ENTRETENIMIENTO

La cifra mágica de la experiencia

por El Nacional El Nacional

A comienzo de los años 80 del siglo XX, aparece en las librerías caraqueñas un libro de modesto formato, publicado por la recordada editorial Fundarte en la para entonces muy leída colección “Cuadernos de difusión”. El libro llevaba en su carátula el número 78, y en ella, se encuadraba una imagen fotográfica de la ciudad: un parque infantil en reparación –se ven algunos utensilios del constructor al fondo­– y, en primer plano, un estanque que semejaba por su forma al trébol de cuatro hojas. Su suelo vacío, hecho de lozas con motivos geométricos, estaba ilustrado en color magenta sólido, que hacía juego, fuera de la imagen, con el nombre de su autor: Eleazar León.

A la orilla de los días fue el título de ese libro que recogió los primeros textos en prosa dedicados a la reflexión poética, artística y de vida contemporánea, escritos por quien hasta ese momento había sido recibido como un joven poeta de señalados dones. Antes de que este volumen cruzara de mano en mano, el escritor que se había iniciado en 1971, tenía en su haber al menos dos importantes entregas que fueron bastante reconocidas en su momento (aunque en círculos modestos siempre) y, quizá, lo sean aún hoy. A mitad de aquella década, esos años setenta marcados por la vendimia petrolera, por los inflados crecimientos de su economía y el entusiasmo ebrio de políticos y gobernantes, aparece el poemario Por lo que tienes de ceniza, impreso por EBUC ­–valiosa y asimismo recortadísima editorial de la UCV–, en 1974; dos años más tarde, Estación durable, obra que colocaba al autor en la nómina de la más importante casa editora venezolana de todos los tiempos, como lo fue Monte Ávila Editores.

En menos de seis años, entonces, teníamos a un escritor que ya daba de qué hablar. Pero a la par de su trabajo poético y en esas mismas fechas, León cultivó también la prosa ensayística, la meditación sobre el propio oficio, la indagación consciente en torno a lecturas y autores que le eran afines, o que estaban sobre la mesa de las conversaciones en los cafés y los bares de la elástica noche caraqueña, a los que tanto frecuentaban los artistas de todas las generaciones.

Una moneda de particular factura

A la orilla de los días nos coloca casi que de inmediato ante la rara sensación de una imagen, si no insólita, al menos poco usual. Al recorrer este título, sentimos de entrada que el autor ha optado por ofrecer una metáfora sobre la vastedad de la existencia, y, de seguidas, el espacio que un sujeto asume frente a esa inmensidad que lo rebasa. La “orilla” quiere cumplir aquí el papel del mínimo lugar donde esa grandeza nos deja a diario: el tiempo inmedible, la sucesión como oleaje, y la hondura de su realidad que solo otorga fuerzas para la intuición o la palabra imaginada. El sabor de naufragio es evidente, y con él la fragilidad y la pequeñez de un sujeto en trance de dar cuenta de su viaje por el tiempo, el exclusivo que le ha tocado vivir. Sin ninguna pretensión de querer abultar la apreciación de sus líneas, esta parece ser la actitud sentimental y la tonalidad de conciencia que recorren el libro.

Habría que decir, además, algo sobre la personal manera que Eleazar León ha puesto en movimiento para registrar los asuntos de ese volumen. Si bien los materiales pueden acuñarse dentro de la etiqueta “ensayos”, para serlo cumplen no solo las claves de las que todo texto de su género debe mostrar, también ponen en claro un trabajo de escritura que inclina al propio ensayo como género, y con mucha fuerza, hacia los parajes de la dicción poética y la plasticidad de la imagen. La sonoridad y ritmo de sus periodos, la cadencia de sus frases, pueden dar cuenta de su registro (es decir, su retórica, su voluntad, sus recursos, sus herramientas). Este parece provenir, como resultado nada desdeñable, de largas etapas bajo los cielos de voces ajenas, de autores que lo han trabajado siempre, así como de la cultura entendida como un todo: la tradicional tanto como la considerada periférica, ambas tratadas con igual esmero; registro, decimos, como el que resulta luego de lo consumido en el rigor del vivir, cuyo análogo también es la escritura, al que no se le ha rehuido ni rechazado, en el que entran otras hablas, incluso las que lucen contrarias a la “propia” del yo autoral. Su “estilo” se muestra espurio y puro al mismo tiempo, con algo de ejecución jazzística, honesto en sus alcances, endiabladamente individual, como una moneda que se ha acuñado en íngrimo taller. Toda esta carga, que se mide no por su peso sino por su posible alcance, logra mostrarse en una escritura de concisión y, al mismo tiempo, de inesperada riqueza; de una singular hondura pensada para toda ganancia.

Fue el maestro Picón Salas quien dijo que la “fórmula del ensayo” (así, un poco socarronamente) es el de la literatura toda: “tener algo que decir; decirlo de modo que agite la conciencia y despierte la emoción de los otros hombres, y en lengua tan personal y propia, que ella se bautice a sí misma” (1). Y preguntamos, ¿no participan los ensayos de Eleazar León de esta sencilla enumeración de elementos que perfilan al género? No solo creemos que es así, sino que además ella ha encontrado la manera de bautizarse a sí misma con una prosa de bella densidad, consciente de su linaje, de rigor que no abandona la intensidad ni transa con la simple retórica. Menos aun con la adulación o la fatiga de los elogios inmerecidos. Si estos asertos tienen algo de razón, es de esperar que el lector de esta selección pueda corroborarlos cuando lleve este volumen de ensayos bajo su lámpara.

Para dar al menos una idea de lo que aguarda en estos textos tan peculiares, sea tal vez atinado traer a cuento algunos ejemplos. En un ensayo sobre el poeta francés Paul Eluard, nos dice:

“Al poeta Paul Eluard le ocurrió en una ocasión encontrarse vacío de viajes. Era entonces joven e impaciente (palabras que se requieren juntas para encontrarles sentido) y se apresuró a tomar el primer barco que zarpaba desde Marsella. Durante siete meses se abandonó a las soleadas visiones de mares extensos y tierras de nombres andariegos y frutales. Desde una isla distante unos amigos lo devolvieron luego a su ciudad, a una aventura no tan repentina, aunque sí impetuosa y oceánica, llamada Surrealismo”.

La nota informativa, en este pasaje, aparece como suavizada o desplazada con delicadeza inusual. Es llamativa esa manera de describir un aspecto de la vida del autor francés poniéndonos casi en plan de escuchas de un relato, retratando un ser en su movimiento y adaptando la escritura a esa condición, de modo que parece que el registro reflexivo del ensayo se va trocando en una posible narración.

Otro ejemplo: en el llamado “Saludo a Vallejo” que es la crónica en miniatura de una visita a la tumba del poeta peruano, elabora un cuadro animado de París:

“Esa tarde desandábamos hacia el cementerio de Montparnasse y París susurraba su intimidad de verano, adormilado sobre los puentes, sobre las piedras, sobre los muros de salmodiante cristalería. Gentes de atareada distracción discurrían atentos a la pisada próxima, replegados sobre sí mismos. Nadie olvida en verano que debe olvidar cualquier cosa que no sea la fiebre de la luz, la ondulación vibrante apurando en los cuerpos un agua cavilosa, reclamándole al tiempo su sed de instantes, la pequeña gloria de la inmediatez”.

Se nos hace próximo ese ojo que hermana la vida de afuera, en una ciudad mítica ya para tantos, y la evocación que va a preparar el paso tímido, como esquinado, de un visitante respetuoso al lugar de los restos de quien vivió en París con hambre de huesos y de poesía. Así va dando su nota, alcanzando su clave armónica la prosa de León, modalidad que tampoco olvida cuando decide entrar de lleno en la reflexión sobre las palabras o sobre el oficio del poeta, o la trama que entre ambos se genera. En el ensayo “Hechura de palabras” que es asimismo una indagación sobre la propia materia ensayística, en torno a lo que puede construir el género nominado con la palabra que le otorgó el estimado Montaigne, el autor caraqueño nos dice:

“Tenemos, pues, a propósito del ensayo como género, un abanico de posibilidades que adoptan dos extremos de un péndulo que va de la voluntad objetiva a la voluntad subjetiva. La voluntad objetiva desembocará en el mayor número de argumentos posibles. La voluntad subjetiva prescindirá de ellos y buscará más bien la tangencialidad, el recurso afectivo, la imaginación, la intuición, la sensibilidad… En ambos casos el ensayo será un recorrido, pero en el primero ya se entrevén repletas las alforjas, el final del camino, en el segundo las alforjas se llenarán al paso de la ruta, y ni el final ni el camino mismo serán la afanada recompensa”.

Podríamos acoger entonces esos rasgos como distinción de una escritura que ahora visitaremos de nuevo: el ensayo como una de las formas del viaje; la escritura como marca de “voluntades” que en armonía o desacuerdo van orientando la propia trama del género, y, finalmente, y tal vez lo más decisivo, la anticipada decepción (dicha con franqueza aunque sin crudezas ni gestos de amonestación) que dictamina que el ejercicio de la palabra no depara ninguna salida, ninguna sabiduría, ni siquiera una pretendida verdad última, ni menos absoluto alguno.

El libro póstumo de un outsider

Esta edición de A la orilla de los días recupera también la producción ensayística que Eleazar León fue publicando a lo largo de las tres décadas siguientes a la aparición del título que hemos escogido para reunirlos. Acompañan aquí trabajos insertos en los libros Ejercicio para demonios (1990), Hechura de palabras (1992) y El ángel otra vez malo (1997). De ellos destacan, sobre todo, “La elegía como celebración”, “El ensayo literario como ficción”, “La fuente de otra sed”, “Secreto del poeta”. Además de estos, quizá lo que resalte con indudable color sea la aparición de los enigmáticos y extraordinarios textos aforísticos que León fue escribiendo durante años, y que juntó bajo el rótulo de “Instigaciones”.

Pasajes de comprimida lucidez, fragmentos de sostenido rigor reflexivo, giros de mordacidad o de franca acritud; dardos, puntas, chocancias, incluso impertinencias y notas de desasosiego y melancolía, son las líneas que singularizan la creación del ejercicio aforístico que Eleazar León publicó casi hasta su muerte. Comparten con el poema la voluntad de una expresión contenida que se potencia, la arquitectura minimalista que desea la más insospechada expansión; también el despliegue de la imagen y el territorio de su reino, como lugar de hallazgos que el autor desea atesorar. Estas “instigaciones” sitúan a León en la línea de rebelión e iconoclasia abierta por los románticos, desde Blake y sus “proverbios del infierno” en adelante. De este ejercicio, León nos ha dejado, además, la existencia de un “complementario” o un apócrifo: Marcel Mayer, escritor de estirpe heterónima, quien es el que parece hablar en todos esos fragmentos de comprimida energía, biliosos, o regaladamente líricos, como madrigales compuestos a la amada.

Eleazar León siempre fue un outsider de nuestra literatura. ¿Pero, en qué sentido lo fue? Los manuales e historias literarias lo contemplan como un autor que se formó y permaneció bajo los techos de la escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Esa condición, recalcan los libros, le dio a su poesía y probablemente a toda su escritura, el aval de una procedencia seria, organizada, sistemática, en redondo, le otorgó una formación que en el panorama general de la vida de nuestros poetas, solo algunos han tenido la suerte o el destino de poseer. Sin embargo, Eleazar León nunca se comportó ni echó mano de esta manera de ser concebido por la crítica. Ocurrió muy al contrario: a partir de cierto momento de su vida, luego de acontecimientos personales que lo conmovieron indeciblemente, León decide dar un paso hacia la sombra y, desde entonces, salir del foco de atención al que todo escritor serio alguna vez les dado experimentar. Hasta sus últimos días, que corrieron en el sexto mes del año 2009, mantuvo con tenacidad y a veces con una cólera que se volvió legendaria, su soledad firme, su individualidad a todo trance, su fuerza de sujeto libre que los necios de siempre gustaban de mirar como extravagancia, o simple y ramplón mal genio.

Por decisión expresa del autor, antes de morir, y escrito de su propia mano, la selección que ponemos al alcance de los lectores se pensó para agrupar un número significativo de textos que, según estimaba, quizá sirvieran no solo como materiales de consulta para estudiantes de letras o escritores en ciernes, sino como testimonio de un sujeto que se jugó su suerte sobre el trapecio de la palabra, con temeridad de loco y con amor lúcido del que ha frecuentado y sabe medir la temperatura de los abismos. No vivió para verla hecha realidad. Ahora se edita gracias a las voluntades concertadas por la editorial El Estilete como un aporte necesario, tristemente postergado por las durezas del tiempo, pero listo para encontrar las manos que lo sabrán llevar hacia un nuevo aire y una renovada luz.

Notas

(1) “Y va de ensayo”. En: Nuevos y viejos mundos. Selección, prólogo y cronología de Guillermo Sucre. Caracas: Biblioteca Ayacucho no 101, 1983, pp. 685.

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A la orilla de los días. Eleazar León. Edición, selección y presentación: Samuel González-Seijas. Editorial El Estilete. Venezuela, 2017.