ENTRETENIMIENTO

Azorín con un pie en el ahora

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1.- Azorín idiomático

Los tiempos son hoy los de la posverdad y los argumentarios, como lo fueron los de “aquí la envidia y mentira” de Fray Luis de León, el de Los dos Luises y otros ensayos, de Azorín. Aquel Azorín –del que se cumplieron en marzo cincuenta años de muerto– quien para limpiar el lenguaje de cuanta hojarasca lo mantenía alienado, se dedicó a ejercer las funciones de idiomático y de crítico literario. No eran buenos tiempos para la historia de España aquellos en los que Azorín se inicia como escritor. Después de la pérdida de las colonias de ultramar, de las que formaban parte Cuba, Filipinas y Puerto Rico, la situación quedaba reducida a una expresión tan simple como aquella de que lo hemos perdido todo, menos el honor. La palabra desastre componía la segunda parte del diferencial semántico de cualquier pensamiento al margen de lo que se tratara de contar sobre la situación el 10 de diciembre de 1898, año en el que España firma el tratado de paz en París. Volver a la intrahistoria fue la consigna de aquella generación de escritores de la que formó parte Azorín y que se conoció como la del 98.

Francisco Umbral en Las palabras de la tribu, al referirse a esta generación, calificó a Azorín como uno de los “señorucos” de la generación del 98.

Un editor hablando sobre este asunto, me preguntó un día si no me parecía que Umbral era un tanto reventón.

―La moderación desde luego, a mi juicio, no forma parte de sus virtudes y tal vez si hubiera leído o lo hubiera hecho con la atención que se merece Una hora de España de Azorín, tal vez lo hubiera sacado de la lista.

Azorín, cuyo nombre de pila era el de José Martínez Ruiz, ingresó en la Real Academia en 1924 en razón de una brillante carrera como escritor. Ya en una de sus primeras novelas, Las confesiones de un pequeño filósofo, va a dejar sentado, aunque no lo formule todavía de una manera explícita, el eje sobre el que bascula, tanto su estilo, como su concepción del tiempo histórico: vivir es ver volver.

El discurso de ingreso al que se le confirió el honor de ser el primero que la Real Academia publicara de uno de los recipiendarios, se tituló Una hora de España, que trascurre entre los años de 1560 a 1590. Naturalmente, no fue leído en su totalidad en aquel momento, sino un compendio de la obra, que, sin ser extensa, es un libro en el que estas dos funciones, la del idiomático y la del crítico definen, como si se tratara de su testamento literario, lo que había sido su obra hasta ese momento.

Tiempos de decadencia, de aquel venir a menos, de volver de nuevo a lo que solía aquella nación de la que se dijo que en sus dominios no se ponía el sol. “Una hora, o sea tiempo, fugacidad, por tanto, porque pasados, los siglos horas fueron”, según dejó escrito Quevedo, y sirvió de epígrafe a Azorín. La noticia de aquel desastre marino que inicia la decadencia española se la va a comunicar al rey “un veredero”, que era entonces la manera más rápida para hacer llegar una noticia por veredas y trochas, saltando cañadas y abreviando, al mismo tiempo, las calzadas reales. El hombre para ese menester en aquella hora de España es, fingidamente, Cervantes. Naturalmente, de manera figurada –como digo– en razón de lo que el autor de El Quijote había ya escrito. Este del veredero es, por cierto, uno de los capítulos más hermosos de Una hora de España.

Si lo que mejor refleja la inteligencia de un hombre es su capacidad para la síntesis, de Azorín puede decirse que, además de diserto, fue un hombre inteligente, pese a lo que opinara el gran memorialista que fue Umbral. Y lo fue porque sus libros constituyen un modelo de lo que debe ser una obra –una obra narrativa, especialmente– para que impacte en el lector.  En ninguno de los libros de Azorín sobran páginas, ni tampoco faltan, al igual que en los artículos azorinianos, no hay líneas de más ni faltan palabras. Páginas, las justas; ideas, las precisas y todo ello bajo el tamiz de los matices acumulados. El capítulo XVI de Una hora de España, tal vez el más relevante, cumple cabalmente con esas condiciones y con otra más de suma importancia: la de tomar en cuenta al lector para integrarle en la narración. Se titula «El viejo inquisidor», capítulo que atendiendo a lo que está pasando a este lado del Atlántico y podría pasar al otro, si no se “aviva el seso y despierta”, podría ser una cumplida advertencia para un ahora que ya fue y otro que podría llegar a ser.

El viejo inquisidor, que viene siendo uno de los Consejeros de la Santa Inquisición, se encuentra en su cámara. Tiene delante una mesa y sobre la mesa hay tres libros. Una Biblia en castellano, traducida por Casiodoro de Reina, publicada en Basilea en 1559, la Carta a Felipe II, una publicación anónima de 1557, de espíritu antipapal y la imagen del Anticristo de Alonso de Peña Fuerte de 1557. Los tres libros son heréticos y quien los poseyere o leyere tendría que contar, sin duda, con una condena de la Inquisición, que podría conducirle a la hoguera. El viejo inquisidor mira, una y otra vez, esos libros como quien está en presencia de un frasco que contiene un veneno mortífero. La hora es la del crepúsculo. En su tiempo, el inquisidor fue un hombre de mundo, del mundo de la corte donde ejerció funciones diversas, todas ellas importantes. Estuvo casado con una hermosa mujer de la que tuvo un solo hijo. Un niño enfermizo, débil, el cual no se vio libre de contratiempos e incidencias hasta salir de la adolescencia. Y es entonces cuando muere la madre, mozo ya, y el padre que no encuentra consuelo a la muerte de la esposa, tomó dos resoluciones importantes: la primera, renunciar a las cosas de este mundo y entrar en religión en una de las órdenes mendicantes y la segunda, enviar al hijo a la Universidad de Salamanca para estudiar teología, en la idea de verle un día decir en los mejores púlpitos las más adecuadas palabras que un prelado debe pronunciar para salvar el alma de sus contemporáneos. Pero el hijo en esto no estuvo de acuerdo con el padre. Se licenció en medicina y se trasladó, después, a París, al gran París de Garcilaso, para completar sus estudios médicos. Pero no solo fue en París donde el médico primerizo comprobó cómo piensan otras gentes; en su momento se trasladó también a Flandes para cumplir con un deseo de su padre, el de que un pintor flamenco hiciera una copia de tamaño natural de un cuadro mínimo de la que fue su esposa. Hace unos días regresó ese hijo desde Flandes. Desde el mediodía salió a visitar a unos compañeros de estudios. El viejo inquisidor sigue con la vista fija en los libros y en el cuadro de la que fue su esposa en natural tamaño que ya cuelga en la pared. Los tres libros traídos del extranjero por el hijo los extrajo el viejo inquisidor del equipaje del muchacho…

«Pero de pronto escucha pasos en el corredor. No son los pasos del hijo. Torna el silencio. Poco después resuenan otros pasos Y estos sí son los del hijo. El viejo comisario siente una dolorosa presión en el pecho, se levanta. Una mano acaba de posarse en el picaporte de la puerta. Los pasos se oyen más cerca. La puerta se está abriendo…».

Esas son las palabras finales del relato.

2.- Azorín, crítico literario

Dentro de la moderación con la que condujo su vida (en la oportunidad en que el doctor Gregorio Marañón quiso saber a qué se debía su excelente salud a una edad tan avanzada, Azorín respondió con total naturalidad: «nunca cené») fue un admirable crítico literario en tal medida que si se revisaran detalladamente tanto sus artículos de prensa, como sus breves ensayos, podría llegar a establecerse el canon de la literatura española, o sea lo que merece la pena leer y lo que no debe tomarse en cuenta. Lo hizo con los clásicos desbrozando de manera especial, lo que no mereció el nombre de tal. Pero tampoco fue ajeno a lo que escribieron sus contemporáneos. Cuando Ricardo León se jactaba de ser el autor más leído en tiempos de Azorín, este le salió al paso: “Consuélate, querido Ricardo, hay quien tiene pan pero no tiene laurel; a ti el pan te sobra, pero te falta laurel”. Y así fue. ¿Quién se acuerda hoy, por ejemplo, de Amor de caridad, la obra más leída de aquel autor?

De todas maneras, la crítica literaria como institución no alcanza mayoría de edad hasta el siglo 18. Fue Gotthold E. Lessing quien adjudicó al crítico el papel de juez del arte.

Pero no fue por ese camino por el que Azorín enrumbó sus pasos como crítico, sino más bien como abogado, defendiendo los derechos del lector para que lo que leyera formara parte a su debido momento de la historia de la literatura, que es quien se encarga de decidir si el juicio sobre la obra de un determinado autor fue acertado, o no.

Azorín ejerció la crítica sirviéndose del periodismo, y del ensayo breve, como queda dicho, pero se necesitaba algo más: haber conocido a la literatura como una ciencia con su correspondiente metodología. Ese cruce entre ciencia literaria, por una parte, y la manera cómo hacerla ostensible, por otra, era la forma de no excluir a una del otro, o dicho de otra manera, el periodismo sin ciencia es una tarea inútil, y la ciencia sin el periodismo no va a ninguna parte. Esa posible inversión de papeles la señaló gráficamente Kurt Tuchoslky, un crítico, que era, al mismo tiempo, un humorista, insinuando que la ciencia (la literaria) sin periodismo es algo así como “leer a una mujer y abrazar un libro”.

Como crítico, Azorín fue un seleccionador riguroso de lo que se debía leer y lo que no merecía la pena y esto significa que no fue tampoco ajeno a esa pedagogía de desentrañar el porqué, el cómo y en qué condiciones una obra ha sido escrita.

A los tres géneros que componen la literatura: el épico, el dramático y el lírico, añadió uno más, el de la crítica. Lo había formulado antes el famoso crítico alemán Alfred Kerr. Azorín se acogió a esta partición.

Hoy la crítica no se lleva, porque está resultando peligrosa. Una editorial que invierte una suma de dinero en la publicación de libros para obtener unas ganancias, si alguien, como podría ser el crítico, intenta frustrar ese cometido, podía ser considerado como un agresor. Esa es una de las causas de la aparición de la posverdad y de los argumentarios. Es necesario engañar y para ello, hay que mentir, pero no de cualquier manera, sino como oficio, tanto en literatura como en política. O como en literatura política que es una de las ramas en las que más libros se publica. En política, las fake news, más que un recodo en el camino, son ya el camino mismo, el complemento de una profesión. Y si esta situación no es ya salvable, dado el avanzado estado de la enfermedad, salvemos a la otra, a la buena literatura. Ortega, otro de los del 98, añadió a las diez obras de misericordia, una más que es la de no publicar libros innecesarios. Y esa es una de las funciones de la crítica, que una vez publicada la obra, se haga saber al posible lector si merecía o no la pena de que lo fuera.