamente constatamos que “lo que ocurre en Venezuela va más allá del absurdo”, como afirma Plaza Salvati.

Al confrontar el perverso caos descrito en el libro, caemos en cuenta de que los atroces episodios de otras dictaduras y regímenes totalitarios al menos parecen obedecer a cierto orden: son el mal organizado y en cierto modo previsible, amén de ser por lo general ultranacionalistas. Aquellas dictaduras también se apoderaron del tiempo, pero este era una fiera guiada con puño de hierro, sin relinchos.

En Venezuela hay un cóctel aún más letal. Hablamos de un régimen autoritario cuya única y verdadera ideología es el expolio de un país y cuyos máximos representantes políticos, militares o judiciales son criminales; un régimen carroñero que no ha dudado en compartir el monopolio de la violencia con la casta de los pranes (jefes de las bandas criminales que operan desde las cárceles) y con gobiernos foráneos (Cuba, Rusia).

El pus derramado permeando todo un país y acosando la intimidad de quienes disciernen entre bien y mal se palpa en las páginas del libro. Pus pero también el llanto y la sangre de los valientes, el sudor de quienes han escrito para vencer con la letra a las armas y rescatar la fibra sana, la decencia y la cordura.

¿Conciliación? Viene a la memoria aquello de Hegel sobre que la “conciliación” de los contrarios es la verdadera anagnórisis trágica, la lección a extraer de la vivencia de lo terrible; pero “son tantas víctimas que es inconcebible el triunfo de la impunidad” (dice Leonardo Padrón) o “darle a cada quien lo que se merece es indispensable para sortear las ominosas espinas que nos aguardan” (advierte Roberto Echeto). Y es que cuesta imaginar la poética conciliación cuando se han profanado los límites sagrados; cuando la armonía entre la justicia convencional y las leyes escritas en la sangre ha sido quebrantada. Ojalá las Erinias puedan dar paso a las Euménides en Venezuela.

En el fondo, este libro es un llamado a aquellas Euménides que permiten el restablecimiento del orden espiritual y social. Los autores se han esforzado por introducir algo de razón en el caos.

Sin embargo, la conversión de las Erinias en Euménides demanda un autoexamen descarnado: el reconocimiento de que Venezuela no fue el paraíso que ahora añoramos; que el germen del chavismo siempre estuvo allí, aunque la ceguera ante el otro nos impidió ver la miseria y la desmesurada corrupción que acechaba tal paraíso (Chávez simplemente levantó la tapa y afloró lo peor de nosotros). Demanda también devolverle el debido peso a las palabras. Si hablamos ligeramente de “genocidio” en lugar de denunciar un régimen hamponil, corrompido pero también favorecedor de complicidades y autor de una masacre lenta y desidiosa, estaremos –desde la frivolidad inicial que antes nos encegueció ante la realidad de inmensa pobreza y corrupción que rodeaba el “paraíso”– destruyendo el lenguaje, nuestra única arma contra la dictadura. Irrespetaremos la historia cuya lección no habremos aprendido. Permaneceremos en el drama, que mueve emociones no razones, y no accederemos a la anagnórisis transformadora.

La introspección, por fortuna, no está ausente en el libro. Este no es un mero recuento desde la perspectiva de las víctimas. También nos alerta sobre el cinismo (“mi corazón es opositor, pero mi bolsillo chavista”) de la mayoría que en el momento de pujanza económica fingió no saber y ahora, solo tras la bancarrota económica, no la moral ocurrida hace ya mucho, se declaran inocentes y engañados, y sobre el endémico pillo retratado por Salvador Fleján que siempre estuvo ahí recordando la precariedad espiritual en medio de la obscena riqueza.

El libro deja en el aire la pregunta de si hemos aprendido o de si estaremos reproduciendo ante el otro aquella cómoda ceguera de antaño encaramados en las gradas de la falsa inocencia.

Cada lector sabrá si se queda en el confort de sus prejuicios o intenta ejercer la empatía y se deja tocar por la tragedia.

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