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El beso del ángel. Notas sobre el olvido de mi madre

Sergio Dahbar es narrador, periodista y editor. Ha publicado, entre otros, “Balada para un Packard gris” (1983), “Sangre, dioses y mudanzas” (1989) y “Gente que necesita terapia” (2003). Fue Editor Adjunto de este diario

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I. 

Muchos años después entendí que mis olvidos eran una manera de recordar a mi madre. Siempre será devastador entender que nuestros padres desaparecen o pierden la memoria. Más aún, cuando uno es hijo único y se convierte del día a la noche en el testigo de unos recuerdos que están condenados a desaparecer para siempre. No hay temor más doloroso que un día se apague la luz.

Para comprender lo que siento, debo explicar que mi madre me legó dos de mis pasiones más atesoradas, los libros y el cine. Debía tener cuatro años cuando me llevó a ver la primera película de mi vida. En un cine de arte y ensayo de Córdoba exhibían El capitán Blood (1935), película de Michael Curtiz, con Erroll Flynn y Olivia de Havilland.

Fue una producción inicial de 700.000 dólares (en realidad costó 1.200.000), donde no se usaron barcos ni locaciones de verdad, sino embarcaciones de miniaturas, así como maquetas de Port Royal en Jamaica, y escenas sobrantes de una película de 1924, El gavilán de los mares. Los diálogos más inteligentes los puso Casey Robinson, para salvar la narrativa un tanto pedestre del autor de la novela, Rafael Sabatini. Y se convirtió en un éxito de taquilla.

Es la historia del médico Peter Blood, que atiende a un herido, conspirador contra Jacobo II de Inglaterra (1685). Los militares descubren el sitio donde reviven al rebelde e implican al médico por atentar contra su majestad. Blood es condenado a prisión y trabajos forzosos en la isla de Jamaica.

La reponían en Córdoba y yo no toleré el momento en que Peter Blood es atado a un mástil y castigado con latigazos. Esa espalda ensangrentada me pareció un horror real y comencé a llorar a gritos. Me tuvieron que sacar de la sala para que los demás espectadores pudieran ver la película.

II. 

Mi madre comenzó lentamente, a partir de los setenta años, a perder la memoria de hechos ocurridos en el pasado inmediato. Su infancia se encontraba a salvo en los pliegues de su mente, pero la cena de anoche ya se había extraviado. “No preguntes qué enfermedad tiene una persona, sino qué enfermedad tiene a una persona” (William Osler).

Mi madre olvidaba que había almorzado y exigía que la alimentaran otra vez. Hablaba sola en su cuarto. Más tarde refería la visita de un viejo familiar que tenía tiempo sin ver. Un familiar por cierto que había fallecido 20 años atrás. Cuando la visitaba con mis dos hijos, a veces me preguntaba por el tercero que no tengo. Mauricio y Nicolás casi siempre salían de la casa de su abuela con innumerables preguntas que resultaba difícil responder.

Como afirma el poeta estadounidense Thomas Lynch, los viejos siempre miran atrás con nostalgia y los jóvenes, con idéntica nostalgia, miran hacia delante. Uno recuerda lo que otro imagina.

Yo había cumplido 40 años cuando los olvidos de mi madre comenzaron a hacerse más evidentes. Dicen que a esa edad uno quiere saber con precisión la fecha de su muerte. Vaya uno a saber. Lo cierto es que los médicos recibían a mi madre con una cordialidad trasparente.

La revisaban una y otra vez, y la encontraban en perfecto estado. Conversaban con ella por ratos. Incluso se divertían con sus ocurrencias. En la calle, por horas escasas, era la misma mujer que yo había conocido siempre, vivaz y entretenida.

Recordé entonces una idea de Yosef Yerushalmi sobre los olvidos de los judíos que estuvieron expuestos a los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Este filósofo hebreo explica que “el hombre sano se ubica en algún punto entre el que recuerda todo y el que aprende a olvidar. La pregunta es entonces: ¿De qué deberíamos acordarnos? ¿Qué podemos autorizarnos a olvidar?”

Entonces recordé el último año de mi madre en Argentina. Mi padre se había mudado a Caracas, para encontrar casa donde pudiéramos empezar una nueva vida. Corría 1974 y Córdoba era una ciudad que se encendía con bombas y secuestros.

Amigos de mis padres desaparecían sin dejar huella. O habían dejado el país, o se encontraban escondidos o algo peor se hacía cargo de sus silencios. La intolerancia se apoderó del país y mi madre desesperaba. Temía lo peor todos los días. Recuerdo aún su felicidad el día en que después de viajar por horas en un vuelo lechero de Pan Am por Chile, Perú, Ecuador, Colombia, llegamos a Maiquetía.

A veces descubro a mi madre alegre y distraída. Pero una noticia lúgubre, como el asesinato de personas los fines de semana en Caracas, o el odio que despierta el presidente de la república por los extranjeros, la desubican por completo. No sabe dónde está. Pierde la orientación.

Según indica un conocimiento milenario inscrito en el Talmud, el feto conoce en el vientre toda la Tora y puede ver el mundo de un extremo a otro. En el momento de nacer aparece un ángel y le besa la boca. Así olvida inmediatamente todo. Y debe aprenderlo de nuevo. A veces me pregunto si este milagro no se repite por segunda vez cuando el cuerpo empieza a declinar y los seres humanos prefieren entonces olvidar todo.

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