ENTRETENIMIENTO

Conversaciones con Juan Rulfo

por El Nacional El Nacional

Contaminado del misterio de su obra, permanece Rulfo en el bullicio de la Ciudad de México. Alrededor de su persona se tejen leyendas y se crean historias. Y no falsean quienes ven en el creador de Pedro Páramo a otro personaje de su novela. No tiene Rulfo la agitación ni la urgencia de quienes viven en nuestro mundo atómico. Sin prisa, sencillo, modesto y como muy triste va expresando su pensamiento con la tranquilidad de quien se sabe fuera de cualquier rencilla, limpio de toda culpa. En cada palabra se entrega con la sinceridad de una vieja amistad, en el mismo gesto de generosidad que nos brindó en Pedro Páramo.

De todas las novelas hispanoamericanas es Pedro Páramo una de las más perfectas y de las más bellas. No solo por lo que a la forma se refiere, sino por su trascendencia. Las vidas de sus personajes pertenecen a México; pero son también las de otros tantos hombres de nuestras tierras. La desolación, la tristeza, el miedo del pueblo mexicano, que tan certeramente ha transcrito Rulfo, es la historia de muchos pueblos nuestros que han sabido de guerras fratricidas y de abandono.

El lenguaje simultáneamente directo y poético hace que esta obra sea de lectura edificante y saludable, pues nos impregna de belleza y de bondad. Y no porque sus páginas no sean brutales, ni sus hombres no sean machos de Jalisco, que reventaron bajo las caballerías revolucionarias y anticristeras sino porque a través de la obra se percibe la nostalgia de su autor. Su infinita soledad que solo se sacia en la generosidad de la entrega.

“La idea de escribir una novela en la cual el protagonista fuese un muerto que contaba su vida la había acariciado por largo tiempo. Pero un viaje a mi pueblo le dio forma definitiva; cuando volví a él después de muchos años lo encontré solitario y cambiado. Era un pueblo grande donde en cada manzana había apenas tres o cuatro grandes solares y hermosas huertas, que habían sido destruidas. En las calles, las casuarinas, especie de pinos, al mecerse con el viento producían gemidos. De cada cuatro casas, una sola estaba habitada, pero apenas había señales de vida, la mayoría de los portones estaban cerrados con grandes candados porque los dueños habían huido o desaparecido. Por la noche, todo se volvía más tenebroso: los árboles producían lamentos que impedían el sueño….

Como este, otros pueblos que encontré después, estaban desiertos y abandonados.

Mi pueblo queda en Amula, en el estado de Jalisco. Los pobladores nativos de esa región fueron destruidos y la población de hoy es descendiente de gallegos –quizás por eso se llamaba Nueva Galicia−, pero también había extremeños, castellanos y vizcaínos. La tierra, de origen volcánico, es porosa y recibe el nombre de jal, de allí viene quizás el nombre de Jalisco. Sus hombres son celosos de su machismo y defensores de la honra de sus mujeres. Por eso se veneran tantas vírgenes, como la Virgen de la Talpa o de la Diada, nombre tal vez indígena, de algún pueblo hoy desaparecido.

A partir de 1926, en ese escenario, se desarrolló la guerra de los cristeros, que yo todavía recuerdo. La Cristeada duró cuatro años. Guadalajara, Guanajuato, la zona más poblada del país, se largó contra el gobierno para defender los derechos del clero. Primero fue pacífica, y luego muy sangrienta. Esa región, debido quizás a su aislamiento, sigue el sistema matriarcal: las familias son numerosas, existe el mayorazgo y la madre domina aún sobre los hijos casados. La rebeldía comenzó entre las mujeres. Levantaron a los hombres, incitándolos hasta llevarlos a una guerra absurda donde se mataban como salvajes. Era una curiosa guerra de guerrillas que consistía principalmente en saqueos. El Gobierno concentraba a los suyos en los pueblos. El mío, fue primero centro de cristeros y luego lugar de concentración militar. Una maniobra que llamaban ‘Reconcentración’ consistía en reunir las poblaciones en un solo sitio para dejar desiertos los lugares y no permitir la reunión de los cristeros. Estos eran fanáticos, usaban un cuerno para llamarse y se presentaban llenos de medallitas y de signos.

El sacerdote de Pedro Páramo, que termina yéndose con los cristeros, es símbolo del clero disidente, castigado en un lugar perdido y lejano. Pedro Páramo es la historia de un pueblo, no de sus personajes, que son fantasmas, muertos que cuentan su vida. Por eso la obra no tiene secuencia temporal: hay muchos siglos sueltos, que apenas se sugieren y que deberían estar separados por espacios en blanco. Creí que los impresores habían de interpretarlo así y separar los episodios de una manera más evidente.

Eliminé muchas páginas explicativas porque creí en la malicia del lector, pero todavía le sobran páginas. Usé el freno, sin dejarme desbocar. No hay que darlo todo, no hay que dejarse agotar completamente. Sí, la novela es cíclica, no termina. Es pequeña, ¿por qué ampliarla con efectismos?: el efectismo, ¿no es puro relleno? Quise eliminar toda la carga histórica que pesaba sobre la novela española del siglo pasado.

La poesía indígena no ha influido sobre mí. Sus obras poéticas eran más que nada cantos y cantares. Nunca he escrito poesía. Hacer un poema es difícil por la concepción misma y por la dificultad de la transmisión, aunque debo admitir que también en la prosa se pierde siempre algo de lo que se desea comunicar”.

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La vida de Juan Rulfo se realiza entre los escritores jóvenes a quienes brinda consejo y guía en el Centro Mexicano de Escritores, y entre los indígenas a quienes dedica sus horas laborales en el Instituto Indigenista. Entre ellos ha pasado mucho tiempo en la inútil pretensión de comprenderlos y de penetrar en su espíritu, para brindarles la esperanza de una vida mejor.

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“Me gusta aislarme entre los indígenas. No solo entre las comunidades que ya están incorporadas, sino entre las aisladas, que no tienen apoyo ni ayuda de nadie.

Los antropólogos son sabios del modo de ser de los indígenas, pero no conocen el porqué de sus modos de ser, de sus costumbres. La literatura indigenista poco existe, un caso único es Heraclio Cepeda que no es antropólogo, pero que en su convivencia con los chamulas, supo penetrar e interpretar literariamente la mente indígena.

Los antropólogos usan informantes que en ocasiones les dan nada más que datos. Además, encontrar informantes cabales entre los indígenas es difícil porque ocultan sus creencias originales y hacen creer que poseen las occidentales. Quieren dar la apariencia de que tienen iguales creencias a cualquier otra persona y no permiten que usted penetre dentro de su mentalidad por razones que son difíciles de saber.

En México no hay racismo. El que odia al indígena es el que lo explota, y los odia porque no los entiende, pero tampoco yo he podido saber nunca cuáles son las ideas del indio.

En el sur de México, donde están los mejor organizados, viven los mayas que hablan el idioma tzotzil, palabra que significa murciélago. Es curioso que los tzotzil, a pesar de su nombre, nunca recorren un camino en la noche, por miedo. En las entradas de los pueblos se encuentran cruces que son puertas para abrirles los caminos. Según las leyendas, sus antepasados vivían en los huecos de los árboles.

La razón de ese nombre es la neblina que cubre esa zona casi perennemente y la oscuridad que por esa causa se produce. Para ellos el sol y la luna son muy importantes. El sol va a buscar las fuerzas de las tinieblas, de las zonas tenebrosas.

También pasé mes y medio en la zona mixe de Oaxaca donde, debido a la ferocidad de los indígenas, no penetraron nunca los españoles. Aún hoy es difícil llegar hasta ellos porque cierran los caminos. Sus pueblos están situados en la falda de un volcán, en un escenario natural de gran belleza. El terreno es muy cortado y está surcado por torrentes maravillosos, que más adelante se transforman en ríos caudalosos. La compañía del hombre es el viento, la lluvia. Pues llueve mucho. Por eso dicen que allí hay tres meses de aguaceros, seis meses de lodo y tres meses de todo. Bajando de uno de esos pueblecitos situados en los picos de las montañas, mi mula se resbaló en una laja húmeda y me dejó tendido en medio de la noche, todo maltrecho y con la boca rota. Mi topil no me ayudó a levantarme ni tampoco quiso acompañarme. (Los topiles son los indios cargadores que pertenecen a una especie de jerarquía). De modo que tuve que seguir caminando solo, pues el resto de los topiles no querían ni siquiera que yo estuviera cerca. Cuando llegamos al pueblo más grande, donde el alcalde era un maestro que hablaba el castellano, me excusé diciéndole que sentía mucho lo del animal. Creía yo que la actitud de los indígenas para conmigo se debía a la pérdida de la mula, que allí es muy apreciada. Pero él me explicó que no debía seguir adelante, que era necesario que cada uno tuviera su topil y me advirtió la posibilidad de que ninguno quisiera servirme porque, para ellos, yo había dejado el alma allí. Debía haber esperado a que amaneciera sin moverme, y aguardar el retorno de mi alma. ‘Usted es un cuerpo sin alma’, me explicó. Esto me dijo sin admitir que él creía en ‘esas cosas’. Pero, en cambio, no supo darnos razón sobre un cargamento de guajalotes, que llevaban unos indios, cerro arriba. Nos dijo que serían para venderlos… pero cuando regresamos, encontramos el reguero de sangre y plumas porque, sin duda, los habían sacrificado al volcán”.

La palabra de Rulfo es suave y lenta. Sus manos delgadas y alargadas sostienen un constante cigarrillo, tras el cual se repliega el gran escritor. Es cierto que no gusta de las entrevistas “porque no tiene nada que decir”, y es cierto también que nuestra conversación que comenzó en su oficina de trabajo entre las pruebas de imprenta de las publicaciones del Instituto Nacional Indigenista, se prolongó durante el almuerzo y terminó cuando la noche se había enseñoreado de la Ciudad de México. Se dice que hace años corrige una segunda novela, que muchos mexicanos apenas tienen esperanza de algún día leer.

Rulfo habla poco de sí. Es más elocuente cuando se refiere a los jóvenes del Centro Mexicano de Escritores y más entusiasta cuando nos expresa su elogiosa opinión sobre Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. “Ha logrado García Márquez decir cosas como ya se creía que era imposible escribirlas. Su novela es una gran obra. García Márquez y yo trabajamos juntos, pero nos encontrábamos poco. A él, como a otros jóvenes, tenía que buscarlos para conversar. Cuando venía a cobrar un sueldo que tardaban mucho en pagarle, se sentaba horas frente a mi oficina, mudo, y yo debía insistir mucho para que entrara”.

Los jóvenes del Centro son becarios que tienen como obligación reunirse y oír la lectura de las obras de cada uno de sus compañeros, discutirla y criticarla. Sobre ellos Juan Rulfo ejerce tutela y despierta optimismo. “La novela de Raúl Navarrete, Aquí, allá, en esos lugares, me parece interesante. Contiene las impresiones de un provinciano que llega a la gran ciudad y que ve en ella lo que pasa desapercibido para muchos otros. Es un muchacho con mucho que decir todavía”.

Y no solo conoce el movimiento de los escritores mexicanos. Me pregunta por los jóvenes venezolanos, me cuenta del Techo de la Ballena, del gran poeta Ernesto Cardenal (el fraile nicaragüense), y de Pablo Antonio Cuadra. A pesar de la dificultad de las comunicaciones, Rulfo ha leído a nuestros escritores: me comenta la última novela de Salvador Garmendia, y se muestra ansioso de conocer la última obra de Uslar Pietri. Hace un comentario muy elogioso de Las lanzas coloradas y uno más de El camino del Dorado. Recuerda con agrado las pocas horas que pasó en Caracas en la compañía de Miguel Otero Silva y de Juan Liscano, pero me confirma su deseo de no salir más de México, de no ir más allá de Guadalajara, porque quiere disfrutar de la juventud y del cariño de sus hijos.